El Cultural

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Mínima molestia

Misericordia

13 abril, 2020 06:39

Mal podía imaginar Vicente Valero, cuando publicó hace un par de meses Enfermos antiguos (Periférica), que su libro podía ser leído en circunstancias tan extrañas como las actuales, que aportan al mismo resonancias tan impensadas.

De pronto, el dichoso Covid-19 ha acaparado el imaginario de la “enfermedad” por excelencia, y sin duda uno de los horrores que la caracterizan, acaso el mayor, es que quienes la padecen no pueden ser visitados por sus familiares y allegados. La agonía en soledad de tantos hombres y mujeres que fallecen aislados, sin la compañía de sus seres queridos, sólo es comparable a la angustia y la desesperación de quienes están obligados a aceptar eso mismo: que sus seres queridos mueran sin el consuelo de su cercanía, sin la posibilidad de despedirlos.

Leo en un excelente artículo publicado por el narrador y ensayista Naief Yeha en La Razón de México: “El distanciamiento social se ha vuelto el nuevo nombre de la solidaridad, dice Ivan Krastev. Perder el derecho a dar abrazos, besos y estrechar manos será una renuncia traumática, ojalá temporal, con la que habremos de lidiar de alguna manera en el futuro. Escondernos y levantar muros entre los individuos parece ahora una estrategia moral y responsable. Ésta es la epidemia de la soledad digital, de alejarse de los amigos, los familiares más frágiles y los ancianos para buscar asilo en la convivencia de las redes sociales”.

No por obvia, la constatación deja de ser estremecedora, así formulada.

Y bueno, en este sentido casi todos los enfermos que hemos conocido hasta hace apenas un par de meses son ya –incluso si continúan estándolo– “enfermos antiguos”. Enfermos a los que no sólo cabía visitar, sino que era además una obligación moral y una deuda de afecto hacerlo.

De pronto, la vieja práctica de visitar a los enfermos –ya muy abandonada– se le antoja al lector un arcaísmo remoto, en cualquier caso un beneficio inalcanzable

Como recuerda Valero, visitar a los enfermos es la quinta de “las siete obras de misericordia corporales”, al menos en la ética cristiana. Su libro rememora la buena costumbre que tenía su madre, cuando él era niño, de visitar a cuantas personas entre las que conocía estaban enfermas, ya fuera de manera crónica o eventual. Valero solía acompañar a su madre en esas visitas, cuyo recuerdo le sirve para enhebrar, con enorme gracia y delicadeza, unas impagables memorias de infancia: la suya en la Ibiza de los años setenta.

Decía que la lectura de Enfermos antiguos se carga, al menos durante estas semanas inmediatamente posteriores a su publicación, de unas resonancias muy particulares. De pronto, la vieja práctica de visitar a los enfermos –ya muy abandonada de un tiempo a esta parte, para qué engañarnos– se le antoja al lector un arcaísmo remoto, en cualquier caso un beneficio inalcanzable.

El ambiente de aquellas visitas, las tertulias a que daban lugar en la casa del enfermo, el tipo de sociabilidad que promovían, todo eso tan bien evocado por Valero lo percibe el lector con una luz elegíaca que pertenece antes a los tiempos que corren que al tono empleado por el autor para su libro, nada pegado a la nostalgia, tan lleno de ironía sutil como de cordialidad.

Imposible dejar de encarecer, al hablar de Enfermos antiguos, su capítulo 12, dedicado a la enfermedad de don Patricio, un viejo profesor del colegio al que iba el narrador. El sustituto de don Patricio es un joven hippie, Fermín Valbuena, que se hace llamar Deneb y que un día tras otro lleva a sus alumnos fuera de la escuela, a aprender en pleno campo. El relato de las pocas semanas en que “don Deneb” –como sus alumnos lo llaman– ocupa el lugar de don Patricio es por si solo una pieza narrativa redonda, modélica, divertidísima, y una deliciosa nota al pie, llena de filos, a la memoria colectiva de aquellos años de la aún emergente Transición.

Pero vuelvo a la reflexión a que tan accidentalmente invita, dadas las circunstancias, este leve y radiante librito. Una reflexión en torno a la mutación experimentada en la percepción social de la enfermedad y en las conductas de la ciudadanía en relación a ella. Y en torno a esa perspectiva atroz conforme a la cual el distanciamiento social desplaza a las obras de misericordia como forma de practicar la virtud.