Mi película, Une autre idée du monde (Otra idea del mundo), ha sido presentada en el Festival de Jerusalén, además de haber sido premiada.

Para mí, este no solo es uno de los festivales más prestigiosos del mundo.

Es algo más que un espacio consagrado a la cinefilia en el que se ha celebrado a personas de la talla de Quentin Tarantino, Amos Gitai o Savi Gabizon y en el que he tenido el honor, después de hacerlo en Roma el mes pasado y antes de Nueva York el próximo enero, de proyectar la película que hice con Marc Roussel.

Es, realmente, por ser Jerusalén.

Es una oportunidad, tras dieciocho meses de locura covidiana, de volver a esta ciudad que es una región del ser tanto como del mundo, del espíritu no menos que de la geografía.

El casco viejo de Jerusalén.

El casco viejo de Jerusalén. Wikimedia Commons

La piedra de Jerusalén. El aliento de Jerusalén. La ligereza arenosa de las moradas de Jerusalén. El pueblo de los fantasmas que, en Jerusalén, reposan en el duermevela.

El nombre de ese Mesías que se aparecerá allí con letras de un blanco que un maestro del Talmud decía que no se sabrá si es el del sudario, el de la página por estrenar o el de la roca viva.

El fuego de las palabras que fueron pronunciadas, gritadas, profetizadas dentro del recinto de sus murallas. Siempre he sentido que, aunque estas sean inaudibles, ilegibles, aunque caigan en el olvido o se repitan sin fidelidad ni gracia, conservan el poder suficiente para liberarnos de algunas de nuestras cadenas.

La espera en Jerusalén. La esperanza en Jerusalén. El tiempo inmóvil, suspendido y de repente extrañamente febril que pasa, o no pasa, en Jerusalén.

Ese perfume de la historia y la contrahistoria; esa vida atrapada en la urdimbre de los días y en cuya trama adivinamos, no obstante, que se pierde lo esencial; esa manera de pensar el infinito, esa palabra a la vez efímera y marmórea —todos rasgos, todavía, de Jerusalén la indómita—.

Hete aquí, pues, las colinas que, una mañana de hace más de cincuenta años, en el séptimo día de la Guerra de los Seis Días, aparecieron ante mis ojos por primera vez: eran muy parecidas al espejismo que Lamartine vio desprenderse del azul del firmamento y el fondo negro del Monte de los Olivos.

Hete aquí ese cielo del que otro viajero, Joseph Kessel, diría que nunca está realmente por encima, sino a la derecha, o a la izquierda, o más abajo, o más arriba: ¿no se confunde tan bien con el horizonte que se diría que es una llanura azul por donde corre el rumor de los siglos, donde se conservan los pensamientos más elevados y donde montan guardia extrañas aves?

Hete aquí el Muro de las Lamentaciones, muro de todas las lágrimas que vi —en aquella misma época, y, de nuevo, por primera vez— a través de los ojos febriles del general Moshé Dayán, que acababa de liberarlo y de regalárselo a sus hermanos de Adán.

Hete aquí el amasijo de piedras incólumes de las que me habló, unos días después, aquel mismo verano, cerca de Beerseba, al final de un largo sendero a través de un paisaje de rocas y megalitos que parecía que las había arrancado la mano misma de Dios, un Cincinato judío llamado David Ben-Gurión, que también pensaba que las reliquias del Templo pertenecían a todos los pueblos. Hete aquí la ciudad santa que el gran rebelde intelectual Isaías o Leibowitz creían que era tanto una casa de oración para las setenta naciones como la única ciudad de Israel que era ontológicamente innegociable.

Nunca he olvidado a Jerusalén.

Siempre me he tomado en serio la voz de los sabios; siempre he hecho por recordar, como en los Salmos, que olvidarla sería correr el riesgo de ver marchitarse mi mano derecha, aquella con la que escribo, olvidarlo todo.
Fue allí donde Benny Lévy, Alain Finkielkraut y yo fundamos, hace veinte años, un animado y fraternal Instituto de Estudios Levinasianos, que, en nuestra opinión, no cabía que tuviese su sede en ningún otro lugar del mundo.

Fue allí donde, quince años antes, en mi primera novela, El diablo en la cabeza, situé —sin dudarlo— el último viaje, la huida y luego la muerte de Benjamin, mi héroe, que se parecía a mí como un hermano que había sido aplastado.

Fue allí, en la primavera de 1979, donde escuché a Menájem Beguín soñar en voz alta con los acuerdos abrahámicos —¡esas fueron sus palabras!— con los países árabes que se oponían a la existencia de Israel.

Fue allí, en 2002, cuando regresaba de Yenín, una ciudad cisjordana donde acababa de librarse una batalla que los antisemitas utilizaban para deslegitimar, una vez más, el Estado judío, donde vi a Ariel Sharon, terriblemente cansado y abatido, formular delante de mí la previsión de una retirada total de Gaza.

Fue allí donde visitaba a menudo a aquel gran israelí —¿el último?— que fue mi amigo Shimon Peres.

Y fue allí, con Amos Oz, miembro fundador de la revista de La Règle du jeu, donde medité a su lado sobre el significado de aquel dicho talmúdico que reza que dos Justos —por ejemplo, un israelí y un palestino— "no hablan, por fuerza, la misma lengua".

Y es allí donde me arrastra una fuerza irresistible en todos los momentos clave de mi vida, cuando he necesitado respirar, recuperar fuerzas, buscar otras perspectivas más elevadas o captar el eco de lo que aún no he podido pensar.
Un día escribiré un relato detallado de todas estas ideas.

Pero hoy estoy aquí.

Y por eso estoy tan contento de haber proyectado esta película el domingo 28 de noviembre, justo hoy, el Día de la Luz, en Jerusalén.