Que de la pandemia íbamos a salir mejores fue una mentira piadosa de la que muchos tratamos de autoconvencernos con el mismo éxito que la Agrupación de Cofradías aborda un proyecto en el que medie la ingeniería.

De aquellos aplausos canónicos a las ocho de la tarde que compartías con amados vecinos a los que días antes regateabas los buenos días no vaya a ser que se gastasen, pasamos, en lo que nos duró la apretaera, a la vuelta a nuestro ser animal con todo su catálogo de miserias, zancadillas y demás puntos destacados de nuestro currículo más despreciable (se da una vuelta por Twitter y te entran ganas de que caiga el meteorito -o lanzarlo uno mismo sobre nuestras cabezas- y hacer un format c: mundial).

En este ambiente de Sábado Santo, digo.. depresión, las cofradías (igual que otros muchos colectivos) optaron por sacar lo mejor de sí y remangarse para colaborar en lo posible con quienes más sufrían, alumbraron la esperanza de que teníamos remedio.
Traigo hoy esto porque soy de los que piensa que las cofradías no tienen ningún sentido si no nos ayudan a ser mejores personas. Los bordados, las marchas, las mecidas, las imágenes, los cultos, los pregones y carteles, no dejan de ser atrezzo y elementos muy bonitos (o de chillar en dirección noroeste), de una función que nos llena los ojos y oídos pero que debe tener un fondo más allá del atractivo estético.

Por eso entre tanto Putin, odio y mala leche, encontrar el abrazo de gente a la que echas de menos, coger la mano de quien sabes que necesita que estés ahí, arropar a quien ha perdido a su padre o madre, rezar con quien tiene un familiar enfermo y se aferra a la esperanza que Ellos le otorgan o unirse para que familias tengan algo que echarse a la boca, si tu Cristo o Virgen sirven para demostrar que tu corazón está para algo más bombear sangre, entonces todo tendrá un sentido y seremos más cofrades y mejores.