Una a una, despacio, con delicadeza y mucho cuidado. Se trata de retirar cada una las piezas, sin temblar y recolocarlas, con precaución, para que todo siga funcionando, para que todo siga su curso y que el juego continúe. Conseguir que los momentos en que todo está en el aire, en los que el edificio se tambalea, sean los menos posibles; conseguir que no se haya alterado su estructura y que no haya dejado huella, que todo se mantenga en equilibrio.

Esta sencilla regla del Jenga recuerda a menudo nuestra relación con nuestro entorno porque, al igual que en este juego, el equilibrio de la naturaleza depende de las acciones de todos y cada uno de nosotros. Debemos ser conscientes de que cada gesto cuenta, por muy pequeño que nos pueda parecer.

Nuestra alimentación, nuestros hábitos de consumo, la energía que gastamos, el medio de transporte que utilizamos, el uso de agua que realizamos… todo deja una huella sobre el entorno. A veces esta huella es casi imperceptible, otras es más evidente, pero, sin duda, todo hecho conlleva una consecuencia y, como en el Jenga, el movimiento de cada pieza e individuo afecta al equilibrio de todo el conjunto.

Así, es primordial que nos paremos a reflexionar sobre nuestros hábitos y cómo estos influyen en nuestro entorno. Debemos asumir que somos responsables de nuestras acciones y dejar de pensar que la naturaleza resolverá el problema por sí misma. Y, sobre todo, levantarnos de la butaca y pasar de la reflexión a la acción.

Por eso, en Naturaliza, desde donde trabajamos con la comunidad educativa para acercar los valores ambientales a los más pequeños, nos marcamos en el calendario con especial cariño fechas como la que celebramos hoy, el Día Mundial de la Educación Ambiental.

Porque el 26 de enero de cada año debe servirnos como recordatorio de que no podemos continuar tal y como lo estamos haciendo, de darle a la educación la importancia que se merece, porque solo a través de ella nos daremos cuenta de que no podemos continuar rompiendo el equilibrio natural de nuestro entorno como si se tratara de algo que no va con nosotros. Estamos muy equivocados si así lo pensamos.

Afortunadamente, cada vez son más los y las docentes que se empeñan en llevar a sus aulas el cuidado del medioambiente, y lo hacen por vocación y por convicción. Son el ejemplo perfecto de que hay que unir fuerzas y disciplinas para conseguir un bien común, un bien que nos afectará a todos, pero en el que todavía no todos aportamos tanto como deberíamos

De ahí la importancia de trasladar la educación ambiental a todos los ámbitos de nuestra vida, porque es algo, no nos equivoquemos, que debe acompañarnos siempre y no solo algo que tengan que aprender los más pequeños en el colegio. Sin embargo, son los niños y niñas quienes, habitualmente, recogen el guante y ponen especial entusiasmo en conocer, reflexionar, actuar y comprometerse con el medio ambiente, una actitud que les acompañará a lo largo de toda su vida.

Creo no equivocarme al decir que, gracias a esta actitud, a estas ganas de aprender y dar lo mejor de sí mismos, los docentes cogen el impulso que necesitan para seguir acercando a sus aulas conceptos tan necesarios como la huella de carbono, la pérdida de biodiversidad y el cambio climático. Pero, más importante aún, es que consiguen implicar a niños y niñas, compañeros de profesión, y padres y madres en ese gran reto que tenemos por delante: mantener el equilibrio natural.

Por supuesto, no es un cambio que se produzca de la noche a la mañana ni que deba partir exclusivamente de la comunidad educativa, dejándoles a ellos toda la responsabilidad. Si el cambio no se produce de forma global, el problema seguirá persistiendo.

Por eso cobra especial relevancia la puesta en marcha de políticas en el ámbito educativo para introducir un enfoque ambiental en el currículo escolar. Ya se han dado algunos pasos con la Ley de Educación, la LOMLOE, que entró en vigor el pasado mes de septiembre y que busca convertir las aulas en espacios de custodio y cuidado del medio ambiente.

Una ley que, aunque de forma incipiente, coloca unas piezas más para reforzar este Jenga que aún tenemos a medio construir, dando los primeros pasos en la integración de la educación ambiental en el currículo escolar y en la formación y cualificación del profesorado para hacerlo posible.

Pero esto no puede acabar aquí, hay pasos que dependen exclusivamente de cada uno de nosotros. Porque todos, juntos, debemos aspirar a una sociedad educada en medioambiente, en la que los valores y la conciencia ambiental formen parte de nuestro estilo de vida, una sociedad que trabaje por alcanzar ese tan necesario equilibrio con el entorno en el que habita.

En definitiva, una sociedad donde el Día de la Educación Ambiental sirva como celebración y no como recordatorio de que aún nos falta mucho por hacer.

***Raquel Marín es coordinadora de Naturaliza, proyecto de educación ambiental de Ecoembes.