En primer lugar, el pasmo. Aunque no es que sea la primera vez que sucede. Gadafi jugaba las mismas cartas cuando, cada año, al final del verano, negociaba con Roma la seguridad de las fronteras. Y su hermano casi gemelo, Erdogan, tiene algo muy similar en mente cuando nos dice a los europeos: "Quédense conmigo o les traeré desgracias; páguenme mi renta anual o no retendré a nadie y arrojaré a sus costas a los millones de rehenes que tengo aquí retenidos". Pero el asunto nunca había estado tan claro como ahora.

Nunca antes se había ido a buscar a los migrantes de esta manera. Nunca antes se habían fletado aviones, se habían movilizado las redes sociales, las agencias de viajes locales, los contrabandistas reales y falsos; nunca antes se habían desplegado tantos medios para engatusar a los exiliados, hacerles creer en un El Dorado o en un festín, y así arrojarlos, en autobuses, contra las fronteras de Europa.

En resumen, nunca antes los dictadores —en este caso Lukashenko y Putin— habían planeado con tanta frialdad la transformación de una columna de personas desesperadas en un caballo de Troya. Es el colmo del cinismo.

Varios migrantes en la frontera de Bielorrusia con Polonia.

Varios migrantes en la frontera de Bielorrusia con Polonia. Reuters

Y nos topamos con la quintaesencia de la abyección en estos agiotistas de la miseria que juegan con los seres humanos como si fueran peones y, en resumidas cuentas, inventan una nueva forma de comercio triangular.

Es un acontecimiento.Es una contribución sin precedentes al arte de la guerra y, en el sentido más estricto, es un acontecimiento.

El otro acontecimiento es que Europa, al vérselas ante este acto de beligerancia sin precedentes y destinado —siguiendo una lógica puramente clausewitziana— a hacer que pierda el rumbo, empezó por trastabillar, por dormirse en los laureles, por temblar ante los rusos, por dar las gracias a Turquía (¡uno se pregunta por qué!), pero ha acabado descubriendo la trampa y, para ser sinceros, en realidad no ha llegado a caer en ella.

¿Debemos reconocerle el mérito al presidente Macron, que, sin demora, señaló que detrás de todo estaba la mano de Putin? ¿O a la canciller Merkel, que, apoyándose en el gesto kantiano que le hizo acoger a un millón de refugiados en 2015, no ha querido abandonar el escenario ante los chiflidos y el sarcasmo de los iliberales triunfantes?

¿Ha sido el sonido de una bota en la frontera ucraniana lo que ha resonado en el momento justo para recordarles a los "padres conscriptos" del Senado de Bruselas que la verdadera guerra estaba a la vuelta de la esquina?

¿Ha sido la diplomacia lituana la que, ya versada en las luchas de poder con vecinos temibles, ha comprendido que el chantaje de los bielorrusos y los rusos —que amenazaban con cortarnos el suministro de gas— era un farol?

Y hemos redescubierto la ley que dice que nuestra debilidad moral es, a menudo, la fuente del poder de las tiranías.

El hecho es que Lukashenko ha demostrado ser un tigre de papel sin medios, ni legales ni técnicos, para cerrarle el grifo a Europa.

El emperador Putin ha comparecido desnudo. Tiene el mismo miedo a quedarse sin nuestros euros como nosotros a pasar frío este invierno.

Y hemos redescubierto la ley que dice que nuestra debilidad moral es, a menudo, la fuente del poder de las tiranías.

Europa se ha espabilado. Como tanto se oye en estos días, ha empezado a salir de su letargo. Y parece haber hecho reflexionar a Putin y a su secuaz Lukashenko al aumentar la cuantía de las sanciones y al darse cuenta —en el momento más oportuno— de que había flecos pendientes en la montaña de contratos que autorizan el gasoducto Nord Stream 2, que transportará miles de millones de metros cúbicos de gas ruso y que tanto le interesa al Kremlin.

Pero, por desgracia, esta crisis nos deja una tercera lección. Perfectamente, al mismo tiempo que alzábamos la voz contra los rusos, podríamos haber bajado la guardia con estos miles de migrantes; una gota en el océano de prosperidad de los 300 millones de europeos. Pero nos hemos atrincherado.

En todas partes, de lo que se hablaba era de frenar "la ola" y no de permitir que hubiese "un soplo de aire fresco". Nos han llamado a la puerta. Y hemos amenazado con disparar. Y, aun si nos ha conmovido el chantaje, por otro lado, nos hemos alineado con una visión de las cosas que considera a esos refugiados no seres humanos, sino armas, enemigos por vocación y destino, meros objetos.

Será necesario, encontrar un lugar en este mundo para aquellos que no pueden vivir allí donde el destino los ha hecho nacer

Hay que reconsiderar este asunto. Hay que retomar, de una vez por todas, la cuestión de la acogida, que está en el corazón de la patria de Homero, Dante, Victor Hugo y Edmund Husserl. Hay que recordarles a los europeos que la hospitalidad tiene leyes (marcadas por el sello de la inevitable finitud ligada a tal o cual lugar de adopción), pero también principios (que son infinitos y, por tanto, incondicionales).

Y será necesario, encontrar un lugar en este mundo para aquellos que no pueden vivir allí donde el destino los ha hecho nacer; un punto a medio camino entre esta finitud política y la parte de infinito que tiene la exigencia ética. Será necesario preocuparse por los derechos humanos de quienes solo son humanos, ya que no son sujetos de derecho, o no todavía.

Mientras tanto, esa es la situación que tenemos. Las mujeres y los niños han deambulado, y siguen haciéndolo, por bosques oscuros. Algunos eran kurdos y habían luchado a nuestro lado contra el Dáesh.

Y mientras nos perdemos en discusiones innobles. Y no sobre la miseria concreta que tenemos ante nuestros ojos y que es tan fácil de aliviar, sino sobre esa famosa "miseria del mundo" que reza que "no podemos acogerlos a todos". Así, mientras tanto, como el universal abstracto de los filósofos, como solo existe entre las sombras, algunos han muerto ante el sagrado umbral de nuestras puertas. Y es imperdonable.