La pobreza energética se ha convertido en uno de los mayores desafíos de nuestra sociedad. Por un lado, afecta a millones de personas, perpetuando la desigualdad y exponiendo a las comunidades más vulnerables a riesgos de salud y exclusión social. 

Por otro, pone en peligro el cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, especialmente la meta 7.1, que persigue garantizar, para 2030, el acceso universal a servicios energéticos asequibles, fiables y modernos.

Además, la creciente frecuencia de fenómenos meteorológicos extremos hace aún más necesario examinar si estamos tomando las medidas esenciales para erradicarla, y lo que es aún más importante, saber si, verdaderamente, estamos abordando el origen real del problema.

Mirar al pasado sin desear modificarlo es, en mi modesta opinión, un imposible metafísico. Bien lo dijo el filósofo alemán Friedrich Nietzsche, "solo el que construye el futuro tiene derecho a juzgar el pasado". En este sentido, no podemos permanecer indiferentes mientras la pobreza energética continúa afectando a tantas personas.

En las ciudades africanas, la falta de acceso a la electricidad obliga a recurrir a métodos rudimentarios y no sostenibles como la leña, el queroseno o el carbón para cocinar y calentarse.

Todo ello, mientras en el mundo occidental luchamos por eliminar los combustibles fósiles y mitigar su impacto ambiental. La ausencia de ventiladores, estufas eléctricas, electrodomésticos básicos y farolas públicas refleja una realidad dura: la pobreza energética priva a las personas de derechos básicos como la seguridad y el bienestar.

En Europa, la situación no es mucho mejor. En 2023, el 10,6% de la población de la Unión Europea no podía mantener su hogar caliente, lo que supone un aumento de 1,3 puntos respecto al año anterior.

España registró en ese año una de las tasas más altas, alcanzando el 20,8%. Igualmente, la Estrategia Nacional contra la Pobreza Energética (ENPE) 2019 a 2024 está desactualizada, lo que agrava la problemática.

Además, los objetivos establecidos, que contemplan una reducción mínima del 25% y un 50% como meta deseable respecto de los indicadores de 2017, aún parecen estar lejos de alcanzarse. A pesar de no haberse cumplido, la ENPE 2025-2030 ya está en marcha.

Vivir de manera digna es una necesidad apremiante. El consumo de electricidad no es un derecho reservado a una minoría, es un bien esencial para el funcionamiento de la sociedad. La actividad económica no puede existir sin energía.

Jurídicamente, debería estar reconocido como un derecho humano. Sin embargo, no figura en el catálogo de derechos fundamentales de la Constitución Española. Una omisión notable desde la presente perspectiva climática.

Solo la transición energética será justa si todos tienen acceso a fuentes de energía asequibles y sostenibles. Por ello, es necesario que las reformas legislativas a nivel europeo, nacional y regional reflejen una verdadera vocación por erradicar la pobreza energética.

Esto solo será posible si el acceso universal a la energía eléctrica se reconoce como un derecho humano y básico con independencia de los escenarios geopolíticos, sociales y económicos que experimenta el mundo.

La inestabilidad global, marcada por el regreso de Trump a la Casa Blanca, la situación en Ucrania en su tercer invierno en guerra, el conflicto en Oriente Próximo, la tragedia social en Venezuela o la creciente influencia del gigante asiático Chino sólo hace más evidente la necesidad de garantizar este derecho.

Por tanto, no es suficiente con aprobar medidas regulatorias en la normativa europea del mercado energético para proteger a los hogares vulnerables de los cortes de suministro.

Tampoco las intervenciones en los topes de precios minoristas en las crisis de gas, o la intervención estatal para garantizar el acceso a servicios esenciales y proteger a los consumidores vulnerables de los costes excesivos o las ayudas de carácter temporal.

Descuentos en la factura de la luz como el bono social o el suministro mínimo vital, tampoco son suficientes. Mejorar la infraestructura energética de sus viviendas, como el aislamiento térmico o la mejora de la eficiencia en electrodomésticos, es otra medida crítica que permitiría reducir los costes de energía y minimizar el impacto climático. No obstante, estas soluciones, como digo, aunque valiosas, no atajan el problema de raíz.

Las sequías extremas, huracanes, ciclones, lluvias torrenciales, junto a la falta de recursos, han incrementado la vulnerabilidad de estos colectivos. Los devastadores incendios de California o la DANA ocurrida en la provincia de Valencia, con una intensidad y consecuencias sin precedentes en cuanto a pérdidas humanas y daños en infraestructuras, agravaron aún más la situación de pobreza que ya enfrentaban muchas familias.

Nunca dejaré de insistir en que el reconocimiento del acceso a la energía eléctrica como un derecho constitucional, con todas las garantías jurídicas que ello implica, permitirá abordar simultáneamente las injusticias sociales y ambientales, así como las desigualdades. Además, contribuirá a aumentar la resiliencia de los colectivos más vulnerables frente a los eventos climáticos extremos.

La igualdad climática, en consecuencia, no es solo una cuestión energética y ambiental, sino también una cuestión de derechos humanos, equidad y justicia social. Es tan humano disfrutar de un medio ambiente limpio, saludable y sostenible como tener acceso universal a electricidad asequible y sostenible. Mientras que el primero está reconocido, universal e internacionalmente, como un derecho humano, el segundo aún no lo está

La Agenda 2030 está lejos de ser una realidad. Se aspira a un modelo energético eficiente, inteligente, justo e inclusivo que no deje atrás a los más desfavorecidos, pero no se está tocando el asunto central. No habrá Pacto Verde Europeo sin una transición social que asegure condiciones de vida dignas.

La urgencia de abandonar los combustibles fósiles debe ser tan grande como la de poner fin a la vulneración del derecho al suministro de energía. Erradicar la pobreza energética debe ser un desafío global, y solo reconociendo este derecho como un nuevo derecho humano permitirá que la transición ecológica no se perciba como una amenaza, sino como una oportunidad para mejorar la vida de todos.

*** Nuria Encinar Arroyo es abogada, actuaria y PLGP por el IESE.