Corría el año 2001 y pagábamos en pesetas. Era un inconsciente menor de edad. El Supersol de La Malagueta permitía que por poco más de veinte duros saliera con mi bolsa, un litro de tinto Gran Duque y refresco de limón de marca Acme. Eran ferias bajo la economía de guerra constante de la alta adolescencia. Con mis 16 años quería exprimir aquellos 10 días con el único fin de hacerlos inolvidablemente olvidables. 

Junto al Teatro Romano había un jardincito por entonces sin vallar. Las estatuas de las estaciones -que ahora miran hacia Alcazabilla- observaban a parejas magrearse y a niñatos hacer botellón. Hago zoom y sí, ahí ando yo. Los recuerdos, como digo, difusos. Sé que estaba Cristóbal, compañero de andanzas por aquellos años. Bebíamos temprano, porque los chavales camelábamos desde la hora de comer.

Eran los años en los que el Sandevid era la sensación junto al Cartojal y se bebía por palés. Recuerdo, eso sí, que Paco de la Torre ya era alcalde, pero la ciudad era muy distinta. La línea 13 de la EMT dejó de pasar por entonces por la puerta de El Pimpi. La calle Cister estaba abierta al tráfico rodado libre, aunque en aquellas ferias una marabunta de botellones impidiera el paso de coches. 

El lío gordo era, sin embargo, la calle Granada. En la puerta de la iglesia de Santiago había una estación imperdonable: comprar Cartojal en Zoilo. Aunque los míos y yo no éramos de esa zona. Bebidos los litros de tinto apartados del mundanal ruido, nos adentrábamos en la zona más pureta. Entonces, eso de pedir el DNI o preguntar la edad del cliente se llevaba mucho menos que ahora.

Eran años en los que el Contrarreloj daba a dos calles: Nosquera y la plaza de las Cofradías. Allí los chupitos costaban 100 pesetas y, claro, la cosa cundía. A pocos metros, el superviviente Indiana ya ponía la misma música que hoy. Jaime nos recibía con los brazos abiertos de un hermano que prefería que los suyos se emborracharan controladamente en sus pechos. Que si cóctel, que si chupito... 

Aquellas maravillosas ferias en las que uno sabía dónde empezaba pero no dónde acababa. Eran aquellos años en los que la plaza del Obispo se podía habitar por los locales y había espacio, incluso, para que dos orondos muchachos bailaran sevillanas. Mi amigo Juan y yo mantuvimos la vergüenza intacta rodeados de guiris que nos miraban entre maravilladas y extrañadas de aquella suerte de 'Rodolfos Chikilicuatres' proféticos. Qué mal bailábamos, joder.

Aquellas maravillosas ferias eran únicas. Tenían un sabor muy diferente a las ferias de hoy. Y no las echo de menos. Vividas están. Luego llegaron los años de botellón en el recinto de Cortijo de Torres y, sobre todo, mis ferias se convirtieron en fechas de trabajo.

Que si el periódico, que si la radio, que si la tele... Había que mantener la compostura porque había que escribir, hablar y contar cosas. Se acabaron las botellas de Cartojal, las de Sandevid y los pelotazos. Mientras los míos se castigaban en la plaza de Uncibay, yo me refrescaba bajo los aires acondicionados de sitios frecuentados por señores mayores entre los que me movía con cierta destreza.

Aquellas maravillosas ferias, las que todos intentamos recordar con desigual resultado, eran fruto de una ciudad diferente. Y, mire, no las anhelo, sino que las recuerdo con el cariño de un pasado que está bien en su sitio. La feria, como la ciudad, ha evolucionado, ha cambiado, se ha convertido en un fenómeno de masas. Ay, el progreso.