“Sin hipocresía no existiría el arte. Sin ustedes no existiría el arte. Les doy las gracias por despreciarme”. Con estas palabras, Angélica Liddell nos abofeteó a los que abigarradamente acudimos a los Teatros del Canal, para estremecernos con este personaje insólito, siempre en agraz, que representa hoy, y de forma sustancial, la cuchilla del teatro español.

Nathaniel Hawthorne es un novelista zarandeado por el oscuro romanticismo de su época. Fracturó todos los convencionalismos, brincó sobre la libertad y escribió a mediados del siglo XIX, The Scarlet Letter, The House of the Seven Gables, The Blithedale Romance y The Marble Faun. Angélica Liddell, entre machos in púribus, se impregna del aliento del novelista estadounidense para escribir, escenografiar, dirigir e interpretar su propia The Scarlet Letter, perturbando a los espectadores desde su independencia feroz e instalándonos en la más enervante belleza escénica con el “sucio y violento movimiento de penes y vulvas, de una pasión irrefrenablemente violenta”.

Que la dramaturga desgarre el feminismo talibán, el MeToo de tanta propaganda audiovisual, es solo una anécdota, una provocación para que la insulten y la quebranten. Ya lo dijo en El sobrino de Rameau visita las cuevas rupestres, ensayo filosófico de tanta hondura para entender la esencia del teatro, que Ortega y Gasset no hubiera vacilado en sumarse a él. “El bufón carece de yo y solo posee otredad”, escribió Angélica Liddell, porque el cómico, conforme a Bukowski, pertenece a una estirpe “formada por tullidos, retrasados mentales, enanos, pobres diablos y seres deformes, obligados a arrancar la carcajada estúpida de los espectadores”, la risa de “reyes, cardenales, nobles, burgueses y demás necios”.

Acudí hace dos meses a contemplar en todo su esplendor a Angélica Liddell y su The Scarlet Letter. Salí de los Teatros del Canal conmocionado por tanta belleza, tanta calidad literaria, tanta sagacidad escénica. He esperado unas semanas para satisfacer mi deuda intelectual con Angélica Liddell escribiendo estas líneas. Como el sobrino de Rameau, como Beckett desde su vanidad, la dramaturga parece decir: “No me importa ser abyecta, pero quiero serlo sin que se me obligue”.

Raquel Vidales ha escrito certeramente: Angélica “vomita su primer monólogo y no escatima insultos contra las mujeres de 40 años. Rabiosas por la pérdida de su belleza son pura amargura y maldad. La artista apela directamente al patio de butacas, que se agita y acalora, pero no se ofende” porque “a la Liddell se le perdona todo” y porque su discurso “no se erige como ideología: es simplemente un manifiesto artístico. La oscuridad, el pecado, la perversión y el sexo como motor de la creación”.

Con palabras pedernales, Angélica Liddell huye de la formación convencional. “Vivimos en el regodeo de la estupidez -ha dicho-. Tuve que soportar varios años a esa pandilla de vanidosos de la Resad, qué horror. Eso es el patíbulo de la imaginación. Una fábrica de trepas y garrapatas que quieren atajar por el camino más corto para llegar al éxito. Es una mafia infectada de prejuicios. Mi idea del teatro es exactamente la opuesta”.

Árbol adentro, mar adentro, carne adentro, la autora de The Scarlet Letter, zarza ardiente, asesina de Dios, ha regresado, aunque ya nadie pueda devolverle el esplendor en la hierba, para devastar, como Artaud, a los espectadores de su teatro, instalándonos en una cuadra fétida “que es el lugar que os corresponde”.