Antonio Soler.

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Cultura

Antonio Soler: "Los escritores necesitamos reconocimiento, pero hay que tener un 1% de humildad"

El escritor malagueño publica ‘Yo que fui un perro’, el diario de un maltratador desde el que disecciona la mente del ser humano. 

23 septiembre, 2023 05:00

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La historia de ‘Yo que fui un perro’ (Galaxia Gutenberg) comienza y termina en el mundo real. Su autor, Antonio Soler (Málaga, 1956), recibió allá por los 80 unos libros que dejó aparcados una década en cualquier rincón. Cuando los recuperó, encontró en ellos unas cuartillas manuscritas escondidas. Las notas estaban escritas por un joven estudiante de Medicina y hablaban de su novia, de una relación oscura y obsesiva. En su conjunto, esas hojas que quedaron perdidas dentro de esos libros “por un descuido” eran su mejor autorretrato, una fotografía que no mostraba su imagen pero sí los resortes sobre los que se construye psicológicamente un maltratador.

“Literalmente no tenían valor, pero sí ese potencial mental”, explica Soler, que no tardó en ver en ellas el origen de una novela, aunque han pasado muchos años hasta que la ha hecho realidad.

El escritor confiesa que nunca da detalle cuando está trabajando en una obra, pero no por superstición, sino porque se encuentra inmerso en “un territorio delicado”. “Para mí, escribir supone una exploración y durante el proceso es muy difícil explicar exactamente qué estoy haciendo. Incluso a posteriori, me cuesta”, reconoce.

Pese a ello, intenta hacerlo con ‘Yo que fui un perro’, que acaba de llegar a las librerías: “Aquí he tratado de sumergirme en la mente de una persona cargada de frustración, porque es eso lo que mueve a individuos de estas características: una base de inseguridad que los lleva a ser susceptibles, a cuestionar de un modo casi enfermizo todo lo que tienen a su alrededor y a tratar de llevarlo a su terreno”.

En eso, asegura, el novelista tiene “algo de familiaridad con el psicólogo porque explora personalidades, por esta carga de conocimiento del ser humano”. “A veces digo que si una persona a lo largo de su vida conoce de verdad íntimamente a cinco o seis personas tiene suerte; pero si es un buen lector, va a conocer a más de cinco, va a conocer a cientos”, argumenta.

Y eso es lo que hace en las 291 páginas que tiene la novela, diseccionar a partir de la voz en primera persona del protagonista, quién es él mismo, Carlos, y quienes le rodean a partir de su propia deformación.

¿Hay en el fondo de este libro algún objetivo?

Los objetivos concretos en literatura que quedan siempre muy difuminados; las razones por los que se comienzan a escribir historias, al menos para mí, no siempre están claras. Cada libro viene por un camino: a veces son cuestiones aplazadas y otras surgen y a los pocos meses estoy escribiendo. Tras esta obra no había ningún tipo de compromiso social, el compromiso máximo era con la propia literatura. David Lynch dice que cuanta más oscuridad eres capaz de descubrir, más luz puedes ver. Esa es la idea. Mi trabajo, que parte desde un punto de vista literario, no sociológico, ha sido explorar esa mente.


Y pone al lector frente a un maltratador que no está disfrazado de monstruo, sino de una persona normal.

Eso me habría parecido más de cartón-piedra; hacerlo así ha sido más sutil y también más pegado a la realidad. Hay personajes muy burdos, que los captas con una mirada, pero a mí me interesaba la apariencia de la normalidad y lo que eso puede encerrar. Cuando vemos hechos dramáticos de violencia de género, suele aparecer algún vecino diciendo eso de que “era un chico normal” o “daba siempre los buenos días”. Eso es lo que me interesaba, el pequeño o gran monstruo que gente de apariencia normal encierra en su cabeza.

El protagonista de la novela es un chico que podemos haber conocido todos. Yo he conocido personas así, controladoras, que en un determinado momento podían ser vistas desde un punto de vista positivo, eso de que “es celoso porque la quiere mucho”, pero que llevaban la situación hasta terrenos muy cercanos a la Inquisición. Probablemente, el que escribió las páginas de ese diario haya llevado una vida normal, pero el monstruito lo llevaba encima.

Han pasado más de 30 años, pero esas páginas las podrían escribir muchos hombres en la actualidad. Esta es una historia que parte del pasado, pero que sigue siendo del presente.

En el pasado han existido muchas personas así, yo diría casi de forma masiva. Recuerdo un compañero en el colegio, cuando tenía unos 10 años, que a veces llegaba con el cuaderno roto y, después de que el profesor le echara la bronca, yo le preguntaba qué había pasado y me decía que la noche anterior su padre se había cabreado, le había dado una paliza a su madre y a él le había roto las hojas. Eso no salía en los telediarios pero pasaba y ha seguido pasando, aunque ahora por suerte se visualiza. Lo que me parece preocupante es que pasa con jóvenes, chicas que siguen cediendo por inquisición de ellos y chicos que lo viven como una actitud de machitos. De hecho, antes de empezarla, le di vueltas a la época en la que iba a situarla y pensé en traer la historia al presente, pero me di cuenta de que no hace falta. Es atemporal.

¿Hay en estas páginas también un contenido autobiográfico?

Parto de la idea de que casi todo lo que se escribe tiene carga autobiográfica en cuanto a que expresas tu visión del mundo. Aquí hay personajes que están sacados de mis recuerdos, aunque un poco manipulados. Yolanda, por ejemplo, tiene algo de una chica que conocí en los años 90 y que me habló de un novio celoso y de cómo ella vivía todo eso con amargura.

Esa primera persona a modo de diario que usa para contar la historia rompe con sus obras anteriores, ¿es un punto de inflexión?

Al suponerse que está escrito por un estudiante de Medicina, que no es un escritor, el estilo no podía ser muy virtuoso; es más conciso, más inmediato, aunque sigue escondiendo imágenes literarias. He tenido una directriz de control, de acortar frases, de intentar escribir como podría escribir un chico de 20 años.

Eso queda muy lejos del autor del Soler de ‘Ápostoles y asesinos’ o ‘Sur’. ¿En algún momento ha sentido miedo a que no fuera lo que los lectores esperaban?

Me ocurre casi en cada novela, porque incluso cuando un esquema funciona no lo repito. Me aburriría. Igual que hablo de la exploración en el personaje, hay también exploración en la propia literatura, en el modo de expresión. He escrito libros que entre sí son bastante diferentes, pero hay hilos muy sutiles que van de uno a otro. En ‘Sur’ se esconde un personaje que tenía un diario; en ‘Las bailarinas muertas’, uno de los personajes es un antiguo militar que estuvo en la Guerra Civil, que fue el tema de ‘El nombre que ahora digo’. Hay pequeñas cápsulas que quedan ahí y que luego las he desarrollado en otros libros sin que eso sea sistemático ni matemático.

Y en ese camino, ¿qué le queda por explorar?

Espero que mucho. Ahora estoy documentándome por un libro cuya idea me ha llegado de fuera, una propuesta editorial que me pareció muy interesante y que será distinto otra vez porque es una especie de crónica familiar ambientada en un hecho histórico del siglo XX.

En las páginas de ‘Yo que fui un perro’ hay corrientes de aire que pueden recordar a ‘Lolita’. ¿Hay alguna inspiración clara en esta obra?

Es curioso porque nunca había pensado en ‘Lolita’. Me vinieron a la mente Otelo, como figura de los celos, y una película de Buñuel, pero ni quise ver la película ni volví a leer el libro. A la hora de escribir, tengo a multitud de autores que entre sí son muy diferentes y que en su momento me impactaron mucho, pero cuando empiezo a escribir intento que sea mi propia voz. No he tenido nunca la sensación de tener una sombra o una luz que me guiara.

Su figura está más que consolidada, tiene el reconocimiento de la crítica y del público. Desde esa perspectiva, ¿cómo ve ahora mismo el mundo editorial?

Con optimismo. Creo que hay quien habla del pasado como un paraíso perdido y del presente como un desastre porque nadie lee. Yo no recuerdo que en el colegio mis compañeros fueran enormes lectores. Éramos quizá dos los que leíamos y nos prestábamos libros, los demás no. Exactamente igual que ahora o peor. No hay que tirar cohetes, pero lo veo con cierto optimismo.

Usted es ajeno al mundo de las redes sociales, pero hay ‘influencers’ que están ocupando los ‘número uno’ de ventas de libros en España.

Siempre se han vendido libros que no necesariamente son literatura y que han convivido con los que sí lo son. Ahí está lo que cada uno quiera ser. A mí, por vocación y por interés, me gustó siempre la literatura de verdad. Si eliges ahondar en eso, construir tu propio mundo, finalmente puedes tener una casa. Del otro modo lo que tienes es una tienda

¿La clave está en diferenciar lo que es literatura de lo que no es?

Sí, esa es la cuestión, pero es cierto que puede haber mucha confusión. Hay editoriales que en un mismo sello venden literatura y superchería y lectores un poco desorientados, premios que son como una tómbola… Todo esto crea un cierto caos, pero el que persevera sabe distinguir.

Hay quien dice que hoy en día se buscan escritores que sean como estrellas de rock.

Sí, y es algo que fomentan muchos escritores también. Al final se trata de hacer lo que te gusta, sin olvidar tampoco que una editorial es una industria y no una ONG. Pero de ahí a este festival de machaconeo, de autores todo el día hablando de sí mismo y de su ombligo, enseñando cómo abren la caja y están sus libros… Creo que todo eso solo genera descrédito a quien lo hace.

¿Y por qué cree que lo hacen?

Porque hay un ego un poco exagerado. Todos los que escribimos estamos necesitados de reconocimiento porque si no no publicaríamos nuestras obras. Entras en un sistema en el que buscas la atención de los demás y eso comporta un tanto de soberbia y de osadía. Después de toda la literatura universal, de Flaubert, de Dostoyevski, de Kafka, de Joyce… tú levantas la mano y dices: ‘ahora voy yo, ahora me vais a escuchar a mí’. Esto soy yo y somos todos. Pero hay que tener un 1% de humildad para saber que el mundo no se acaba ni empieza en ti mismo.