Admito que desde hace mucho no veo el festival de Eurovisión. Me temo que sería incapaz de soportarlo. Pese a lo cual, en cuanto lector más o menos asiduo de la prensa diaria, me resulta poco menos que inevitable enterarme de algunos pormenores relativos al festival: la fecha de su celebración, quién acude en representación de España, cuál es el resultado de las votaciones, qué país resulta ganador, hasta qué extremo resulta más o menos desairada la posición conseguida por nuestro país.

Hace un año ya que dediqué a Eurovisión una columna como esta. Fue con motivo del llamamiento que hizo Zelenski a los europeos, en mayo de 2022, a votar al representante de su país, Ucrania, a efectos de levantar con ello el ánimo de su pueblo, que por entonces llevaba unos pocos meses combatiendo a las tropas rusas invasoras. Doce meses después, las tropas rusas siguen en Ucrania, y no sé yo cómo andarán los ánimos entre sus habitantes, pero Zelenski no ha repetido su llamamiento, de modo que el premio se lo ha llevado, en lugar de Ucrania, la representante de Suecia, la mismísima que lo obtuvo ya once años atrás.

Me abstengo de sacar conclusiones. Si hoy traigo a colación el festival de Eurovisión es porque, dedicándome a la industria del libro, tengo el vicio de extrapolar al sistema literario fenómenos que acontecen en otros campos, en este caso el de la música pop.
¿Quién demonios conoce, fuera de las fronteras de su propio país (¡y aún!), a los artistas que acuden a Eurovisión? ¿Qué se hace de ellos, una vez han concurrido al certamen? ¿Alguien sabe dónde diablos se meten?

Muy pocas veces soy capaz de entender quién puede leer según qué libros, ni por qué

Porque, agotado el tirón –nunca muy grande– que pueda obtener la canción ganadora, ni de los artistas eurovisivos ni de sus canciones se vuelve a saber más, y el frenesí y la euforia desplegados en el festival –verdadera ceremonia de la más desatada vulgaridad, que sin embargo acapara la atención (o el morbo) de millones de televidentes europeos– se disuelven como humo en el aire.

¿Quién consume esa música por lo común espantosa? ¿Cómo los propios ganadores administran el éxito obtenido con su victoria? ¿Por qué esa victoria les sirve tan pocas veces de palanca para saltar a los circuitos musicales internacionales?

No tengo la menor idea, por supuesto. Sólo aprovecho para trasladar preguntas como estas al ámbito literario, en el que tantas veces observo el triunfo más o menos efímero de escritores y escritoras que, a menudo al calor de la eventual notoriedad que les procura un premio literario, alcanzan cierta fortuna que sin embargo irradia en una esfera que nunca llega a interseccionar con esa otra en la que las reputaciones se consagran.

En la entrada de su diario correspondiente al 30 de junio de 1931, André Gide anotaba: “Al ver ciertos libros, uno se pregunta: ¿Quién puede leerlos? Viendo a determinadas personas: ¿Qué pueden leer? Luego, ambas cosas encajan”.

Yo también suelo hacerme preguntas así, pero por alguna razón me cuesta mucho encajar las dos cosas. Muy pocas veces soy capaz de entender quién puede leer según qué libros, ni por qué. Me parece imposible que alguien pueda emplear varias horas con según qué lecturas que se me antojan completamente impotables.

Por lo que respecta a los libros, el enigma ya no digo de su éxito sino de su propia existencia me mantiene en la más estricta perplejidad. Igual o mayor que la que me supone asomarme a las actuaciones de Eurovisión, constatar cómo, año tras año, se pone en marcha esa triste procesadora de basura musical y de coreografías delirantes que, como las fallas valencianas, consumen en una fugaz llamarada meses de trabajos, de especulaciones, de dinero cómo cabe pensar que malgastado.