Dicen que todos llevamos dentro un político y un ser humano. Lo triste es que a veces, cuando el primero sube al estrado, el segundo se apaga. Permítanme hoy hacer duelo por ese ser humano que una vez habitó en tantos que ahora presumen de escaño.
Porque el político, cuando se olvida del ser, se vuelve caricatura. Grita sin escuchar. Promete sin temblar. Se indigna por turno y sonríe por contrato. Aplaude lo suyo, aunque huela a mentira y machaca al otro, aunque diga una verdad como un templo.
Ese político que habla en nombre del pueblo, pero no conoce al panadero de su calle. Que presume de "cercanía" mientras su agenda solo acepta actos con cámara. Que legisla desde un sillón que jamás ha sentido el frío de una silla de hospital ni la espera de un juicio por desahucio.
¿Dónde quedó el ser humano que amaba la justicia? ¿Dónde la persona que se emocionaba cuando ayudaba, no cuando sumaba votos? ¿En qué rincón olvidó el valor del silencio, de la duda, de la autocrítica?
Porque cuando el político mata al ser humano, ya no importa lo que se dice, sino cuántas audiencias genera. No importa lo que se promete, sino a cuántos engaña. No importa el daño, sino la cobertura mediática.
Y así vamos, gestionados por estrategas del titular y escoltas del propio interés. Gobernados por asesores de imagen. Rehenes de partidos que ya no saben qué es el bien común porque perdieron hace tiempo el bien y lo común.
Mientras tanto, el ser humano calla. O peor aún, imita. Porque cuando el ejemplo arriba se pudre, los de abajo también se corrompen. Se rompe la confianza, se marchita la esperanza. Y la política, que un día fue arte de servir, hoy se convierte en arte de fingir.
Pero aún hay quien cree. En ese político con alma. En ese ser humano que no renuncia a la ternura, aunque gobierne. Que sigue dando los buenos días al portero, que pregunta de verdad "¿cómo estás?", que no negocia con su conciencia ni vende su palabra al mejor postor.
A ellos, a esos poquísimos, hay que protegerlos como se protege una vela encendida en mitad de un huracán.
Porque tal vez el día en que el político deje en casa el maletín del poder, se remangue la camisa y salga con los aperos de labranza, descubra por fin que su verdadero valor no está en llevarse la mejor tajada, sino en ayudar a recoger la mejor cosecha. Una que alimente a todos. Sin privilegios. Sin favores. Solo con el pan compartido de lo justo.
Ese día, quizá, la política deje de oler a despacho cerrado…
Y vuelva a saber a tierra buena.