La Semana Santa de tus padres es la tuya del corazón, el patrimonio sin desvelar, un tesoro oculto bajo llave. Solo tú conoces lo que lleva dentro el cofre y únicamente tú puedes acceder a él tras la pandemia. Después de dos años en que se paró el reloj cofrade, llega el tiempo otra vez de la hermandad, la penitencia, el silencio. Ese que solo deja escucharse en una madrugada de plenilunio al ruido de cadenas, hachones u horquillas. Es el sonido que vuelve tras sus pasos hasta alcanzar las sienes y verterse por dentro. Y conquistarte y ufanarse de nuevo al ver el chiquillo que fuiste y creciste. Y lo has hecho a la sombra de tus padres, dos gigantes ya perdidos que te llaman estos días para recordar de dónde vienes y cuál fue tu origen. Tu primer paseo con papá de la mano una mañana de Domingo de Ramos o una tarde de Jueves Santo. Y hundes la mirada hacia dentro. Y sonríes y vuelves a la vida.

Si algo nos ha enseñado la pandemia es que las primaveras no vuelven, se quedan prendidas entre pinchos de rosales y azucenas muertas. Por eso es tan especial esta Semana Santa. Por eso dije el otro día en la radio que, si crees en algo – por remoto que sea- que te ligue al centro de la tierra, quédate en tu pueblo. Yo he visto llorar a ateos que blasfemaban con la boca cerrada y caerse enteros ante el Cristo o la Virgen de su pueblo. Porque es la vida dando aldabonazos por dentro, llamando a seguir otra vez el curso primero, la primavera germinada del leño. El milagro de la primavera machadiano solo es posible en el corazón polvoriento del tiempo, ante el reposo de las cenizas, incandescentes bajo su peso. Si agitas bien las tenazas del alma, las brasas prenden a la boca y la mañana.

Por eso este año me he ido entero a mi pueblo, Ciudad Real, la capitaleja, la gran ciudad, la enorme Semana Santa de Interés Turístico Nacional, orgullo culipardo de amaneceres dorados, entre los trigos y los cáñamos, la llanura abierta en la espiga, el trabajo callado y en vela. Para reencontrarme en sus calles, saludar a los de siempre, volver como Almodóvar a mi patria y a mi infancia, la más bella porque es mía y crece y florece sola cada primavera. La Semana Santa de mis padres, los que me llevaron por las plazas y las calles, quienes me enseñaron los armaos, de quien aprendí la tradición. Es el legado que dejaremos a nuestros hijos y que ya se les va inscribiendo como una piedra Rosetta en la solapa del corazón, donde solo el hilo negro del tiempo alcanza a descoser las costuras. Quédate en el pueblo y actualiza tu recuerdo. Al fin y al cabo, recordar es volver a pasar por el corazón de nuevo. Disfruta como un cielo los colores, olores y sabores que solo a ti te pertenecen. Torrija chorreá de viento y canela firme de túnicas e incienso. Proust lo contó mejor con la magdalena del joven Swan. Solo así puedes volver a sentir algún día el beso cálido de mamá en la mejilla.