Hay heridas que el cuerpo no exhibe y, sin embargo, laten. Son esas fisuras invisibles que dejan los recuerdos en la arquitectura íntima del cerebro, cuando la experiencia vivida roza lo insoportable.
Ante el dolor extremo —la violencia, la migración forzada, una pandemia— el ser humano no sólo sobrevive: también edita. Recordar no es una simple operación de archivo, como quien abre una carpeta y despliega un documento intacto.
Recordar es, más bien, una reconstrucción, una interpretación —a veces fiel, a veces tramposa— de lo vivido. Y olvidar, cuando se trata del trauma, no siempre es un error: es una defensa.
Te propongo viajar desde la biología más íntima del recuerdo hasta los grandes relatos que construyen la historia colectiva. Porque el olvido no es sólo una función cerebral: también es una herramienta política, un acto cultural, una estrategia —consciente o no— para sobrevivir a lo insoportable.
La neurobiología nos enseña que recordar es un acto activo. Cuando evocamos un suceso, no lo recuperamos como una grabación exacta, sino que lo reconstruimos a partir de fragmentos almacenados en diversas regiones del cerebro.
El hipocampo —una estructura en forma de caballito de mar escondida en el lóbulo temporal— actúa como orquestador de esa sinfonía fragmentaria. Se encarga de codificar la memoria episódica, es decir, la que se refiere a eventos concretos y personales.
Mas, cuando el recuerdo está teñido de trauma, entra en juego otra región: la amígdala.
Este núcleo cerebral, clave en el procesamiento emocional, amplifica la intensidad del recuerdo, asociándolo con miedo, amenaza o angustia. Así, un episodio traumático puede quedar grabado con una nitidez abrumadora, como si el tiempo no hubiera pasado.
El olor, el sonido, la imagen de un instante —una explosión, una voz, una sirena— se reactiva una y otra vez, sin aviso. Es lo que experimentan quienes sufren trastorno por estrés postraumático: no recuerdan el trauma, lo reviven.
Sin embargo, no siempre es así.
En ciertos casos, el cerebro opta por protegernos de aquello que no podríamos soportar. Algunos recuerdos quedan disociados, reprimidos, fragmentados. No se borran —el cerebro no borra, sólo esconde—, pero se encapsulan en regiones inaccesibles de la conciencia. Es una forma de supervivencia: el olvido como acto de piedad.
Quien migra por necesidad, quien huye del hambre, de la guerra, del totalitarismo o del desprecio, no sólo cambia de país: cambia de narración. De esto, quizá por infortunio o fortuna, sé mucho.
El exilio impone una distancia no sólo física, sino también simbólica. El cuerpo se desplaza, pero la memoria permanece, y con ella, el duelo por lo perdido. A veces, el migrante necesita olvidar para poder empezar de nuevo; otras, necesita recordar para no desdibujarse.
Es frecuente que los relatos migratorios estén hechos de silencios. Callar la violencia sufrida, la separación de la familia, las humillaciones vividas en el trayecto. Se habla del país de origen en términos generales, se mitifica la infancia, se idealiza lo perdido o se borra por completo. La memoria migrante es a menudo una memoria incompleta, no por falta de datos, sino por exceso de dolor.
Desde la neurociencia sabemos que este silenciamiento es cultural y cerebral. El estrés crónico y el trauma asociado al desplazamiento forzado afectan la plasticidad sináptica, interfiriendo en la consolidación de recuerdos. La memoria se vuelve selectiva: preserva lo necesario para adaptarse al nuevo entorno, borra lo que podría paralizar.
De cualquier manera, he de decirte que hay detalles que sobreviven.
El sabor de un plato que ya no se cocina, una canción que se cantaba de niño, el olor del comido en unos frijoles y un largo etcétera. Esas pequeñas anclas sensoriales —que la neurociencia llama pistas de recuperación— permiten que, incluso sin proponérselo, el exiliado conserve una parte de su historia. No es un archivo ordenado, sino un puzle con piezas que duelen y otras que reconfortan.
¿Recuerdas la pandemia?
Durante los primeros meses de la pandemia de la Covid-19, todos fuimos testigos de escenas que desbordaban el entendimiento. Calles vacías, hospitales colapsados, cuerpos sin despedida. En aquel entonces, juramos no olvidar.
Y, apenas unos años después, cuesta recordar con precisión aquel tiempo suspendido. La memoria colectiva ha hecho su trabajo: ha metabolizado lo vivido, ha borrado los bordes más filosos.
¿Es esto una forma de traición?
No necesariamente. Los psicólogos lo llaman amnesia social adaptativa, un fenómeno mediante el cual las sociedades atenúan o distorsionan los recuerdos colectivos para poder avanzar.
No se trata de negar lo ocurrido, sino de permitir que la vida siga. Recordar cada día la cifra de muertos, la fragilidad del sistema, la incertidumbre radical, haría imposible construir un presente esperanzador.
Sin embargo, el olvido también tiene sus riesgos. Cuando borramos las causas —la precariedad del sistema sanitario, la desigualdad en el acceso a la atención médica, el impacto social del confinamiento— nos exponemos a repetir los errores.
Es aquí donde el trabajo de la memoria, tanto individual como colectiva, se vuelve un ejercicio de responsabilidad ética.
La relación entre memoria y trauma no es exclusiva del individuo. Los pueblos también recuerdan —o deciden olvidar— ciertos capítulos de su historia. Las dictaduras, los genocidios, las guerras civiles dejan cicatrices no sólo en los cuerpos, sino en los relatos que construyen la identidad nacional.
La memoria histórica es el intento —a veces torpe, a veces heroico— de recuperar esas verdades silenciadas. No para instalarse en el pasado, sino para fundar un presente más justo.
En América Latina, los juicios por crímenes de lesa humanidad han sido posibles gracias al testimonio de quienes se negaron a olvidar. En España, el debate sobre la exhumación de fosas comunes y la Ley de Memoria Democrática sigue generando tensiones: ¿hasta qué punto es sano remover el pasado?
Desde un punto de vista neurobiológico, podríamos pensar que las sociedades se comportan como cerebros colectivos. También ellas sufren amnesia, también desarrollan recuerdos traumáticos, también pueden sanar. Y, como los cerebros individuales, también pueden ser manipuladas.
Los relatos oficiales —los que se escriben en los libros de texto, los que se enseñan en las escuelas— no son neutrales. Seleccionan qué hechos recordar, cuáles matizar, cuáles enterrar. La memoria, entonces, no es sólo un proceso fisiológico: es también una disputa por el poder de narrar.
En tiempos de trauma, la memoria se convierte en un campo de batalla. El cerebro humano, en su afán de protegernos, puede tergiversar, fragmentar o suprimir lo vivido. La cultura, a su vez, puede maquillar o reprimir lo sucedido. No obstante, hay una pulsión persistente hacia la verdad.
A veces emerge en una terapia, en una conversación con un ser querido, en un texto escrito sin intención de publicarse. Otras, en una marcha, en un museo de la memoria, en una obra de teatro. Lo reprimido, decía Freud, siempre retorna. La memoria —aunque se disfraza, aunque se esconde— siempre busca su cauce.
La neurociencia, la psicología y la historia nos ofrecen herramientas para comprender esa tensión constante entre lo que recordamos y lo que preferimos no saber. Pero ninguna de estas disciplinas puede sustituir la tarea ética que cada individuo y cada sociedad deben asumir: decidir qué hacer con sus recuerdos.
En última instancia, recordar no es sólo un acto biológico. Es un acto moral. Porque lo que elegimos traer al presente moldea el futuro que estamos dispuestos a construir.