De David Cameron a Liz Truss: cómo Reino Unido está pagando el populismo del Brexit

De David Cameron a Liz Truss: cómo Reino Unido está pagando el populismo del Brexit

Europa

De David Cameron a Liz Truss: cómo Reino Unido está pagando el populismo del Brexit

El país parece navegar a la deriva, vapuleado por los vientos de un populismo que no cesa y que amenaza con llevárselo todo por delante.

21 octubre, 2022 03:19

De todos los nombres que han conducido al Reino Unido a la actual catástrofe política y económica, conviene quedarse con el de Nigel Farage. Farage, un populista mordaz, un nacionalista convencido, parte fundamental de la red que, por un lado Steve Bannon y por el otro el Kremlin, han ido tejiendo por todo Occidente, era el típico político peligroso porque sus ideas atroces iban siempre acompañadas por una sonrisa y un tono simpático. Tan simpático que durante las protestas del 15M en España, Farage fue uno de los "héroes" de la "Spanish Revolution", con sus vídeos protestando contra la burocracia europeísta convertidos en carne viral de todas las redes sociales.

Farage era por entonces la cabeza visible del UKIP -Partido por la Independencia del Reino Unido-, que ya había quedado en segunda posición en las Elecciones Europeas de 2009. No era, por tanto, un desconocido, pero nadie imaginaba que, en 2014, su partido conseguiría ganar las elecciones al Europarlamento por delante de laboristas y conservadores. Es cierto que la participación en esos comicios siempre había sido baja en Reino Unido (solo uno de cada tres posibles votantes ejercieron su derecho aquel año), pero aquel triunfo le sirvió a Farage para pasar de un segundo plano casi bufonesco a convertirse en una de las figuras políticas del país.

Hasta aquel entonces, la relevancia del UKIP en la política nacional británica había sido nula. Pese al profundo antieuropeísmo que siempre había estado arraigado en Gran Bretaña y del que tanta gala hizo la propia Margaret Thatcher, el UKIP, liderado por Lord Malcolm Pearson, se había quedado fuera del Parlamento en 2010, pese a congregar casi un millón de votos. Todo cambió en 2015. A rebufo de su éxito electoral del año anterior, Farage decidió asumir en primera persona la responsabilidad en Westminster y triplicó el resultado de Pearson. Pese a conseguir solo un escaño -el sistema electoral británico determina centenares de circunscripciones donde solo el ganador llega a las cortes-, el UKIP superó los tres millones de votos. Una barbaridad.

Nigel Farage, durante su último debate en la Eurocámara

Nigel Farage, durante su último debate en la Eurocámara Parlamento Europeo

Cuando Cameron soltó el monstruo del populismo

En aquellas elecciones de 2015, el gran vencedor fue David Cameron. Cameron ya llevaba cinco años como primer ministro, desde su victoria en 2010. Como entonces no consiguió mayoría absoluta en el parlamento, se vio obligado a formar una alianza gubernamental con el Partido Liberal Demócrata de Nick Clegg, marido de una española. El gobierno Cameron-Clegg funcionó muy bien para los conservadores y muy mal para los liberales. En 2015, los primeros consiguieron 330 de los 650 escaños en juego. Los segundos tuvieron que conformarse con ocho.

Cameron tenía por delante cinco años de aparente tranquilidad. Presidía un gobierno relativamente popular, del Partido Laborista seguía sin haber noticias y ya no dependía de incómodos socios. En rigor, podría haber seguido hasta 2020 y luego retirarse sin problema alguno. Había solventado la cuestión de la independencia escocesa con un referéndum en 2014 en el que los escoceses habían apostado por la continuidad en el Reino Unido con un 55,3% de los votos. La economía se recuperaba a marchas forzadas de la crisis de 2008 y sus rivales se desintegraban entre luchas intestinas.

El exprimer ministro de Reino Unido David Cameron, en una foto de archivo.

El exprimer ministro de Reino Unido David Cameron, en una foto de archivo.

Sin embargo, quedaba la incómoda presencia de Farage. Si el Partido Conservador no podía crecer hacia la izquierda, puesto que ya había fagocitado casi todos los votantes centristas de los Lib-Dems, tendría que hacerlo hacia la derecha. ¿Cómo? No tanto copiando su discurso, claramente al alza, sino desactivándolo con una nueva consulta popular. Embebido de gloria, Cameron decidió ceder ante el ala más antieuropeísta de su partido y ante la presión constante de Farage y organizó una consulta sobre la continuidad de Reino Unido en la Unión Europea para el 23 de junio de 2016, apenas un año después de su contundente victoria electoral.

Nadie pensó que Cameron pudiera perder, ni siquiera él mismo. Como garantía, puso su puesto en juego. Decidido defensor del "Remain" -quedarse en la UE-, Cameron aseguró que una victoria del "Leave" -salir de la UE- supondría su marcha de Downing Street después de seis años. Lo que vino después fue una orgía de nacionalismo barato, de populismo desbocado al que Cameron había permitido salir de la cueva y que acabaría pasándole por encima. Todas las encuestas daban como ganador al "Remain" porque ninguna tomó en cuenta un factor: el "Leave" no tenía quien lo defendiera.

El UKIP puso en marcha toda su maquinaria, Moscú pagó todo lo que hiciera falta para lograr lo que Putin entendía como "el punto final de la mafia europea" y las redes sociales, controladas por Bannon y los suyos, extendieron noticias falsas por cada rincón del país. Enfrente, quedaba un primer ministro superado, con medio gabinete en contra de su posición inicial; quedaban los lib-dems, derruidos tras el fracaso electoral del año anterior, y quedaba el Partido Laborista, con su nuevo líder Jeremy Corbyn, otro antieuropeísta, aunque por distintas razones.

Corbyn, un izquierdista declarado, veía en la UE no ya un freno a las aspiraciones nacionalistas británicas sino a las de sus trabajadores. Un invento burgués para perpetuar la opresión del capitalismo más salvaje. Al "Remain" lo apoyó casi en exclusiva el Partido Nacionalista Escocés. El milagro es que, aun así, consiguiera el 48,1% de los votos.

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La funcionaria May y el excéntrico Johnson

El referéndum del Brexit no solo estableció la separación de la isla respecto del continente, sino que convirtió a Gran Bretaña en un circo. Cameron tendría sus cosas, pero era un líder solvente, tradicional. Tras Cameron, quedó la locura Farage, la locura Johnson, la locura del nacionalismo construido a base de mentiras y medias verdades. Quedó también, sustituta provisional y ganadora de las elecciones anticipadas de 2017, Theresa May, encargada de negociar con la Unión Europea las condiciones de la marcha. Theresa May permaneció en el cargo tres años. Nunca dio la sensación de querer estar ahí.

May era la primera ministra que tenía que separar a su país de Europa… pero a la vez era de las más europeístas del gabinete Cameron desde su puesto como ministra de medio ambiente, alimentación y asuntos rurales. May se pasó de 2016 a 2019 soñando con que, de alguna manera, el populismo daría marcha atrás en su frenético avance. Hubo momentos en los que pareció que su sueño se cumpliría, entre tanto impedimento de la UE y tanta exigencia absurda de los negociadores británicos. Hubo un momento, incluso, en el que hasta Nigel Farage tiró la toalla: abandonó el UKIP por sus posiciones contra la inmigración musulmana en diciembre de 2018. Meses después, formaría el Partido del Brexit (Reform Party, en la actualidad), pero no duraría demasiado tiempo al frente.

Theresa May y la reina Isabel II en 2018.

Theresa May y la reina Isabel II en 2018.

De hecho, en las elecciones de 2019, agotada ya la paciencia y la capacidad negociadora de May, el UKIP consiguió apenas 22.000 votos. El partido de Farage no llegó a los 650.000. A los pocos meses, decidió abandonar la política entre sospechas de corrupción provenientes de su etapa como eurodiputado. El daño ya estaba hecho. A May la sustituyó Boris Johnson, que venía a ser un Farage más leído. Curiosamente, Johnson, un hombre inteligente, culto, con un altísimo sentido del arte, como demostró en la reunión de la OTAN en Madrid este mismo año, se empeñaba en fingir todo lo contrario.

Johnson quería ser el hombre del pueblo. Alcalde de Londres durante ocho años, de 2008 a 2016, y cabeza visible de la ciudad durante los Juegos Olímpicos de 2012, Boris era una de las figuras pujantes del Partido Conservador, con su carisma indudable, su pelo difícil de clasificar y sus bromas constantes. Johnson no se tomaba en serio nada, pero al menos cumplía el requisito de ser un fiel del "Leave", no como su antecesora. Con él en el cargo, la UE y Reino Unido llegaron por fin a un acuerdo razonable para ambas partes. El 1 de febrero de 2020, semanas antes del estallido de la mayor pandemia sufrida por el mundo en un siglo, Reino Unido abandonaba formalmente la Unión Europea.

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Cuando Johnson olvidó que era mortal

El problema de Johnson era su indeterminación. ¿Quién quería ser Boris Johnson? Un alma libre, claro, pero ¿qué tipo de alma libre? Se acercó a Donald Trump todo lo que pudo, pero Johnson no era Trump, no era un casi iletrado hombre de negocios sin escrúpulos. La pandemia le pasó por encima, con un tipo de gestión intermedia llamada a poner nervioso a todo el mundo: los confinamientos no fueron tan estrictos como en otros lugares… pero fueron muy largos, más para una sociedad como la británica donde las intervenciones estatales gustan lo justo.

A falta de una oposición seria -el laborismo seguía desangrándose, la alternativa a Corbyn aún estaba por fraguarse-, Johnson empezó a sentirse un César al que nadie le recordaba que era mortal. Las fiestas que permitió e incluso promovió en Downing Street mientras la población se marchitaba en sus casas son muestra de hasta qué punto se pensaba impune. No le faltaron ni correos electrónicos con su firma para dejar huella. Torpeza tras torpeza, convencido de que siempre habría un truco final, de que la política se había convertido en un mundo sin consecuencias, como sueñan todos los populistas, fue acercando la espalda a la pared.

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Rompió el duelo por el príncipe de Edimburgo con una nueva fiesta privada, intentó tirar adelante con su sonrisa de niño travieso. Solo quiso ser de verdad un líder cuando estalló la guerra de Ucrania e inmediatamente se puso del lado de Zelenski, llegando incluso a visitar Kiev cuando la cosa no pintaba tan bien como ahora.

El resto del tiempo, pareció un diletante, sin más. Un diletante al que las encuestas iban dejando atrás y al que sus compañeros de partido acabaron sacrificando en diferido. Desde el anuncio de su marcha hasta el abandono definitivo de Downing Street pasaron dos meses. Los que tardó el Partido Conservador en encontrar una nueva líder: la ministra de Igualdad, Liz Truss.

El ex primer ministro de Reino Unido, Boris Johnson.

El ex primer ministro de Reino Unido, Boris Johnson. Europa Press

Liz Truss, retrato de una mujer sin suerte

Truss no fue una mujer con suerte. Asumió el cargo de líder del Partido Conservador el 5 de septiembre de 2022, fue nombrada primera ministra por el Parlamento al día siguiente y viajó inmediatamente hasta Balmoral para departir con la reina Isabel II. Dos días después, tras setenta años de mandato, la monarca fallecía. A Truss se la llegó a comparar con Margaret Thatcher por sus teorías económicas, pero el Reino Unido de 2022 no tenía nada que ver con el de 1979. Era un país en crisis, lleno de urgencias y sin referentes. Truss no era la solución a ninguno de esos problemas.

Primero anunció una rebaja de impuestos para las clases altas y luego se echó atrás ante la evidencia de que eso iba a perjudicar aún más la economía. Desde su llegada hasta su dimisión cuarenta y tres días después, la libra ha pasado por toda clase de zozobras, llegando casi a la paridad con el dólar a finales de septiembre, aunque luego se recuperara. En ese mismo tiempo, la Bolsa de Londres ha caído por encima del 7%. A principios de mes, forzó la dimisión de su ministro de economía. Hace dos días, fue su ministra de interior la que abandonaba el cargo tras el envío incorrecto de un email oficial desde su cuenta personal. Una excusa como otra cualquiera para hacer caer a su jefa.

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Sus propios compañeros de partido la han tratado con una crueldad exagerada, pese a haberla elegido hace un mes y medio. Un artículo del 11 de octubre de The Economist decía que su control sobre el país "había durado menos de lo que tarda una lechuga en pudrirse". Abundando en el chiste, el Daily Star colgó una foto de una lechuga con el peinado de Truss y animó a que la gente votara si iba a durar más tiempo la lechuga viva o Truss en el cargo. Ganó la lechuga.

Abandonada por su partido y abandonada por los tabloides, que llevan siete años gobernando Gran Bretaña con su manejo frívolo de la opinión pública, a Truss no le ha quedado otra que dimitir. Seguirá en el cargo hasta el 28 de octubre, cuando los Tories elijan sucesor, que podría ser el propio Johnson, por aquello de que la historia se repite a sí misma, primero como tragedia y luego como farsa.

Las encuestas dan ahora mismo al Partido Conservador un 23% de intención de voto -las últimas, aún menos-, es decir, un 29% menos que al Partido Laborista. Escocia sigue pujando por un segundo referéndum de independencia. Carlos III se pelea con los bolígrafos y se sacude la tinta. Mientras, el país parece navegar a la deriva, vapuleado por los vientos de un populismo que no cesa y que amenaza con llevárselo todo por delante.