Vivimos en un mundo donde el futuro se deshace antes de llegar, las certezas se han vuelto humo y el ritmo de los días, una carrera sin línea de meta. No es extraño que la emoción dominante de nuestra época sea la ansiedad

En este caso no me refiero al miedo ancestral que salvaba del depredador, ni la preocupación puntual que antecede a una decisión importante, sino una inquietud difusa, persistente, que se cuela en los huesos y contamina el pensamiento.

Una forma moderna de sufrimiento que ha dejado de ser síntoma para convertirse en estado generalizado. 

¿Qué ocurre en el cerebro cuando nos invade la ansiedad? ¿Y qué revela esta epidemia silenciosa sobre la forma en que vivimos?

Desde el punto de vista biológico, la ansiedad no es un enemigo externo, sino una respuesta adaptativa. Una alarma que se enciende cuando el organismo percibe amenaza o incertidumbre. 

En dosis pequeñas, es útil: nos prepara para reaccionar, agudiza los sentidos, activa la memoria de trabajo. Pero cuando se prolonga o se dispara sin razón aparente, se vuelve tóxica. Y ahí comienza la enfermedad.

En el cerebro ansioso, la amígdala –esa pequeña estructura en forma de almendra que gestiona las emociones y detecta peligros– está hiperactiva. Al menor atisbo de incertidumbre, lanza señales de alarma que desencadenan una cascada bioquímica.

El hipotálamo responde activando el eje HHA (hipotálamo-hipófisis-adrenal), que ordena la liberación de cortisol, la hormona del estrés.

En paralelo, se disparan los niveles de noradrenalina y adrenalina, lo que acelera el ritmo cardíaco, contrae los vasos sanguíneos y modifica la respiración. El cuerpo entero se prepara para una amenaza que, en muchos casos, no existe fuera del pensamiento.

Un metaanálisis científico reveló que las personas con trastornos de ansiedad presentan un desequilibrio en varios neurotransmisores clave: una reducción en GABA (ácido gamma-aminobutírico), el principal inhibidor del sistema nervioso central, y un aumento de glutamato, el principal excitador.

También se observaron alteraciones en serotonina y dopamina, que regulan el ánimo y la capacidad de anticipar recompensas o evaluar peligros. 

El resultado del proceso es un cerebro que no sabe cómo parar, que amplifica lo incierto y silencia lo seguro. Mas, no sólo es el cerebro el que se enferma. El cuerpo también paga su precio. 

Algunos estudios han mostrado cómo los trastornos de ansiedad sostenida aumentan el riesgo de enfermedades cardiovasculares, alteran la microbiota intestinal, comprometen el sistema inmune y favorecen trastornos autoinmunes.

La ansiedad se somatiza. Es piel que reacciona, intestino que se inflama, músculos que duelen sin haber corrido.

Lo más inquietante es que el detonante no suele ser una amenaza real, sino la falta de control. La incertidumbre –esa bruma que impide prever qué pasará mañana o dentro de un año—. Y aquí el salto es sociológico. 

Vivimos en un sistema que premia la velocidad, que desprecia la pausa, que exige productividad incluso en el descanso.

Todo está diseñado para evitar el vacío: el silencio ha sido sustituido por notificaciones, la espera por actualizaciones en tiempo real, el aburrimiento por pantallas. ¿Cómo no va a estar ansioso un cerebro que no descansa nunca?

Se ha demostrado que cuanto más incierto es el entorno, más recursos energéticos consume el cerebro para anticipar resultados. Esto lleva a un “agotamiento predictivo” que induce el estrés crónico. 

En otras palabras: la incertidumbre cansa. La falta de puntos de referencia vitales –trabajo precario, vínculos líquidos, crisis globales encadenadas– convierte la existencia en un ejercicio de navegación sin brújula.

Sin embargo, la ansiedad no es un fallo del sistema nervioso, sino una señal de que el entorno no es sostenible. No es la mente la que está defectuosa, es el ecosistema humano el que ha dejado de ser amable. 

El filósofo coreano Byung-Chul Han ha descrito nuestra época como la era del rendimiento, donde ya no hay tiempo para lo ritual, lo contemplativo, lo inútil. En ese desierto de productividad, la ansiedad no es una anomalía: es la norma.

La buena noticia es que el cerebro conserva una herramienta: la neuroplasticidad. Se puede entrenar para responder de otra manera.

Algunos datos científicos nos indican que la meditación de atención plena reduce la actividad de la amígdala, modula la secreción de cortisol y favorece una mayor conectividad entre el córtex prefrontal y las áreas límbicas.

Esto no parece ser misticismo –suelo estar alejado de esas corrientes— me atrevo a catalogarlo como biología aplicada al bienestar.

También se ha demostrado que la exposición graduada a la incertidumbre, en entornos controlados, reduce la reactividad ansiosa. Hace algún tiempo leí que en un experimento individuos fueron expuestos a resultados aleatorios mientras se registraban sus niveles de ansiedad anticipatoria.

Con el tiempo, el cerebro aprendía a tolerar lo incierto, a no buscar el control absoluto. Tolerar lo ambiguo puede aprenderse, como se aprende un idioma o una melodía.

He de reconocer que el tratamiento farmacológico sigue siendo clave en muchos casos, pero no puede ser la única respuesta. No se trata de silenciar síntomas, sino de comprender lo que los genera.

Una sociedad ansiosa necesita más que ansiolíticos. Necesita estructuras de cuidado, redes que sostengan, tiempo para parar. Necesita, en definitiva, un nuevo contrato con la calma.

Debo decirlo claro: la ansiedad no es una debilidad, ni un capricho del carácter. Es un grito biológico ante la falta de refugios. Su explosión en el siglo XXI no es casual, sino coherente con la cultura de la sobre-exigencia.

Pero también es una oportunidad para redefinir la forma en que vivimos. Para recuperar la pausa como acto político, devolverle al cuerpo su derecho al descanso y al pensamiento su derecho a no tener todas las respuestas.

En el fondo, la ansiedad es el síntoma de un mundo que ha olvidado cómo detenerse. Y quizás, al comprenderla, podamos empezar a recordarlo. No como un lujo, sino como una necesidad urgente. Porque en un planeta sin pausas, la única revolución posible es la lentitud. 

El primer paso es escuchar al cuerpo cuando tiembla, cuando acelera, cuando no puede más. No para reprimirlo, sino para abrazarlo. Para decirle que, aunque el futuro no esté escrito, el presente puede ser un lugar habitable. Si nos atrevemos a hacerlo habitable.