Como a tanta gente, a mí también me gusta asomarme a las vidas de aquellas personas a las que admiro. Ignorando la famosa máxima “never meet your idols”, encuentro mucho placer en leer las biografías de mis artistas favoritos, y me encanta pasar el rato inmersa en ese ejercicio tan morboso como normalizado que es la lectura de las cartas ajenas.
Por ejemplo, hace poco leí unas que Joyce le dirigía a su amada, con un componente sexual incluso mucho mayor que la mayoría de novelas eróticas adolescentes que se publican ahora, y en las que el irlandés repite constantemente cuánto adora que ella, Nora, se tire pedos gigantes todo el tiempo.
No soy la única a la que le gusta eso, claro, y por eso se hacen tantos biopics. Recientemente, he visto dos que me han parecido malísimos y otro que me ha fascinado, y es curioso porque el que menos me gustó narra la vida de mi queridísima Iris Murdoch. Iris, dirigida por Richard Eyre, se centra en la historia de amor entre ella y John Bayley y en el deterioro de la escritora por el Alzheimer.
Todo se articula en una estructura de flashbacks que alterna juventud y vejez, y el problema es que la puesta en escena nunca va más allá del drama académico: un tono correcto, imágenes pulcras, interpretaciones buenas pero sin riesgo…
No queda nada de la filósofa y novelista superdotada, pensadora brillante y maliciosa, que fue Murdoch, tan solo un retrato melodramático y bastante aburrido sobre una vida que llega a su fin.
Solo cuando el cine encuentra un lenguaje que dialoga con la literatura, como hace Schrader con Mishima, alcanza lo profundo
Lo mismo ocurre en Limónov, de Kirill Serebrennikov, adaptación de la novela de Carrère. La vida del escritor ruso parece hecha para el cine: poeta underground, mayordomo en Nueva York, liante profesional, políticamente contradictorio… Pero la película acaba siendo una enumeración de episodios vacíos, un viaje de estampas que no logra encontrar una forma propia.
Serebrennikov confía demasiado en el magnetismo del personaje y en la sucesión de excesos, pero se olvida de la pregunta central: ¿qué une todas esas vidas en una sola? Limónov fue, ante todo, un creador de máscaras, y la película no consigue en ningún momento inventar una máscara cinematográfica capaz de reflejar esa reinvención constante.
Muy distinto es el caso de Mishima, una vida en cuatro capítulos. Aquí, el siempre genial Paul Schrader no se limita a contar la vida del escritor japonés, sino que la descompone en fragmentos, la cruza con pasajes de su obra, la ilumina con una puesta en escena barroca que combina el blanco y negro documental con recreaciones teatrales saturadas de color.
Y con esa música de Philip Glass, que refuerza la sensación de ritual, lo que nace de ahí se convierte en una meditación sobre la relación entre arte y vida, palabra y acción, belleza y violencia.
Schrader, siempre tan certero al retratar las vidas de hombres algo problemáticos, entendió que Mishima no podía ser contado de manera lineal, porque él mismo se concibió como un personaje literario, alguien que existía con la misma intensidad con que escribía sus novelas.
Y la película termina como terminó su propia vida: con la imagen de él haciéndose el harakiri. Como él mismo escribió: “La pureza perfecta es posible si conviertes tu vida en un verso poético escrito con una salpicadura de sangre”.
Supongo que las vidas de los escritores, sin el estilo que las atraviesa, no bastan. Solo cuando el cine encuentra un lenguaje que dialoga con la literatura, como hace Schrader con Mishima, se alcanza algo más profundo: una película que no solo cuente una vida, sino que la reinvente, que haga de ella algo nuevo.