Novela

Microgramas III

Robert Walser. Trad. Rosa Pilar Blanco

28 febrero, 2008 01:00

Siruela, 2007. 359 pp, 22’90 e.

La tragedia personal de Robert Walser (Viena, 1878), paciente de los antiguos manicomios, donde a la enfermedad mental se sumaba la exclusión social, transformó su escritura en un ejercicio doloroso, pero ininterrumpido, que le obligaba a ir más allá de un yo derruido. Esa tendencia no le ayudó a recuperar la identidad perdida, sino a convertirse en un cronista de lo nimio: una aguja, un lápiz, una cerilla. En esa poética de lo mínimo, el escritor desaparece bajo las palabras. El placer de no ser es el substrato sobre el que crece la obra de Walser, alma gemela de Kafka. Escritura despersonalizada y errante, que reproduce el flujo de una conciencia impersonal, pero que no brota de la nada. Al describir la ceniza, Walser escribe una página perfecta, que expresa elusivamente sus señas de identidad: "la ceniza es humildad, la intrascendencia y la falta de valor mismas y, lo que es más hermoso, ella misma está obsesionada con la creencia de no valer para nada". Escribir es una forma de "emigración interior", un ejercicio de ensimismamiento que posibilita la comunicación entre la intimidad más recóndita y el mundo exterior. De esa relación, surgen los "microgramas", un género ínfimo que cifra los pensamientos en una caligrafía críptica, donde se debaten el mundo y el yo enfermo.

En esta tercera y última entrega de los microgramas, producto de diecisiete años de desciframiento, la literatura revela que no necesita el papel satinado ni las ediciones de lujo. Walser utiliza como soporte facturas viejas, márgenes de periódicos atrasados, dorsos de telegramas. Al igual que Zoran Music, artista esloveno deportado a Dachau, que hizo más de 300 dibujos clandestinos de cadáveres apilados como leña, empleando tiza o carbón sobre papel de embalar, Walser no mira hacia el futuro, sino hacia su interior. No hay una línea conductora que unifique estos apuntes. Son escritura sin vocación de perdurar. Constituyen la forma más elevada de creación, pues su trascendencia reside en su aparente precariedad. De alguna manera, realizan la ilusión del último Nietzsche: demoler el yo, borrar al escritor para que hable el mundo. Walser no se considera un literato, sino un trabajador. "Sólo es posible hallar el sosiego del corazón en el trabajo cotidiano". El autor es el sirviente de las palabras, y su ética se basa en la renuncia a cualquier notoriedad.

La poética de Walser es la poética del absurdo. No es una prefiguración del surrealismo, sino la superación de la literatura como narración o testimonio. "Todo motivo es absurdo porque todo motivo causa risa". Sería una frivolidad negar el declive mental de Walser, estrangulado por la psicosis, pero la clave de su obra se halla en una exacerbación de la razón, que contempla el mundo y no percibe nada más allá de los objetos cotidianos. Los microgramas no son una apología del nihilismo, sino un ejercicio de pasión hacia la vida. Contemplar y no preguntar, mirar y no especular, pues todo está ahí, frente a nosotros, mostrándose en su desnudez primordial. Dios, la muerte y el tiempo dibujan la periferia del mundo, un límite que apenas explora Walser, un poeta tan humilde como Heráclito, orgulloso de su pobreza. El poeta no inventa el mundo, sólo ordena sus elementos, circunscribiéndose a un espacio tan ínfimo como un billete de metro. Walser prolongó su agonía para estudiar nuevas aperturas en un juego que consumió su vida, no sin proporcionarle momentos de intensa, dolorosa felicidad.