Fue a comienzos del pasado mes de mayo. Acababan de aprobarse las primeras medidas de relajación del confinamiento y dejaban salir a hacer ejercicio dentro de determinadas franjas horarias. Aproveché para caminar un rato y buscar un lugar donde ponerme al sol a leer. Lo encontré en la plazuela ajardinada de un tanatorio que hay en las faldas del Tibidabo, en Barcelona. Desde allí se divisa la ciudad y uno puede sentarse en unos cubos de cemento. Es un lugar relativamente apartado, si bien aquel día no dejaban de corretear a pocos metros multitudes de ciudadanos uniformados con equipos de Decathlon. Absorto en la lectura, no vi venir a los dos mossos de esquadra.

Fue inútil que les dijera que había llegado hasta allí caminando. Que no estaba poniendo a nadie en riesgo. Que leer también es un ejercicio, no solo mental sino muscular: movemos nada menos que seis músculos por ojo, cuatro rectos y dos oblicuos (esto último no lo dije). Que…

De nada me sirvió.

Que si no me había enterado de las normas. Que qué pasaría si todos hiciéramos lo mismo (aquí se me ocurrió replicar lo mismo que a usted, querido lector, pero me callé). Que encima me escondía…

Me pusieron una denuncia. Pasaron siete meses sin que recibiera notificación alguna, de modo que pensé que no la habían cursado. Pero sí. Hace unos días me llegó: 300 euracos. 180 si pagaba enseguida y sin rechistar. Pedí asesoramiento a un abogado. Me dijo que lo tenía crudo. Así que apoquiné.

El año 2020, pues, el de la pandemia, será para mí el año en que me multaron por leer, permítanme que lo diga así, por muy parcial que sea.

¡Albricias! Parece ser que la industria editorial se ha librado, al menos de momento, de la catástrofe que azota a otros sectores de la cultura

También –y esto es mucho peor que la multa, peor incluso que esas mascarillas que algunos mantienen colgadas de una sola oreja mientras comen o conversan– será el año en que, para no romper del todo la continuidad de la vida cultural, se ha impuesto la celebración virtual de charlas, mesas redondas, presentaciones de libros y este tipo de cosas. Nadie duda de las buenas intenciones que animan a sus organizadores, pero la mayor parte de estos actos, lamento decirlo -tanto más en cuanto he participado en varios de ellos–, son de una deprimente sordidez. Y no me refiero sólo a la a menudo terrorífica puesta en escena de los diferentes participantes –esos rostros enfocados desde ángulos decididamente desfavorecedores, esos fondos de habitación, esa iluminación–, sino también a la generalizada rigidez de las intervenciones y sobre todo a la precariedad técnica que tantas veces convierte estos actos en una verdadera gincana: que si a este no se le oye, que si al otro se le ha ido la imagen, que si el de más allá (yo, por ejemplo) no consigue conectarse…

La penosa realización de muchos de estos actos no hace más que subrayar su flagrante gratuidad. ¡Con lo fácil que era no hacerlos, aprovechándose de las circunstancias! O, puestos a hacerlos, y dado que se trata de la palabra, contar solo con la voz, tomando por modelo la centenaria tradición de la cultura radiofónica o la más funcional y moderna del podcast.

Tengo la impresión de que entre todos hemos desaprovechado una excelente oportunidad de reformular la vida cultural deshaciéndonos de algunos lastres que pesan sobre ella.

Pero seamos positivos. Mientras escribo esto recibo un correo circular de Miguel Aguilar, director literario de Debate, Taurus y Literatura Random House, en que se congratula de que “contra todo pronóstico el 2020 ha sido un año muy lector”. ¡Albricias! Parece ser que la industria editorial se ha librado, al menos de momento, de la catástrofe que azota a otros sectores de la cultura y que se suma a la que, a comienzos de año, supuso el nombramiento de Rodríguez Uribes como ministro. Por lo visto el confinamiento, y luego el toque de queda, han preservado el esmirriado caudal de lecturas entre una ciudadanía privada de distracciones más jaraneras. Un dato a tener en cuenta.

En cuanto a mí, doy por bueno el pago de la multa a cuenta de las horas suplementarias que me han proporcionado las restricciones de movimiento. Me encantaría decirles que he dedicado esas horas a leer como un cosaco, y estar en situación, ahora mismo, de brindarles un florilegio de las novedades del 2020, pero no. Primero, porque leo escasas novedades, como es natural entre quienes no nos dedicamos al reseñismo. Los libros no son como el Beaujolais nouveau, que debe consumirse en la añada correspondiente. Por lo demás, mi oficio de editor de mesa me convierte en un lector muy específico y extrañamente desplazado. Se sorprenderían de mi régimen de lecturas, si yo les contara.

Amigos sí, bastantes, hay entre los autores que recomiendo. Pero es que una de las razones para leer novedades es que las hayan escrito los amigos

Aunque algo les cuento en esta misma revista, donde ejerzo de observador cultural. No es cuestión de resumir aquí lo dicho ya desde estas mismas páginas, pero el repaso de mis propias columnas me ayuda, desmemoriado como soy, a refrescar algunas recomendaciones que en su momento hice de libros entonces recién publicados y cuya lectura vuelvo a encarecerles: Enfermos antiguos de Vicente Valero (Periférica), Poeta chileno de Alejandro Zambra (Anagrama), Críticos, monstruos, fanáticos y otros ensayos literarios de Cynthia Ozick (Mardulce). Ya puestos, añado, cómo no, El corazón de la fiesta de Gonzalo Torné (Anagrama), Un amor de Sara Mesa (Anagrama), Nicanor Parra, rey y mendigo de Rafael Gumucio (Literatura Random House). Y de golpe me vienen a la mente Grafo pez de Francisco Ferrer Lerín (Libros de la Resistencia), Los buenos vecinos de Clara Pastor (Acantilado), Diecinueve apagones y un destello de Valentín Roma (Arcadia), Contra la cinefilia de Vicente Monroy (Clave Intelectual)… Amigos sí, bastantes, hay entre los autores de estos libros. Pero es que una de las razones de leer novedades es que las hayan escrito los amigos. Y uno espera de los amigos que escriban buenos libros, lo cual afortunadamente suele ocurrir, a lo mejor esa fue la razón de la amistad.

Una forma convencional de hacer recuento del año transcurrido, aunque un poco fúnebre, es recordar a los que fallecieron. En 2020, George Steiner, acaso el último superviviente de una tradición humanística ya casi extinta. Ernesto Cardenal, con su aspecto de abuelito del Che Guevara. Y, casi en tropel, los penúltimos integrantes de la venerable generación del medio siglo: María Martín Ampudia en enero, Juan Eduardo Zúñiga en febrero, Antonio Ferres en abril, Jesús Pardo en mayo, Juan Marsé en julio…

También en este caso la memoria es parcial, por supuesto. Cada uno entierra a sus propios muertos. Descansen estos en paz, no en el olvido.