Vivimos en la época del eclipse de Dios y no comprendemos que la negación de lo sagrado rebaja la dignidad de lo humano. Si el destino de nuestra especie es el polvo y el olvido, no caben otras alternativas que la desesperación y la náusea. La angustia de Antoine Roquentin ante un cosmos absurdo refleja la desolación del hombre tras el desencantamiento del mundo. Discípulo de Jacques Maritain y Lévi-Strauss, George Steiner abordó sin miedo el problema de la existencia de Dios. Hijo de judíos austriacos, Steiner rastreó las huellas de la trascendencia en el arte, señalando que el valor de las grandes obras no procede de ciertas simetrías o asimetrías, de ciertos formalismos o de determinadas peculiaridades biológicas, sino de su capacidad de evocar algo que está más allá de la experiencia. La creación artística nos pone en contacto con ese origen que hemos enterrado bajo la palabrería inútil de la modernidad, donde la autonomía del sujeto adquiere el rango de referencia absoluta. El arte es un puente hacia lo invisible, hacia ese mundo que alborea desde los primeros tiempos, cuando el ser humano recurre a las expresiones estéticas más rudimentarias para comprender su naturaleza paradójica. El hombre no es animal, ni ángel, sino un ser fronterizo, con una insatisfacción vital que solo puede calmar la perspectiva de lo infinito.

George Steiner nació el 23 de abril de 1929 en Neuilly-sur-Seine, una ciudad francesa del área metropolitana de París. Uno de los médicos que intervino en su nacimiento viajaría más tarde a Estados Unidos para asesinar a un senador. Descubrir este hecho hizo que el futuro ensayista pensara que había llegado al mundo bajo el signo de la fatalidad. Steiner creció en el seno de una familia ilustrada de orígenes judíos y cultura centroeuropea. Su madre era vienesa “hasta la punta de los dedos”. Su padre trabajó en la banca, asumiendo importantes responsabilidades de carácter jurídico. En 1924, la familia abandona Austria, atemorizada por el creciente antisemitismo impulsado por Karl Lueger, alcalde de Viena y, según Hitler, “el alemán más grande de todos los tiempos”. Según cuenta el propio Steiner en su autobiografía, Errata. Examen de una vida, sus padres le inculcaron el amor a la música, el arte y la cultura, acercándole a los clásicos, especialmente Homero y Shakespeare.

George Steiner creció, escuchando los discursos de Hitler en la radio, lo cual le hizo cobrar conciencia de su condición de miembro de una comunidad execrada y marginada. Su padre, que predijo la gran matanza que se preparaba, cuidó que aprendiera inglés, francés y alemán. Al mismo tiempo, le familiarizó con la Ilíada, recitando extensos fragmentos. “Acepté, con un ardor absoluto, la idea de que el estudio y la comprensión eran los ideales más naturales, más determinantes”, escribiría Steiner años más tarde. En la escuela, aprendería a fijar su atención en la materia que estudiaba, combatiendo la tendencia espontánea a la distracción. En 1940, la familia se trasladó a Nueva York y matriculó al pequeño George en el Liceo Francés de Manhattan. Mientras la guerra destrozaba Europa, Steiner leía a Racine y Shakespeare, y aprendía latín y griego clásicos. En 1949, tras obtener excelentes calificaciones, fue admitido en la Universidad de Yale, donde abordó estudios de física y química. El contacto con la ciencia despertaría una de las inquietudes predominantes en el pensamiento de Steiner: el conflicto entre el lenguaje científico y las humanidades. O, lo que es lo mismo, la tensión entre el conocimiento objetivo, contrastable, y el conocimiento intuitivo, de carácter especulativo.

Steiner conoció la filosofía de Heidegger por medio de Leo Strauss. La conciencia política y la vocación pedagógica le incitaron a leer a Hegel y Marx. La obra de Henry James despertó su interés por el ejercicio crítico y hermenéutico. Steiner concluyó sus estudios en Yale y completó su formación en Harvard. Viajó a Oxford y The Economist le invitó a formar parte de su equipo editorial. En 1956, regresó a Estados Unidos y se incorporó al Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Princeton. Publica sus primeros libros: Tolstoi y Dostoievski y La muerte de la tragedia. En 1967 aparece Lenguaje y silencio, que presenta la barbarie que se apoderó del mundo entre 1914 y 1945 como una herencia del irracionalismo. Crítico literario de The New Yorker, utilizó el comentario de las novedades editoriales para ejercer de conciencia moral de su tiempo. Desempeñó la misma función desde su cátedra en Cambridge. En Barbazul (1945), combatió el pesimismo cultural de T. S. Eliot. En Babel (1975), abogó por diversidad lingüística y analizó el arte de la traducción. En 2001, se le concedió el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades. Maestro de la crítica literaria y exégeta clarividente de los fenómenos culturales y religiosos, su condición de políglota desembocó en una apología del cosmopolitismo y la diversidad del pensamiento. Maestro de la crítica literaria, pionero de la literatura comparada y extraordinario exégeta de la cultura, su vida se extinguió el 3 de febrero de 2020. 

George Steiner advirtió que el arte se separó del mundo a partir de Mallarmé, cuando la palabra prescindió del significado y se convirtió en un objeto independiente e ininteligible, casi una cosa entre las cosas. Desde entonces, su alienación no ha dejado de crecer, confinando al hombre en un espacio cada vez más pequeño de perplejidad y esterilidad. Ya no hay pensamiento, sino notas a pie de página. Hemos quedado atrapados en la “cultura del comentario” de las grandes obras del pasado. El ser humano solo podrá salir de ese callejón recobrando el sentido del riesgo y abriéndose a lo incierto. Pensar siempre es un gesto de temeridad, un desafío, una aventura de imprevisible desenlace. El hombre solo puede ser libre por medio de la imaginación, que siempre le obliga a dar un paso más allá, adentrándose en el misterio, en la alteridad radical.

Steiner aprecia una indudable equivalencia entre la pregunta por el ser y la pregunta por el arte. ¿Por qué hay algo en vez de nada? ¿Por qué ha surgido la creación artística, una actividad gratuita y aparentemente inútil? La respuesta de Steiner, que transitó de la filología a la teología, es valiente y clara: “hay creación estética porque hay creación”. La intuición de un acto creador primigenio nos conduce a la “gramática de lo insondable”. El artista elabora un lenguaje para explorar el origen del ser. El arte es lo posterior, lo que sigue al acto creador del que procedemos. La producción de obras de arte es “contra-creación”. El artista emula al “innombrable rival”, al “otro artesano” –según la expresión de Picasso- que hizo el mundo en seis días. Su obra es una suma, un compendio del universo. Los haikus, los estudios de Webern o el bosque nocturno de temprano Kandisky “crean un contramundo tan completo, tan marcado por la huella de la mano de su artesano, su ‘segunda mano’ que este mundo ‘llama, golpea y entra en nuestra alma’ (Browning) y, a su vez, nosotros le damos eco, santuario de recuerdo, descubriendo en él un alojamiento para nuestros reconocimientos y necesidades más íntimos”. En un mundo secularizado, perdura la imagen del artista como dios, como demiurgo, quizás porque Dios es otro artista. Frente a la monstruosidad de la muerte, el artista opone la inmortalidad de la obra de arte, su voluntad de sobrevivir a su autor y acompañar a las generaciones venideras de forma indefinida. La muerte es el acontecimiento que cierra el horizonte, un límite insuperable. El arte se enfrenta a ese límite y proclama el triunfo de la vida, de lo abierto, de lo que permanece alerta, proclamando que la nada no es el fin de la aventura humana.

El arte es “la negación de la mortalidad” y el anuncio del “alegre y libertario escándalo de la resurrección”. Además, implica el hallazgo de la otredad, de una presencia en el cosmos análoga a la radiación de fondo, un eco que nunca se apaga y que abre las compuertas del tiempo. La ocultación y el silencio de esa presencia explica que a lo sagrado le acompañe siempre un “aura de terror”, ese ángel terrible del que habla Rilke y que la psicología freudiana ha intentado asimilar al inconsciente. Steiner repudia la topografía del psicoanálisis, señalando que las pulsiones del Ello son una banalización del daimon que inspira al artista. El arte es “un acto metafísico, un encuentro con la autoridad opaca y previa de la esencia”. George Steiner no esconde su “apuesta por la trascendencia”, ni su convicción –extraída de Heidegger y Wittgenstein- de que la ciencia “no piensa”, pues se limita a cuantificar y acumular experiencias, sin investigar el significado último de las cosas. Su opinión es semejante a la de Pascal, extraordinario genio matemático que no obstante compara la geometría con el trabajo de un artesano. En cambio, el arte se interroga sin tregua por el significado, buscando una respuesta al origen de yo y del mundo. El hombre no se conforma con estar. Necesita comprender. Esa inquietud le sitúa en una relación de vecindad con lo trascendente. El arte, la poesía y -especialmente- la música son la vía de comunicación que nos permite acercarnos a la causa primera e incausada del universo. Steiner cita a Leibniz, según el cual “la música es una aritmética secreta”. Como diría el recientemente fallecido Roger Scruton, la música está en este mundo, pero no es de este mundo. “La música –escribe George Steiner- aporta a nuestras vidas cotidianas un encuentro inmediato con una lógica de sentido diferente a la de la razón”. La música trasciende lo expresable y lo analizable. Es el umbral de algo que no puede reducirse a evidencias contrastables, pero no es simple sugestión, sino luminosa teofanía.

George Steiner sostiene que si algún día desaparece la pregunta sobre Dios, si realmente deja de tener sentido para las futuras generaciones, el arte descenderá a lo trivial. Será entretenimiento o grito desgarrador, pero sin ningún vínculo con la verdad y la belleza. En nuestros días, la pregunta sobre Dios aún espejea en la conciencia. Todos recordamos el Viernes Santo como ejemplo de injusticia y sufrimiento. La Cruz simboliza el dolor inocente, el fracaso de la humanidad, el triunfo del verdugo sobre sus víctimas. Sin embargo, la ignominia del Viernes Santo es transfigurada por el Domingo de Resurrección, el día de la esperanza y la liberación de todas las servidumbres. El arte vive entre medias, en la espera del Sábado Santo. Sin esa expectativa, “¿cómo podríamos tener paciencia?”. George Steiner no fue un apologista de la fe, pero sus libros están tocados “por el fuego o el hielo de Dios”. Crítico y a la vez solidario con la posmodernidad, muestra una viva preocupación por el ocaso de todo lo que había de humano en nuestra civilización. En sus dos grandes obras, Gramáticas de la creación y Presencias reales, advierte que el poder gravitatorio de lo divino sigue moviendo nuestra sociedad. Para bien y para mal. El origen del antisemitismo no hay que buscarlo en el reproche contra el pueblo judío de haber matado a Dios, sino en la perplejidad que ha suscitado su creación. Steiner a veces se define como agnóstico; otras, como escéptico y, en no pocas ocasiones, como ateo por la gracia de Dios. No ignora que las religiones –al igual que el nacionalismo- han desatado las peores tragedias del siglo XX, pero considera que lo trascendente es el horizonte ineludible del hombre, irremediablemente herido por la perspectiva de la muerte. George Steiner es quizás el último humanista, pues su pensamiento, no exento de paradojas e indefiniciones, muestra una enorme ternura no ya hacia nuestra especie como conjunto, sino hacia la persona, hacia el milagro irrepetible de cada hombre. Ahora que la muerte nos lo ha arrebatado, muchos comprendemos que realmente vivimos en una inacabable vigilia pascual, esperando un mañana iluminado por el esplendor de la vida.

@Rafael_Narbona