Sin duda alguna, la libertad de cátedra es sagrada. Evidentemente, no es cuestión de que las autoridades políticas se inmiscuyan en disputas entre investigadores y medien en sus asuntos.

Pero ¡qué mala fe que se diga eso al mismo tiempo que se ataca a la ministra de Educación Superior, Frédérique Vidal, por expresar sus preocupaciones por el favor cada vez mayor del que goza el islamoizquierdismo en las universidades francesas! Pues, al fin y al cabo, ¿de qué se trata este asunto?

El islamoizquierdismo no es, qué duda cabe, una “realidad científica”. Sin embargo, lo que está claro es que es una realidad social y, en cierta manera, un dispositivo de pensamiento. Nació en la Gran Bretaña de los años noventa y los dos mil gracias a la síntesis de los viejos trotskistas que seguían llorando desconsolados por la desaparición del proletariado, los jóvenes que se mostraban contrarios a la “ley francesa contra el hiyab” y los laboristas que se oponían a Blair y su guerra imperialista en Irak.

Facultad de Derecho de La Sorbona en París

Facultad de Derecho de La Sorbona en París DLF

En Francia, empezó a tomar forma a partir del foro de Saint-Denis, donde los nostálgicos de las radicalidades de antaño confraternizaban con Tarik Ramadán; de aquel “encuentro” rojo-pardo de los “Amigos de Le Monde Diplomatique” al que se invitó a Dieudonné, o, incluso, los riachuelos que acabaron por provocar verdaderos torrentes de manifestaciones en apoyo a Gaza en 2014, en las que Jean-Luc Mélenchon y los suyos consideraron que el islam era, sin duda alguna, “la religión de los pobres”; allí sellaron la alianza manifestándose junto a simpatizantes de Hamás que gritaban: “¡Muerte a los judíos!”.

Con los años, hicieron acopio de una serie de clichés que claramente venían de los campus estadounidenses y de su “cultura de la cancelación” a base de “estudios de género”

Con los años, hicieron acopio de una serie de clichés que claramente venían de los campus estadounidenses y de su “cultura de la cancelación” a base de “estudios de género”, estudios “interseccionales” y de palabras del tipo “descolonialismo”; así, este islamoizquierdismo ha tenido los siguientes efectos:

1. La instrumentalización de los franceses de origen musulmán, convertidos en los soldados de infantería de un combate “antisistema” que, en la mayoría de las ocasiones, ni les va ni les viene.

2. El refuerzo, en el seno de este pensamiento, de las corrientes más retrógradas, oscurantistas y antifeministas del islam.

3. El debilitamiento, entre las filas de la izquierda, de las tendencias que habían permanecido fieles a la herencia antitotalitaria de los disidentes de Europa central, de Michel Foucault o Claude Lefort, entre otros.

Teniendo en cuenta que este movimiento atraviesa todo el mapa social, acaso es ilegítimo preguntarse en qué medida las universidades, con sus aparatos de conocimiento, sus medios, investigadores y asociaciones estudiantiles, contribuyen o no a su legitimación.

La respuesta, lo reitero, les pertenece a los propios investigadores. O, naturalmente, a la prensa, si se toma la molestia de investigar sin vendarse los ojos y sin prejuicios. Pero lo que sabemos, por el momento, es que una obra de Esquilo, Las suplicantes, fue censurada en la Sorbona porque las “Danaides” tenían que llevar máscaras negras.

Teniendo en cuenta que este movimiento atraviesa todo el mapa social, acaso es ilegítimo preguntarse en qué medida las universidades contribuyen o no a su legitimación.

También es lo que nos encontramos, en Lille-II, cuando las autoridades universitarias censuraron, tres años después de su asesinato, la puesta en escena del último texto de Charb, de nuevo acusado de islamofobia y blasfemia. También lo vemos en que el CNRS (Centro Nacional de Investigaciones Científicas de Francia) cuente con eminentes investigadores “descolonialistas” que no ocultan, como Éric Fassin, director del departamento de “Estudios de Género” de París-VIII, su aprobación de la idea de que las mujeres lleven velo o la hostilidad ante la propuesta de que se penalice el acoso callejero por considerar que estigmatiza a las personas “racializadas”.

También es lo que vemos en el director de investigaciones emérito, François Burgat, que no se esconde al afirmar su convicción (Conspiracy Watch, 27 de octubre de 2018) de que la televisión francesa se ha convertido, cuando tiene que hablar de Oriente Próximo, en una “telavivisión”; que es urgente promulgar “una ley republicana que sea valiente para separar el Crif (Consejo Representativo de las Instituciones Judías de Francia) del Estado”; o que las acusaciones de violación contra Tarik Ramadán son una maniobra internacional dirigida contra Qatar.

Otra cosa que sabemos (François Rastier, Nonfiction.fr, 2 de noviembre de 2020) es que el proyecto Global Race, financiado por la Agencia Nacional de Investigación, que trabaja sobre las “reconfiguraciones del racismo y el concepto de raza desde 1945” puede concluirse en un amable debate entre uno de sus responsables y la diputada Danièle Obono, cuyos deslices indigenistas y antisionistas parecen no importar.

Por último, también pudimos leer en L’Obs, el 30 de noviembre de 2018, una esclarecedora investigación en la que se señalaba que la Facultad de Ciencias Sociales de Estrasburgo no tuvo reparo en dejar que interviniera en su master de Religiones, Sociedades y Espacios Públicos un militante islamista que está a favor de los campamentos de verano reservados a las “víctimas del racismo estatal” es decir, prohibidos a los “blancos”; o que la Universidad de Toulouse invitara, en diversas ocasiones, a Houria Bouteldja, de quien ya sabemos lo que piensa sobre los occidentales (sin excepción, unos “saqueadores”), la homosexualidad (“un marica no es un hombre de verdad”) o la Shoah (“un detallito”).

¿Son casos sintomáticos o marginales? ¿Es un combate en la retaguardia o una lucha que se librará en un futuro? No lo sé. Lo que está claro es que hay un fantasma rondando por los pasillos de las universidades: el del islamoizquierdismo. Por eso, lo repito, ha sido pertinente que se planteara la cuestión, que se ponga el debate sobre la mesa y que cada cual pueda acercarse y ver qué sucede ahí.