La vida sucede y ya está. Es imponderable, está sujeta a pocas reglas ante las que no podemos hacer más que sucumbir. Tal vez agarrarnos a unos sencillos arreglos y convenciones que nos permitan algún tipo de felicidad, siquiera menor y aleatoria. Son los caprichos del gigante que está en nuestra naturaleza y convive desde siempre con nosotros. No sé si Ortega conserva muchos lectores en la España de hoy, pero me malicio pensando que su figura y su gran obra viven postergadas en una nebulosa de olvido tan significativo como injustificable. Es doloroso de lo injusto, pero es el camino que estamos construyendo. La historia selectiva y parcial, la memoria sectaria y olvidadiza. Metáfora de los tiempos binarios en los que España anda terriblemente dividida y la expulsión a los arrabales de cualquiera que se salga de los estrechos carriles de la militancia y el clan. Eternos gigantes contra los que luchar.

La duda en batalla contra la fe, la crisis contra el pensamiento único. Pero la doctrina puede con todo y aparta la inteligencia y el pensar con identidad propia. Pensar o al menos intentarlo, vivir en la clase de zozobra que nos hace correr hacia adelante. Eso no se lleva, el mérito y el esfuerzo se castigan. La libertad, en su plenitud, a veces no es una idea suficientemente apreciada y, como ha escrito hermosamente Pedro Cuartango, “Ortega, que fue un hombre bueno que jamás hizo daño a nadie, se tuvo que marchar de España porque no tenía sitio en este país tan dado al resentimiento y al revanchismo”. A la miseria moral, y eso que nos perdimos y nos seguimos perdiendo. España, abril de 2022, tal cual.

Hubo un tiempo en el que leí asombrado a Ortega, no sé si con la debida atención, pero siempre deslumbrado con la profundidad y belleza de sus palabras y su forma tan personal de escribir y pensar. Vuelvo recurrentemente a “La rebelión de las masas”, bitácora imprescindible, y en muchas de sus páginas he sentido el arrebato de pensar en la necesidad de que las sucesivas generaciones de jóvenes entren en el mundo de Ortega y alguien les enseñe la importancia de su pensamiento y el amor al caminar libres por el mundo y siempre levantarse después de cada caída. Frente a la complacencia actual y los pusilánimes, hay que saber que la vida también es derrota, desplome necesario, pero que todo error conviene apresurarse a explotarlo “en vez de llorar sobre él”. Ganarlo a nuestro terreno y seguir hacia adelante. Vivir.

Siempre correr con el sentido y la brújula. Maravillosa idea de Ortega que nos lleva al concepto cervantino de vivir haciéndonos en el sendero, incertidumbre en lugar de certeza y duda como base de progreso y crecimiento. Caminante no hay camino: “Al hombre mediocre no se le ocurre dudar de su propia plenitud”. O sea, hay que leer a Ortega. Y hay que hacerlo porque, como dijo el gran Josep Pla, "escribe como un ángel" y "tiene momentos de suprema felicidad", el don de una "gracia considerable". Y más: "Un gran patriota y un gran buen hombre, tolerante y comprensivo". Pues eso: rectifiquemos el camino allí donde sea necesario. ¿Estamos a tiempo aún?