La búsqueda de la belleza –y si es eterna, mejor— ha sido y es una aspiración humana. Cada día nos empeñamos en que nos rodee lo hermoso y, además, ser parte de esa perfección. Sin embargo, poco se conoce sobre cómo lograr la armonía visual que tanto deseamos.

Hay proporciones que parecen escritas en el aire, fórmulas que la naturaleza repite sin que nadie se lo pida. Una de ellas, quizá la más enigmática, es la proporción áurea. También la llaman número dorado o divina proporción. Y aquí comienza el viaje hacia la belleza.

Tiene un nombre casi místico —φ (phi)— y un valor preciso: 1,6180339… Un número infinito que, sin embargo, se filtra en la concha del nautilus, en el trazado de una galaxia espiral, en los pétalos de un girasol y en los templos que el ser humano levantó para honrar a una pléyade de dioses.

Explicarla es sencillo, diría que casi ingenuo.

Si dividimos una línea en dos partes desiguales de modo que la relación entre la parte mayor y la menor sea la misma que entre el todo y la parte mayor, obtenemos la proporción áurea. Un equilibrio que no es simétrico ni aleatorio, un punto intermedio que parece gustar a la naturaleza tanto como a nuestros ojos.

Su historia atraviesa siglos y disciplinas. Euclides ya la describió en el siglo III a.C. y los pitagóricos la veneraban como símbolo de armonía universal. Leonardo da Vinci la aplicó al dibujo del cuerpo humano en su Hombre de Vitruvio, convencido de que el cuerpo refleja las leyes del cosmos.

De hecho, en el Renacimiento se convirtió en una obsesión: arquitectos y pintores la usaban buscando un orden secreto, una forma de belleza que no dependiera de la moda sino de la matemática.

Pero el misterio es que la proporción áurea no es un invento humano: todo parece indicar que la biología la descubrió antes.

Si observamos un girasol, las semillas se organizan siguiendo dos series de espirales que giran en sentidos opuestos. Si las contamos, casi siempre son números consecutivos de la secuencia de Fibonacci: 34 y 55, 55 y 89, 89 y 144. Dividir uno por el anterior se acerca, cada vez más, a 1,618. Ergo, a la proporción áurea.

La naturaleza parece seguir esa regla sin notarlo. Lo mismo ocurre en las piñas, las flores, las conchas marinas, incluso en la distribución de hojas en un tallo, que busca así la mayor eficiencia para captar luz.

Esa proporción también asoma en nosotros. Sí, te hablo de los humanos.

La longitud de los huesos de la mano guarda una relación cercana a φ. El rostro humano que percibimos como "equilibrado" tiende, en promedio, a aproximarse a ella en la relación entre la distancia de los ojos, la anchura de la nariz y la altura de la frente.

Fórmulas matemáticas sobre una pizarra.

Fórmulas matemáticas sobre una pizarra. Maxiphoto Istock

No es que sea un canon rígido, mas el cerebro responde mejor a esas proporciones. Lo que llamamos belleza podría ser, en parte, un eco de ese número dorado grabado en nuestra biología.

Puedo decirte que la ciencia moderna ha explorado esa fascinación con lupa.

De hecho, algunos estudios de neuro-estética muestran que el cerebro activa zonas relacionadas con el placer cuando percibe patrones proporcionales cercanos a φ. No porque haya magia, sino porque esas proporciones logran un equilibrio entre orden y sorpresa, entre simetría y ruptura.

La regla dicta: demasiado orden aburre; demasiado caos confunde. Entonces, el número φ está en el punto exacto donde la mente respira.

Si nos vamos a la Física, la proporción áurea ha aparecido de forma inesperada. En 2010, un grupo de investigadores del Imperial College of Londres encontró que, en ciertas condiciones cuánticas de un imán, las oscilaciones energéticas seguían una razón muy próxima a φ.

Era como si el número dorado también gobernara la materia invisible. Otros trabajos han detectado patrones relacionados en sistemas tan dispares como la turbulencia de fluidos, la resonancia magnética de moléculas y las oscilaciones solares.

No es que la naturaleza adore un número, claro está. Es que muchos procesos de crecimiento, equilibrio y propagación tienden de forma espontánea hacia proporciones que maximizan eficiencia y estabilidad, y la proporción áurea aparece como una de ellas.

En resumen: es la huella del equilibrio dinámico, el punto donde el sistema se expande sin perder coherencia.

En arte y arquitectura, esa intuición se convirtió en norma. Ejemplos hay muchos.

El Partenón de Atenas guarda proporciones próximas a φ en su fachada; los arquitectos medievales la usaron en catedrales como Notre Dame; Le Corbusier diseñó su Modulor —un sistema de medidas humanas para armonizar la construcción— basándose en el mismo principio.

Otros ejemplos citables son: la espiral del Guggenheim de Nueva York, una galaxia de hormigón donde la mirada asciende sin esfuerzo concebida por Frank Lloyd Wright; las bóvedas de la Ópera de Sídney, que parecen desplegarse con la lógica de una concha marina y la firma de Jørn Utzon y, mucho más reciente, la Ermita de la Virgen de la Esclavitud en Cihuri, soñada y concebida por el geómetra español Francisco Mir Brusel.

La ópera de Sidney.

La ópera de Sidney. georgeclerk Istock

En música, algunos compositores como Bartók y Debussy estructuraron obras enteras según la secuencia de Fibonacci, buscando que el clímax apareciera justo donde el oído lo espera sin saberlo.

Sin embargo, la ciencia también ha aprendido a separar mito de realidad. No todo lo que parece dorado lo es. Muchas proporciones atribuidas al número áureo son aproximaciones o coincidencias.

Por ejemplo, las fotografías de rostros "perfectos" o las campañas que venden la fórmula de la belleza olvidan que la naturaleza juega con el margen, no con la exactitud. Debo decirte, que φ no es una regla, es una tendencia. Su valor está en la capacidad de sugerir armonía, no de imponerla.

Quizá por eso fascina tanto.

Porque es un puente entre la razón y la intuición. Un punto donde la matemática toca la emoción y la geometría se vuelve lenguaje sensible. Si el arte busca conmover y la ciencia comprender, la proporción áurea se sienta en medio de ambas.

La llaman proporción divina, y quizá lo sea en un sentido laico: no porque revele a un dios, sino porque muestra que el universo tiene un orden que podemos reconocer. Un orden que no es rígido, que permite la diferencia y el matiz, pero que se mantiene. Como si todo —una flor, una nube, un cuerpo, un poema— obedeciera a una música común cuya partitura apenas comenzamos a descifrar.

En tiempos de ruido y exceso, la proporción áurea recuerda la importancia de la medida. No la que limita, más bien me refiero a la que da forma. En el fondo, eso es lo que hace la ciencia: buscar proporciones, encontrar relaciones que expliquen por qué el mundo no se desintegra, por qué el caos no nos devora.

Y todo esto que empezó siendo una línea dividida en dos partes se ha convertido en una metáfora universal: el equilibrio como ley natural. El número dorado es la evidencia de que la belleza, la biología y la física bailan al mismo compás. Que la armonía, antes de ser una idea humana, fue un modo de organización del universo.

Tal vez por eso, cuando algo nos parece bello —una cara, una melodía, una espiral de humo—, no hacemos más que reconocer en silencio una proporción que el cosmos lleva siglos repitiendo.

Una forma de decirnos, sin palabras, que todo está conectado por una medida que no inventamos: la que el universo eligió para ser hermoso sin saberlo.