En verano florecen muchas cosas: las buganvillas, los amores fugaces, las ganas de vivir… y los remedios caseros. Es como si el calor activara el sudor y una confianza desbordada en lo "natural".

Basta una picadura, una insolación o una mala digestión para que alguien aparezca con un tarro de aloe vera, un mejunje de vinagre o un mantra del tipo "esto es mejor que cualquier medicina, porque es natural".

Y ahí es donde la ciencia —a veces paciente, a veces exasperada— alza la ceja y dice: ¡un momento, pensemos!

La palabra natural goza de un prestigio casi místico. Se asocia con lo puro, lo ancestral, lo libre de química —como si la química fuera un demonio—. Pero conviene recordar algo esencial: la naturaleza no es benigna por definición.

De hecho, algunos de los venenos más letales son 100% naturales. Y muchas sustancias "de la abuela" que aplicamos con devoción pueden resultar ineficaces e incluso dañinas.

Tomemos como ejemplo el clásico remedio contra las picaduras: aplicar pasta de dientes, vinagre o incluso barro.

¿Qué podría salir mal?

Pues bastante. Algunas pastas de dientes contienen alcohol y mentol que pueden irritar más la piel. El vinagre puede alterar el pH de la epidermis. Y el barro, por muy bucólico que suene, es una fuente de bacterias que puede convertir una picadura banal en una infección cutánea seria.

Otro mito veraniego es el del aftersun natural hecho con aceite de coco o manteca. Y aunque estos ingredientes pueden ser hidratantes, no están diseñados para reparar los daños del sol.

Es más, aplicarlos sobre una quemadura solar puede atrapar el calor en la piel y empeorar la inflamación. En estos casos, lo más recomendable sigue siendo el aloe vera puro, pero —atención— procesado en condiciones sanitarias y controlado dermatológicamente, no exprimido directamente del tiesto del balcón.

Y qué decir de los remedios para la deshidratación. Aún circula la creencia de que basta con tomar agua y un poco de sal para "rehidratarse" tras una insolación.

Debo decirte que el equilibrio hidroelectrolítico es mucho más complejo. Se pierde agua y también potasio, sodio, cloruros, bicarbonato. Reponer eso de forma segura no se improvisa con una cucharita.

La fiebre también suele despertar fantasías: paños fríos, duchas heladas o infusiones milagrosas de hojas desconocidas. Pero si se trata de fiebre por una infección viral o bacteriana, ni los rituales botánicos ni los baños de agua fría sustituyen a los antitérmicos, al diagnóstico clínico ni, cuando hace falta, a los antibióticos.

¿Por qué entonces seguimos confiando tanto en lo natural?

Porque hay una narrativa poderosa que asocia lo natural con lo seguro, lo cercano, lo menos industrial. Porque desconfiamos —a veces con razón— de la industria farmacéutica.

Y porque, en el fondo, queremos creer que hay algo simple y accesible que puede curarnos sin efectos secundarios ni prospectos de diez páginas.

Pero la realidad es más compleja. Que algo sea natural no significa que esté exento de química, ni que no tenga interacciones peligrosas, ni que sirva para todo.

La dosis, la vía de administración, el contexto clínico y el cuerpo que lo recibe importan. Y ahí es donde la ciencia ofrece herramientas para separar la tradición útil del mito perjudicial.

Esto no quiere decir que todo lo natural sea malo, ni que debamos vivir entre fármacos sintéticos. Muchas moléculas activas presentes en los medicamentos provienen de plantas, hongos o microorganismos.

La diferencia es que han pasado por procesos de extracción, purificación, ensayo y validación. No son pociones improvisadas: son ciencia aplicada.

Lo triste es que este tipo de discursos tienden a polarizarse. Entre quienes se entregan ciegamente a la medicina sin cuestionar nada, y quienes rechazan todo lo que no venga en frasco de cristal con etiqueta de herbolario.

Pero el camino razonable está, como casi siempre, en el medio: una medicina basada en evidencias, pero también sensible a la tradición y al contexto cultural.

Y ahí entra la divulgación. Explicar con calma, sin burlas ni dogmatismos, por qué ciertos remedios no funcionan, por qué otros pueden funcionar, y cuándo es hora de acudir al médico, aunque el vecino jure que el jengibre lo cura todo.

En verano, más que nunca, necesitamos criterio. Porque la piel se expone, los sistemas sanitarios están sobrecargados y las urgencias no deberían llenarse de quemaduras mal tratadas con yogur ni de infecciones cutáneas desintoxicadas con infusiones de hierba rara.

Así que este agosto, antes de untarte algo natural en la picadura o de beber un zumo detox para resetear el hígado, pregúntate: ¿qué dice la ciencia? Y si no lo sabes, busca, pregunta, infórmate. Porque el conocimiento —como el protector solar— no hace efecto si no se aplica.