El título que acabas de leer se desliza entre los versos que forman parte de Isla con madre (La Bella Varsovia, 2023), poemario de Andrés Neuman - hombre con mirada de niño, niño con hechura de hombre-, en el que cuenta la transformación de lo cotidiano cuando la experiencia de la enfermedad, en otro, acontece y ese acontecer no se limita a la sucesión de actos que dotan de sentido a nuestra rutina, sino que es un acontecer de estar y acompañar mientras la enfermedad transforma a la persona querida y amada en, ahora, recuerdo vivo, un recuerdo que quema.

Ese diálogo personal, sagrado y secreto, que solicita el acompañar, convierte a este tiempo de tiempos precipitados, arrebatados y serviles, en una cosa distinta, más amable y exigente con quien decide habitar la espera, y en un algo incómodo para quien únicamente mide la vida desde la producción. Un diálogo personal que, además, de dejar que la vida te dé alcance, supone todo un desafío para este presente tan empeñado en huir de lo complejo frente a la anestesia de lo epidérmico.

Los versos a los que me refiero son estos: «Hace un año que nieva en mi cabeza/Las ramas ya no pueden sostenerse». He de decir que yo no quería escribir sobre estos versos ni sobre este poemario, pero Andrés, el amigo, como la vida, siempre termina por darte alcance, por invitarte al asombro y por señalar hacia lugares pendientes de conquistas. Una tenía pensado escribir sobre la (falta de) elegancia, su lenguaje y maneras, cartografía que te permite ser mucho más consciente de la vida y su amplitud. Pero los días, a veces, se suceden forzados e incómodos. Algún empujón en la calle, un intento de atropello –un saludo a los conductores de patinetes eléctricos-; un despatarre masculino; demasiados WhatsApp a bocajarro sin un «Buenos días», o sin citar a ese animal en peligro de extinción que es el «¿Cómo estás?». Demasiado peso en el ruido que no cesa. Demasiado tiempo en el ruido.

Los amigos, como la vida, siempre terminan por darte alcance. También la poesía, la buena poesía. Y algo mejor: concede cobijo. El verso de Andrés Neuman es elegante. Hace que cada palabra se asombre de ella misma por el uso y el lugar que le otorga. Pero no, no era esto sobre lo que yo quería escribir. Andrés Neuman, el poeta, presentaba poemario. «Luego me paso a verte», le escribí. Risas, abrazos y un afecto desmedido. Ni él ni yo sabemos jugar este partido midiendo los afectos. Complicidades varias, fotos de nuestros hijos y anécdotas que se quedaron por siempre sobre el mantel del restaurante.

La poesía busca disminuir el ruido de este tiempo. Sobre ello conversamos, sobre el ruido de este tiempo. Sobre la posibilidad de acariciar ese ruido para hacerlo más pequeño y manejable. Una caricia basada en otro lenguaje, en otro mirar. En otro acompañar al mundo. Siempre le ponemos risa y agudeza, pero, en realidad, ambos sabemos que el mundo cada vez da los mordiscos más fuertes, enfurecido por no saber ni poder comprender. Y esa furia duele más cuando miras a los ojos de un hijo.

Ese verso atado «nieve en la cabeza», el poeta lo cose con toda la intención para hacernos mirar hacia lo que nos sucede cuando la vida se pone en suspensión y no puedes pensar como antes, respirar como antes. Amar como antes. Estar como antes. La poesía busca disminuir el ruido de este tiempo porque busca medirlo desde el hallazgo. Y este verso nos señala hacia un espacio, habitado cada vez por más personas, en el que la nieve, y su frío, inunda todo, ocupando espacios donde antes el calor – del otro- era posible. Ante la posibilidad del frío: el calor del verso. Pensemos en las palabras cuando estas van a vivir con otros.