Vamos a imaginar que es 2026 y que, por una vez, la política decide adelantarse al hartazgo ciudadano en lugar de seguir corriendo detrás de él. Vamos a imaginar que Pedro Sánchez convoca elecciones no por cálculo, no por agotamiento parlamentario, no por presión judicial o mediática, sino porque entiende que un país necesita respirar democracia cuando la tensión se vuelve crónica. No sería un gesto de debilidad, sino de fortaleza institucional.
Vamos a imaginar que los socialistas asumen por fin que hay alternativas a Pedro Sánchez. Que el PSOE no es un proyecto personal ni un partido diseñado para sostener a un solo líder. Que existen otros nombres, otras sensibilidades y otras formas de entender el poder y el servicio público. Que discrepar deja de ser una herejía y vuelve a ser un ejercicio sano de democracia interna.
Que los dirigentes socialistas se dan cuenta de que existen diferencias profundas entre el socialismo y el sanchismo. Que una cosa es gobernar desde la socialdemocracia y otra muy distinta hacerlo desde la supervivencia permanente. Que no todo vale para seguir en la Moncloa y que hay decisiones que, aunque permitan ganar tiempo, hacen perder credibilidad y proyecto.
Y vamos a imaginar que los socios del presidente entienden, por fin, que hay cosas superiores a sus migajas. Que el interés general, la estabilidad institucional y la convivencia pesan más que una concesión puntual o una cesión arrancada al límite. Que gobernar no es aprovechar la debilidad ajena, sino asumir responsabilidades cuando se tiene la llave de la legislatura.
Vamos a imaginar que, en ese nuevo escenario, el Partido Popular y Vox comprenden algo elemental: que empeñarse en tropezar el uno con el otro solo beneficia al inquilino de la Moncloa. Que la competición permanente entre quienes comparten un mismo espacio electoral no suma, resta. Que la política no es un combate de egos ni una carrera por ver quién grita más alto, sino la capacidad de ofrecer una alternativa creíble, sólida y adulta a millones de españoles que ya no quieren bronca, sino soluciones.
Vamos a imaginar que Podemos, Sumar y viceversa hacen un ejercicio honesto de realismo. Que asumen que el mundo en el que quieren vivir no existe y, lo que es más importante, no podrá existir nunca tal y como lo plantean. Que gobernar no es redactar consignas ni sostener utopías adolescentes, sino administrar lo posible sin destruir lo que funciona. Que proteger a los más vulnerables no pasa por demonizar al que crea empleo ni por vivir permanentemente enfrentados a la realidad económica.
Vamos a imaginar que la patronal entiende, de una vez por todas, que los empresarios no queremos comunicados tibios ni silencios estratégicos. Queremos que se nos apoye, que se nos defienda y que se pelee por nosotros, sí, pero sin hacerle el juego al Gobierno de turno ni convertirse en parte del decorado. Que representar a los empresarios significa alzar la voz cuando toca y no solo cuando conviene.
Vamos a imaginar que los sindicatos hacen también su propio examen de conciencia. Que se dan cuenta de que la vaca no tiene más leche. Que no se puede exprimir indefinidamente a quienes sostienen el sistema productivo sin que el sistema acabe colapsando. Que proteger al trabajador no consiste en asfixiar al empresario, porque sin empresas no hay empleo, y sin empleo no hay derechos que valgan.
Vamos a imaginar, en definitiva, un mundo un poco más justo. No perfecto, no idílico, no infantilmente soñado, sino razonablemente justo. Un país en el que los políticos tengan altura de miras, piensen más allá del titular y del siguiente sondeo, y entiendan que gobernar es servir y no resistir. Un 2026 en el que la política deje de ser un problema añadido y empiece, al fin, a formar parte de la solución.
Porque imaginar no cuesta nada y, a veces, imaginar es el primer paso para exigir que las cosas cambien. Imaginar un país mejor no es soñar; es exigir responsabilidad.