Un aficionado es fotografiado con una bandera palestina dentro del estadio del Nápoles.

Un aficionado es fotografiado con una bandera palestina dentro del estadio del Nápoles. Ciro De Luca Reuters

Europa

De la Vuelta a España a Eurovisión y la 'flotilla': por qué ninguna guerra divide tanto en Europa como la de Gaza

En los 60 y 70, la Nueva Izquierda occidental abrazó un marco antiimperialista que enlazaba Fanon, Said, los movimientos tercermundistas y las luchas negras en Estados Unidos.

Más información: Tony Blair se postula para dirigir una autoridad de transición en Gaza tras el alto el fuego (y con el apoyo de Trump)

Estambul
Publicada

Vueltas ciclistas y eurovisiones saboteadas, flotillas que parten de Barcelona, manifestaciones en las calles. El conflicto entre Israel y Gaza polariza, y no sólo en España. En las democracias occidentales funciona hoy como un eje de lectura ideológica.

La división izquierda-derecha no sólo organiza posiciones, dicta el vocabulario y define el repertorio emocional. La izquierda ve colonialismo y derecho a la autodeterminación. La derecha, seguridad y legitimidad estatal.

Así lo muestra Maria Owiredu al medir en Suecia —y por extensión en Europa— cómo la derecha tiende a alinearse con Israel y la izquierda con Palestina, encajando el caso en patrones ideológicos consistentes: la disputa opone un realismo pragmático a una crítica moral y anticolonial que la izquierda hace propia.

Richard Youngs añade que la polarización “cae en suelo fértil”: llega a sistemas ya crispados y actúa como proxy de batallas domésticas sobre identidad, racismo y colonialismo. No extraña, por tanto, que el debate se desborde a partidos, campus y redacciones y barras de bar: más que un asunto de política exterior, es una gramática interna que sirve para decir quién es uno.

La genealogía de esta causa global es conocida. En los sesenta y setenta, la Nueva Izquierda occidental abrazó un marco antiimperialista que enlazaba Frantz Fanon, Edward Said, los movimientos tercermundistas y las luchas negras en Estados Unidos.

Organizaciones palestinas se declararon marxistas-leninistas tras la Tricontinental de La Habana, mientras la arquitectura soviética fijaba a Palestina como causa de referencia del bloque del Este contra Washington. Ese sedimento histórico explica por qué, para amplios sectores de izquierda, Palestina sigue siendo una brújula moral.

Conviene ahora entrar en la relación Estados Unidos–Israel, núcleo de tantas pasiones. Esta alianza es una excepcionalidad geopolítica, monetaria y teológica, que incluye un MOU firmado por Obama de 38.000 millones hasta 2028 con ayuda militar sostenida, y un paraguas diplomático materializado en los vetos en el Consejo de Seguridad de la ONU este año.

Sólo Washington puede frenar a Netanyahu en la masacre —o el genocidio, según la ONU— de palestinos, que ya dura dos años.

Para una parte del público europeo, ese andamiaje basta para leer la guerra en clave de impunidad. Pero la visión de la izquierda desde los setenta añade otra lectura, la de Noam Chomsky: la alianza no es anomalía moral ni triunfo del “lobby”, sino función del interés de Estado. Israel actúa como “activo estratégico” de Washington —una plataforma para fines hegemónicos en Oriente Medio—.

La animadversión que despierta el binomio se entiende si la ayuda y los vetos se perciben como arquitectura imperial. La mejor crítica a Chomsky la escribió en 2022 el escritor e intelectual sirio de izquierdas Yassin al—Haj Saleh, al descubrir con dolor la indiferencia de la izquierda occidental por el medio millón de muertos del cruento régimen de los Assad, con apoyo de Rusia e Irán.

La mirada de esa izquierda es “americacéntrica” y su “antiimperialismo es selectivo”. Los crímenes del régimen sirio son un mal menor.

Sobre el terreno comparado, Karin Aggestam subraya una singularidad: Gaza polariza en Europa con una intensidad que Ucrania no ha conseguido. El conflicto israelí—palestino genera “movilización generalizada” y se aloja en el corazón de las divisiones domésticas, mientras la guerra ucraniana, aun siendo central, no opera como marcador identitario de igual potencia.

Se suman, escribe Aggestam, dinámicas específicas de comunicación: patrones de censura de contenidos pro—palestinos en medios occidentales al inicio de la guerra y campañas coordinadas de guerra informativa que buscan modelar el marco interpretativo.

En la medida de sus capacidades, hemos comprobado que tanto Netanyahu como Hamás usan a sus víctimas como propaganda de guerra.

El mundo académico tampoco es neutro en su reflejo. Omar Shahabudin McDoom detecta un “sesgo prosemítico” en comunidades expertas que, al filtrarse a los públicos, alimenta la polarización. Una pauta que no aparece con igual sistematicidad en otros conflictos.

En Estados Unidos la grieta es ya sociológica. Las encuestas recientes de Shibley Telhami dibujan un paisaje estable desde 2023: casi la mitad de los republicanos quiere que Washington apoye a Israel; entre demócratas la cifra cae a niveles muy bajos, y los menores de 30 se inclinan mayoritariamente por los palestinos.

Lo decisivo es la variable generacional, que también afecta —aunque menos— a republicanos jóvenes. El resultado: tensiones intrapartidistas inéditas y un cambio de lentes: de la seguridad estratégica de la generación de la Guerra Fría a los derechos civiles y el anticolonialismo.

Una baza que Netanyahu aprovecha para culpar a las segundas generaciones de inmigrantes árabes y musulmanes nacidos en Occidente.

El sustrato decisivo es la memoria. Chocan dos identidades nacidas del sufrimiento. El Holocausto ordena el imaginario moral occidental y condiciona cualquier discusión.

Raz Segal sostiene en su artículo de 2024 que su incrustación institucional ha operado, demasiadas veces, para negar la Nakba y volver tabú las comparaciones entre la actual acometida israelí y el genocidio nazi. De ahí la disonancia cognitiva entre el “nunca más” aprendido y el sufrimiento palestino.

Omer Bartov describe la “militarización” de esa memoria: si los palestinos son presentados como nazis y los israelíes como víctimas eternas, nace una moralidad incontestable que cierra la deliberación.

Derek Penslar, por su parte, desplaza la llave interpretativa hacia el registro emocional: el sionismo —y su negación— como “estado emocional está tejido de apego, vergüenza, miedo e ira y precede a la razón.

Los medios lo amplifican todo. Mohamad Hamas Elmasry documenta un patrón cuantitativo al inicio de la guerra: mayor simpatía y voz para víctimas y fuentes israelíes, un “modo víctima/defensivo” que interpreta la violencia israelí como retaliación legítima y la palestina como barbarie.

Gadi Wolfsfeld describe el ciclo “política—medios—política”: entornos políticos condicionan rutinas periodísticas, como el énfasis en “valores noticiosos”, que a su vez alteran resultados políticos. Y Marda Dunsky llamó la atención sobre “el sesgo de lo ausente”: la omisión sistemática de historias de refugiados y derecho internacional es un mecanismo potente de descontextualización.

Todo ello ayuda a entender por qué la cobertura de esta guerra se convierte a menudo en plebiscito moral.

El cuadro, ya denso, se complica con la economía emocional contemporánea. El israelí Eran Halperin ha mostrado cómo emociones negativas intergrupales, más que razones frías, guían posiciones políticas sostenidas.

Las audiencias occidentales “viven vicariamente” la contienda a través de identificaciones fuertes.

Lee Ross ya había documentado el “hostile media effect”: dos bandos leen la misma pieza y ambos la creen sesgada contra el propio. Resultado: la acusación de parcialidad se vuelve ubicua y estéril. La discusión gira no sobre hechos, sino sobre la presunta corrupción del mensajero.

A estas capas se suman otras dos, menos visibles pero cruciales. La religión y espacios sagrados de Jerusalén innegociables para las tres religiones abrahámicas, y cada escalada toca fibras identitarias transnacionales (comunidades judías y cristianas, diásporas musulmanas), que son menores en Siria o Yemen.

Y los marcos jurídicos omitidos: cuando el derecho internacional humanitario, el estatuto de los refugiados o los parámetros de proporcionalidad se ausentan de la cobertura, el terreno se entrega a la épica.

La crítica de Dunsky a la descontextualización no es estética: es una denuncia de cómo la ausencia de categorías jurídicas convierte el crimen en relato y el relato en arma.

Ya no hablemos del debate sobre la categoría de genocidio. En la sostenida hipérbole digital, la sorpresa no es que incendie tertulias, es que lo haga con una regularidad que atraviesa generaciones y geografías.

Queda una moraleja editorial: precisión y proporción. Hay que volver al dato verificable, al periodismo puro. En una discusión saturada de símbolos y agravios, la exactitud es justicia.