En la política española, la ética no debería ser una opción, sino una obligación. Sin embargo, el PSOE ha convertido la integridad en un concepto selectivo, aplicable solo cuando conviene. Mientras algunos ministros dimiten ante la más mínima irregularidad, otros se aferran al poder como si nada hubiera pasado, demostrando que la coherencia ética no es más que un discurso vacío.
Màxim Huerta, ministro de Cultura y Deporte, dimitió en 2018 tras descubrirse que había defraudado a Hacienda 218.322 euros. Aunque no fue condenado penalmente, asumió su responsabilidad y abandonó el cargo, consciente de que la política no puede ignorar la ley ni la moral.
Carmen Montón, ministra de Sanidad, hizo lo mismo tras detectarse irregularidades en su máster universitario. Su renuncia fue un gesto de integridad; entendió que el cargo público exige transparencia.
Contrastemos esto con José Luis Ábalos, exministro de Transportes, que pese a verse implicado en una trama de corrupción relacionada con su asesor Koldo García, se negó a abandonar su escaño y desafió abiertamente las indicaciones de su propio partido.
Mientras Huerta y Montón dieron un paso al costado por ética, Ábalos se mantuvo firme en su privilegio, provocando una crisis interna que reveló la verdadera política de "aquí no pasa nada" del PSOE.
Peor aún es el caso de Ana Redondo, ministra de Igualdad, que ha gestionado de manera desastrosa el sistema de pulseras antimaltrato. Durante cinco meses, víctimas de violencia machista estuvieron desprotegidas por fallos técnicos que impedían acceder a sus historiales. A pesar de la gravedad, Redondo no solo se mantiene en el cargo, sino que se limita a prometer "mejoras" mientras la seguridad de las víctimas queda en un segundo plano.
Esta situación refleja una preocupante cultura de impunidad dentro del partido. Mientras los ministros de menor rango o con menor peso político dimiten ante la más mínima polémica, los pesos pesados se mantienen en sus puestos sin asumir responsabilidad, sin reparar en el daño que su permanencia provoca sobre la confianza de la ciudadanía.
La doble vara de medir no solo socava la credibilidad del PSOE, sino que también transmite un mensaje peligroso; que la ética es negociable, que la política es un refugio para los que saben protegerse y que las reglas del juego no son iguales para todos. Esta desigualdad moral no sólo degrada la política, sino que genera un efecto corrosivo sobre la democracia, minando la legitimidad de las instituciones y normalizando comportamientos que deberían ser inaceptables.
El daño que provoca esta falta de coherencia no se limita a la reputación del partido; tiene consecuencias directas sobre la sociedad. En el caso de las pulseras antimaltrato, hablamos de vidas humanas potencialmente en riesgo, de víctimas que confiaban en que el Estado velara por su seguridad y se encontraron con un sistema defectuoso e ineficaz.
La negativa a asumir responsabilidades o a dimitir no es un acto inocuo, sino una declaración de desprecio por el bien común y por la confianza depositada por los ciudadanos. La política, si quiere ser algo más que un ejercicio de poder, requiere líderes que asuman sus errores, que protejan a los vulnerables y que comprendan que el cargo público es un privilegio que conlleva obligaciones claras e innegociables.