Image: Listas e inventarios

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Mínima molestia

Listas e inventarios

Por Ignacio Echevarría

22 enero, 2010 01:00


Como ocurre en todos los cambios de año, tanto más si coinciden con un cambio de década (ya no digamos si con un cambio de siglo o de milenio), las últimas semanas han sido pródigas en listas de toda suerte. Listas de libros, de discos, de películas, de personalidades, de acontecimientos, dedicadas por lo general a señalar cuáles, entre unos y otros, merecen destacarse sobre los demás.

Muchas de estas listas contienen una lista secreta, a menudo tanto o más significativa que la lista en cuestión: la lista de quienes han sido consultados para confeccionarla. Al examinarla, admira muy en particular la ligereza con que tantos se prestan a la caprichosa tarea de señalar los mejores libros del año o -puestos al caso- de la década. Y sorprende también la ligereza con que los propios medios optan por reclutar a este efecto el mayor número posible de opinadores, conforme a una perversa lógica plebiscitaria cuyos resultados -importa subrayarlo- son tanto menos orientativos cuanto más amplio es el segmento de personas consultadas.

Y es que, salvo unos pocos consultados, que se dedican profesionalmente a leer las novedades (en la siempre insuficiente medida de lo posible), hay que suponer que las personas cultas dedican sus ocios o sus intereses a profundizar en lecturas que suelen escapar a los dictados de la estricta actualidad. De modo que, a la hora de ser consultadas acerca de los mejores libros del año -o de la década-, lo más probable es que el criterio empleado venga determinado por el más tendencioso oportunismo, cuando no por el esnobismo o -más probablemente- por el manso borreguismo que a tantos mueve a recordar, en estas ocasiones, los libros más recientemente leídos u ojeados, o recomendados, o simplemente jaleados y publicitados. Por aquí, precisamente por aquí, se establece el estrecho margen de coincidencia en el que se fundan las listas de los presuntamente "mejores". Un margen tanto más estrecho cuanto más amplio y más diverso es el número de los consultados.

Las listas aludidas constituyen en realidad ránkings: esa modalidad comercial, degradada y sustitutoria del canon con la que preferiblemente opera la cultura de masas. Pero recientemente se ha publicado un sugerente libro de Umberto Eco, El vértigo de las listas (Lumen), que invita a reflexionar más hondamente en este asunto, mucho menos baladí de lo que a primera vista pudiera pensarse. Eco, que explora y examina una notable variedad de listas, para las que ensaya una especie de tipología, se ciñe estrictamente a aquellas listas, elencos o catálogos (así los denomina indistintamente) que, en su propósito de dar cuenta de una infinidad inabarcable, "sugieren casi físicamente el infinito", entendido éste no como un sentimiento más o menos vago o subjetivo sino en un sentido real, es decir, como un número que no nos es posible detallar -enumerar-, aun cuando sepamos que tiene un límite.

El de Eco es un libro de estética que sin embargo ronda, sin horadarlo, un aspecto muy revelador de la cultura contemporánea: la afición -la ansiedad, a veces- por las listas, sin duda en el sentido que Eco apunta, y en el antes considerado (la lista como ránking), pero además en el sentido más melancólico de inventario.

¿No será el inventario la forma más característica de la cultura tardocapitalista? Probablemente sí. Y no sólo por lo que sugiere de acopio y censo de bienes sino también, y sobre todo -y para no salirse del símil mercantil, pensando ahora en lo que significa la expresión hacer inventario-, por cuanto sugiere de bienes restantes, de bienes aún no consumidos. En este sentido, el inventario vendría a ser la forma característica de una cultura crepuscular, que se esfuerza en preservar unos bienes por los que teme, acaso porque los sabe irremisiblemente condenados a la destrucción.

Sería, además, la forma poética y narrativa por excelencia (ahí está el paradigma reciente de Bolaño, un escritor insistentemente enumerativo) de una cultura cuyo ruido y abundancia, resultado de la repetición incesante de lo mismo, trabajan contra su propia salvación, es decir, contra la memoria (dado que la cultura es memoria), contra el registro de lo vivido, en un sentido que expresa felizmente W.G. Sebald en un hermoso pasaje de Austerlitz, donde considera y lamenta "lo poco que podemos retener, cuántas cosas y cuánto caen continuamente en el olvido, al extinguirse cada vida, cómo el mundo, por decirlo así, se vacía a sí mismo, porque las historias unidas a innumerables lugares y objetos, que no tienen capacidad para recordar, no son oídas, descritas ni transmitidas por nadie". El inventario, pues, como última, desesperada forma de redención.