Conocí personalmente a Juan Eduardo Zúñiga hace casi treinta años, con motivo de ir yo a proponerle, en nombre del Círculo de Lectores, que asumiera la dirección de una colección de clásicos rusos. Zúñiga declinó la propuesta y yo, demasiado joven entonces, me temo que no insistí lo bastante. El caso es que he lamentado muchas veces no haberlo convencido. Aquel encuentro, sin embargo, dio pie a otros varios, no recuerdo ya con qué pretexto, supongo que el simple placer que yo sentía al visitarlo en su hermosa casa de la calle Menéndez Pelayo, donde él y su mujer, Felicidad Orquín, me recibían siempre muy amablemente.

Ya por entonces, hablándome de los años de su juventud, Zúñiga me daba a entender que quizás algún día se animara a escribir una suerte de memorias, para lo cual contaba, al parecer -pero no sé si me lo invento-, con un archivo bastante suculento de recortes de prensa y otros materiales. A mí me interesaba mucho cuanto me contaba Zúñiga de los años de la posguerra y del grupo de escritores que se reunían en la cafetería El Bígaro, donde -conforme evoca ahora en sus recientemente publicados Recuerdos de vida (Galaxia Gutenberg)- conoció a Felicidad, allá por mediados de los años 50. Recuerdo mi particular fascinación por la figura de Fernando Ávalos, apadrinado en su día por Carlos Barral, quien se desentendió de él tras publicar su novela En plazo (1961). Ávalos terminó por embarcarse como camarero en un trasatlántico, sin saber inglés y sin dejar pista ninguna. Busquen en Google su rastro: poco o nada descubrirán.

En 2002, con motivo de publicarse Memorias de un hombre perdido, de Antonio Ferres, se me ocurrió reunir a los dos viejos amigos, que llevaban años sin verse. “Todos somos seres perdidos”, se tituló la conversación derivada de aquel encuentro, publicada en Babelia, y en la que los animé a hurgar en uno de los episodios peor conocidos y más injustamente valorados de nuestra reciente historia literaria: el del grupo de narradores “socialrealistas” que valientemente protagonizaron -en paralelo, sí, pero en sólo ocasional connivencia con los círculos de Madrid y de Barcelona en que descollaron autores como Ignacio Aldecoa, Juan García Hortelano, Juan Goytisolo y Juan Marsé- lo que Manuel Vázquez Montalbán calificó como la más programática y eficaz vanguardia de la posguerra. Pues, por chocante que pueda antojársele a quien se haga una idea superficial y crepitante del concepto de vanguardia, el realismo, en sus múltiples facetas, cumplió en España ese papel durante los años más duros de la resistencia al franquismo, desde el punto de vista político tanto como estético.

Zúñiga ha renunciado a la tentación de hacer de historiador y le basta con trazar a la acuarela, con su arte siempre tenue y sutil, su propia educación sentimental

Gracias a su longevidad, tanto Ferres (que ronda los 95 años) como sobre todo Zúñiga (que ha cumplido este año un siglo) han asistido a una tardía aunque insuficiente reivindicación de sus respectivas trayectorias, pendientes aún de ser debidamente encuadradas y comprendidas. Las memorias de uno y otro, escritas ya en la vejez, ofrecen un testimonio muy desecado, acaso demasiado frugal, aunque inequívocamente sincero y emocionante, de un tiempo sombrío, de unas vocaciones sometidas a las más inclementes circunstancias y sin embargo perseverantes y fértiles. Un pudor comprensible los inhibe, se diría, de escarbar más de la cuenta en un terreno propicio al resentimiento.

“Sería tentador historiar el movimiento de nuestras letras en la posguerra, en el que se recogieran las vinculaciones entre creación y ambiente circunstancial y los estilos y la biografía de los autores como base de su éxito o fracaso”, escribe Zúñiga en Recuerdos de vida. Pero él mismo apenas amaga unas pocas pinceladas en esa dirección, todas referidas a su propia persona. Especialmente reveladoras son las noticias que da Zúñiga de sus primeros pasos como escritor y, muy en particular, sobre el origen y el trasfondo de su novela El coral y las aguas (1962), tan malentendida.

Confieso cierta decepción por la forma somera y apresurada con que Zúñiga trata sobre sus viejos compañeros, sobre las viejas batallas. Pero resulta injusto reclamar a sus memorias lo que no han pretendido ser. Zúñiga ha renunciado a la tentación de hacer de historiador y le basta con trazar a la acuarela, con su arte siempre tenue y sutil, su propia educación sentimental.