Rafael Núñez Florencio. Foto: Archivo del autor

Rafael Núñez Florencio. Foto: Archivo del autor

Letras

Rafael Núñez Florencio: "Hemos sustituido el 'España me duele' por un resignado 'España me huele'"

El historiador y filósofo publica 'El mito del fracaso español', en el que se enfrenta a los peores fantasmas de nuestra historia reciente.

14 marzo, 2024 02:11

Historiador, filósofo, ensayista y crítico de El Cultural, Rafael Núñez Florencio (Camas, Sevilla, 1956) lleva años indagando en las razones del pesimismo con que los españoles de todas las épocas hemos valorado nuestro pasado. Ahora va más allá y lanza El mito del fracaso español. Una historia del derrotismo en la España actual (La Esfera de los Libros), en el que se atreve a enfrentarse a los peores fantasmas de nuestra historia reciente.

Confiesa el historiador que, aunque escribió este libro "muy rápido, en algo menos de un año", la preparación le llevó más de cuatro años, "no solo porque me propuse leerme todo lo que se había publicado en las últimas décadas sobre la estimación del país y su trayectoria histórica, sino porque me costó mucho encontrar el hilo conductor, la idea de fracaso. Una vez perfilada esa idea ya solo había que tirar del hilo".

Pregunta. ¿Cuáles fueron los principales problemas que El mito del fracaso español le planteó y cómo los fue solucionando?

Respuesta. Lo más difícil para mí siempre es hallar el tono adecuado del libro. Cada obra requiere su modo específico. En este caso, hacer compatible la exigencia analítica con un tono expositivo capaz de llegar a un público amplio. Traducir un pensamiento complejo a una escritura sencilla y asequible es un desafío mayor que escribir en lenguaje especializado. Pero no quería escribir solo para los colegas. Al final no tuve más remedio que sacrificar gran parte del material que disponía. El proceso de simplificación genera muchas dudas e inseguridades en el perfeccionista que tiendo a ser.

[Crítica de 'El peso del pesimismo. Del 98 al desencanto']

P. ¿Qué relación tiene este libro con El peso del pesimismo, su ensayo de 2010?

R. Desde el principio tenía claro que no quería escribir la segunda parte de ese libro. Eso hubiera sido lo más fácil y cómodo. Es verdad que temáticamente se puede considerar una continuación cronológica de aquel, pero tanto en la forma como en el propósito último las diferencias son evidentes. En el libro actual me implico más personalmente para combatir el derrotismo. Pero no puedo negar que sin El peso del pesimismo no hubiera podido escribir El mito del fracaso español, porque este último viene a ser la expresión más rotunda —la quintaesencia— de esa propensión negativista tan habitual en España.

La seducción del fracaso

P. ¿Por qué nos resulta tan incómodo ser españoles y tan seductor ser pesimistas sobre nuestro país? ¿Cuáles son las raíces históricas de este malestar?

R. Las raíces históricas son incuestionables: en una visión de conjunto, con las esquematizaciones inevitables, la trayectoria histórica en la que se reconocen los españoles va de más a menos, de inmenso Imperio que abarca todo el orbe a nación de mediano tamaño y escasa influencia en el tablero geopolítico. La idea de decadencia no nos abandona como tópico lacrimógeno desde el Siglo de Oro (recuérdese Quevedo). Los españoles hemos hecho en este sentido del lamento nacional una especie de segunda piel: ¡ay, españolito que vienes al mundo!

"Los españoles hemos hecho del lamento una segunda piel"

P. Sí, pero ¿por qué persiste ahora mayoritariamente la estimación negativa de nuestro país por parte de todos, empezando por nuestros historiadores?

R. Aquí discrepo: los historiadores profesionales llevan ya tiempo combatiendo esa estampa negativa. No todos, naturalmente, porque estas cosas no suceden de modo unánime, pero creo que la estimación negativa está más asentada en otros estratos. Por ejemplo, en aquellos que quieren aparecer como conciencia pública (un remedo del intelectual a la clásica usanza): articulistas, conferenciantes, tertulianos, opinadores de la más variada gama. Por lo general estos dibujan el país con las más negras tintas y hasta se recrean en ello con cierta sorna. Eso les hace creerse superiores y más interesantes.

P. ¿Los hispanistas que han buceado en nuestro pasado y presente se libran de estos tópicos?

R. No, insisto, no debe buscarse en ellos —salvo algunas excepciones, que siempre las hay— ese negativismo porque en su mayor parte tienen una actitud muy positiva hacia nuestro país. ¡Son hispanistas porque les atrae España! Y en muchos aspectos la admiran. Tanto que, a los ojos de un español, tienden a irse al extremo opuesto del elogio excesivo. No olvide que las estimaciones de "milagro español" (Ringrose) o "Transición modélica" (de Payne a Preston) son acuñaciones de estudiosos extranjeros.

P. ¿Cree que las nuevas generaciones de historiadores serán más objetivas?

R. Espero que sí, pero me resisto a ejercer de arúspice o profeta. No sabemos cómo soplarán los vientos, no ya en el porvenir, sino mañana mismo. Siempre digo que la forma más segura de hacer el ridículo es intentar predecir el futuro.

Leyenda negra, leyenda rosa

P. ¿Qué tiene mayor fundamento histórico, la leyenda negra, tan negativa o la leyenda rosa que todo lo embellece? ¿Por qué?

R. Ambas son interpretaciones que surgen en un determinado contexto cultural y al servicio de unas necesidades políticas. Ambas exageran, manipulan, distorsionan. Son esquemas preestablecidos que incorporan sistemáticamente los hechos que sirven a sus tesis prefabricadas y desechan todos los demás. Cada una es el espejo invertido de la otra.

»Comprenderá que como historiador no me corresponde tomar partido por ninguna de ellas sino explicar su génesis y los intereses a los que sirven. El pasado es un país extraño, complejo y cambiante, todo lo contrario de una realidad congelada y estereotipada. Bastante hacemos los historiadores con tratar de entenderlo para encima tener que ponernos a juzgarlo con categorías actuales.

"En España falta una mirada curiosa hacia fuera de nuestras fronteras"

P. Incluso Ortega diagnosticó contundentemente en España invertebrada que "de 1580 hasta el día cuanto en España acontece es decadencia y desintegración"… ¿Su pesimismo se debía solo al 98?

R. El pesimismo orteguiano no se debe solo al 98 pero es imposible entenderlo disociado de aquel contexto histórico. Pero además hay que tener en cuenta dos cosas: la primera, la más obvia, es que la España en la que vivió Ortega era muy distinta de la actual; la segunda es que, en cualquier caso, los historiadores tratamos de huir como de la peste de ese tipo de dictámenes rotundos y ahistóricos.

P. Sin duda, pero ¿qué diferencia al pesimismo contemporáneo del secular, en qué se parecen y en qué se diferencian? ¿Cuáles son las raíces históricas de este malestar?

R. El pesimismo clásico se ha distinguido generalmente por ser metafísico, esencialista, trágico, como si evaluara una maldición o un estigma. El pesimismo de nuestros días, al que también se le podía aplicar la etiqueta de posmoderno, es más cínico, burlón y de pose. Si lo quiere de un modo rotundo, podría decir que ha sustituido el clásico "¡Me duele España!" por un resignado "¡Me huele España!". En cuanto a las raíces históricas, el pesimismo clásico buscaba su inserción en una constante histórica de decadencia, mientras que el actual simplemente se despreocupa de ello.

P. ¿Por qué decidió centrar su análisis en la España contemporánea, esto es, de 1982 a nuestros días?

R. Muy sencillo, porque ya había tratado las raíces históricas en El peso del pesimismo y ahora no quería repetirme. Además, me interesaba sobremanera combatir una tendencia equivocada en muchos autores, cuando dicen eso de "bueno, pero eso del pesimismo es una cosa del 98, ¿no?" Pues no: a los hechos me remito, a lo largo de las más de cuatrocientas páginas del libro.

Guerra sucia y corrupción

P. Define el felipismo como una ocasión perdida. ¿Qué falló?

R. No lo defino yo, lo dicen los analistas del período. Una parte de ellos, para ser exactos, los antifelipistas de derecha y los antifelipistas de izquierda, que también los hubo. Fallaron muchas cosas, pero sobre todo tres: la corrupción, la guerra sucia y la crisis económica que golpeó a muchos, mientras unos pocos se enriquecían de un modo obsceno. Pero me atrevo a decir, ahora desde la perspectiva histórica, que el fallo estructural fue de expectativas. Piense en la propaganda del 92, "España asombra al mundo". Siempre nos hemos movido entre la desmesura y el desánimo, ambos poco fundamentados.

"Los españoles nos movemos entre la desmesura y el desánimo"

P. Recuerda que al final de su mandato, el objetivo del PSOE parecía ser mantenerse en el poder a cualquier precio… No parece que el objetivo hoy sea muy distinto pero, ¿todo vale en política, mentiras incluidas?

R. Se supone que yo tendría que contestar que no, que no todo vale. Es lo que queda bien. Pero, si quiere que le diga la verdad y a riesgo de defraudar a los bienpensantes, la historia nos muestra que para el político, el poder lo justifica todo (París bien vale una misa). Para evitar las consecuencias más nocivas de esa tendencia el sistema democrático inventó el contrapeso de poderes (checks and balances). Cuando estos fallan es cuando estamos perdidos.

P. ¿De qué es sintomático que el estado de ánimo más característico de la transición a la democracia no fuera la euforia, ni siquiera la satisfacción por los logros alcanzados, sino el llamado "desencanto"?

R. No tuvimos en cuenta la famosa frase de Azaña: "La libertad no hace felices a los hombres, los hace simplemente hombres". El desencanto fue el sarampión de la democracia, es decir, la enfermedad infantil que nos condujo más serios —menos ilusos— a la edad adulta. En su momento, los españoles (o gran parte de ellos) estaban muy insatisfechos con la Transición: tuvieron que venir de fuera a elogiarnos para que nosotros mismos nos lo creyésemos.

"El desencanto fue el sarampión de la democracia"

P. ¿Realmente cree que los nacionalistas catalanes y vascos, tanto los moderados como los radicales, fundamentan su proyecto secesionista en el desastre de España?

R. Eso es lo que ellos dicen. Y es verdad que ven a España o, mejor dicho, se empeñan en ver a España como un proyecto fracasado. Hasta un Estado fallido, dicen algunos. Claro, si vieran a España como equipo ganador, no prosperarían sus proclamas secesionistas, no querrían irse.

»Los independentistas de toda laya, en su contumacia por dejar de ser españoles, son como los "guardianes de la raza", los más celtíberos. Mantienen de este modo lo peor de la España tenebrosa: la obcecación, el sectarismo, la intolerancia, la violencia, el cainismo. En una palabra, la incapacidad para vivir con sus semejantes en libertad, respeto y solidaridad.

P. ¿Y cómo se explica que la extrema izquierda se haya convertido hoy en compañera de viaje de supremacistas vascos y catalanes?

R. Muchos dicen que es el resultado de la larga noche franquista. La reacción contra Franco. Si este era centralista, un demócrata (y más un demócrata de izquierdas) tendrá que apoyar toda aspiración autonomista y, en última instancia, lo que llaman la autodeterminación de los pueblos. Pero yo creo que el problema es más profundo, viene de varios siglos atrás, como trato de mostrar en el libro.

»A millones de españoles no les gusta la historia de España. No se reconocen en ella. Quisieran que hubiera sido de otra forma, pero ha sido la que ha sido, para bien y para mal. Yo aquí diría que falta un poco de madurez política e intelectual. Asumir la historia no es aprobarla. Tampoco hace falta. Es absurdo aplicar categorías éticas actuales a un pasado que se regía por otros parámetros.

El mito de la España vaciada

P. Apunta en el libro que hay que desmontar mitos como el de la inevitabilidad de la guerra civil. ¿Pudo haberse evitado?

R. Es obvio que se podría haber evitado, no existe el determinismo histórico ni una maldición que nos aboque a la catástrofe. Algo muy distinto es que se abonaran todas las condiciones para hacerla posible y eso se hizo a conciencia por unos y por otros. Ahora bien, como se reconoce en el propio planteamiento, eso de la inevitabilidad, como las dos Españas a garrotazos, son mitos que no sirven a la verdad histórica sino a fines políticos espurios.

P. Otro mito es el de la España vacía o vaciada, “porque nunca estuvo llena”. ¿Por qué las tensiones entre lo urbano y lo rural se han sufrido en España con un dramatismo raro y exótico?

R. En la mayor parte de los países hay contrastes de ese tipo, zonas despobladas frente a otras de gran concentración humana. En España falta una mirada curiosa hacia fuera de nuestras fronteras. Si se hiciera eso, nos daríamos cuenta de que ninguno de nuestros problemas es exclusivo de nuestra nación. Aquí se ha llegado a decir que la España vacía constituye casi algo único en el mundo. Y parece un descubrimiento de ayer mismo, cuando es una cuestión secular, que hay que tratar con rigor pero sin dramatismo impostado.

»Todo lo contrario de lo que se ha hecho. Es un problema complejo que no admite soluciones fáciles ni rápidas. Por eso mismo se utiliza en el debate público de forma demagógica pero no se arbitran medidas eficaces porque, en cualquier caso, estas tardarán más de una generación en surtir efecto.

"La vertebración de España es una tarea pendiente o inacabada"

P. Apunta que en el fondo de todo subyace "un patente fracaso en la articulación económica y política de España". ¿Tiene solución a medio o largo plazo, o el futuro apunta a una creciente disgregación?

R. En efecto, ese es un problema estructural que venimos arrastrando desde hace siglos y es una de las claves que permite explicar la situación actual. La adecuada vertebración —por emplear un término clásico— económica y política de España es una tarea pendiente o inacabada, un reto de proporciones colosales. No veo, sin embargo, a los políticos actuales muy preocupados por ese objetivo supremo. Desde luego a corto o medio plazo no encuentro tendencias que apunten a una solución del problema y sí, por el contrario, movimientos que pueden agravarlo.

P. Para terminar: ¿hay motivos para el optimismo?

R. ¡Por supuesto! Si dijera que no, estaría tirando piedras contra mi propio tejado. Pero para ello hay que arrumbar la óptica de lo inmediato que, como una lupa, agranda nuestros defectos y las dificultades objetivas y adoptar una perspectiva más distanciada, para valorar el camino recorrido en las últimas décadas. Y hay que pensar que, pese a las adversidades, el futuro depende en gran medida de nosotros mismos.

»Por ello es tan importante arrumbar el mito del fracaso, primero porque es un criterio rígido, injusto, puramente masoquista; segundo, simplemente, porque no responde a la realidad y, tercero, por encima de todo, porque no sirve como instrumento para construir el futuro. Ha habido durante mucho tiempo en España un regodeo en el fracaso. Por descontado, no debemos caer en el extremo opuesto, hay que ser críticos. Pero el diagnóstico del fracaso debe trocarse por el descubrimiento de la oportunidad y el estímulo de las propias fuerzas.