Dicen que la fe mueve montañas. Y a veces, también mueve almas cuando ya no pueden más, incluso cuando necesitan dar sentido a su vida.
Permítanme hoy hablarles de algo invisible, pero profundamente real. Algo que no se puede tocar, pero se siente como un abrazo silencioso. Algo que, cuando todo se derrumba, aún sostiene. La fe.
La fe no siempre llega como una revelación. A veces entra por la cocina, con el olor a puchero de la abuela que rezaba mientras removía. O por el gesto tímido de una madre que hacía la señal de la cruz al salir de casa. O por el canto en voz baja de una procesión. Esa fe se impregna en caricias, no en imposición. Y permanece, aunque una crea haberla olvidado.
Vivimos tiempos de búsqueda. De terapia, de meditación, de preguntas sin responder. Y en medio de tanto ruido, hay un silencio que salva: el de la oración.
Porque sí, orar es hablar. Pero también es escuchar. Es decir “no puedo más” sin miedo. Es llorar delante de Dios sin que nadie te interrumpa. La oración personal te devuelve a ti mismo. Y la comunitaria… ah, la comunitaria. Tiene el poder de lo que vibra al unísono. Como ese aleteo de mariposa que puede provocar un huracán de esperanza en otra parte del mundo.
Y, sin embargo, también hay fe en los no creyentes. En quien no cree en Dios, pero cree en el ser humano. En quien no reza, pero acompaña. En quien no pisa un templo, pero escucha con devoción al que sufre. Porque la fe también se escribe con otros lenguajes: con solidaridad, con coherencia, con compromiso. Y eso también salva. Hay ateos que aman con una fuerza que parece divina.
Fe es confiar. Aunque sea en algo que no se ve. Aunque ese “algo” no tenga nombre. Aunque no lleve sotana ni hábito, ni esté en los libros sagrados. La fe es el motor que algunos encuentran en Dios y otros en la ciencia, la justicia, la humanidad o en un hijo dormido entre los brazos.
Y sí, hay días de oscuridad. Todos los tenemos. Días en que la fe tambalea y las certezas se agrietan. Pero entonces aparece esa amiga creyente que te dice “yo te encomiendo”, o ese amigo no creyente que te agarra fuerte la mano sin decir nada. Y sin saber cómo… algo se enciende.
Sentirse amado por Dios no es fácil de explicar, pero cuando sucede, lo sabes. Lo sientes en la piel, en los huesos, en el pecho. En las alegrías desbordadas y, sobre todo, en las pérdidas más duras. Y cuando no puedes sentirlo tú, lo sienten otros por ti.
Decía Benedetti: "La fe es el consuelo de los que no tienen certezas, pero sí esperanza".
Así que no se rían del que cree, ni del que no puede. Porque la fe no es cuestión de razón, sino de corazón. Y en un mundo que corre tanto, tal vez detenerse a rezar, o simplemente a contemplar, sea el acto más revolucionario. Porque al final, todos buscamos lo mismo. Un sentido. Un abrazo. Una luz. Y en ese deseo… ya nos parecemos.
Y después de tanto mirar dentro y fuera, después de hablarles de la fe en todas sus formas, déjenme decirles algo sin rodeos: yo sí creo en Dios.
Creo en ese Dios que no juzga, que espera, que abraza. En el que se hace presente en los gestos pequeños, en la belleza de lo cotidiano, en el consuelo que no se ve, pero se siente. Creo en el Dios que heredé de mis mayores, de los que rezaban sin ruido, pero con fe firme. Y en el Dios que me ha sostenido incluso cuando yo no sabía cómo sostenerme sola.
No lo impongo, no lo grito, no lo uso de escudo. Solo lo vivo. Y eso… me basta.