Excommunity manager de una popular marca de queso cheddar británica y columnista sobre las subculturas de internet, la mente de Roisin Kiberd colapsó en 2016, cuando sus trastornos alimenticios y sus problemas de insomnio, agravados por un trabajo del que no sabía desconectar ni de día ni de noche –las redes sociales y otras plataformas online–, intensificaron su situación.

"Supe que no podía echarle la culpa de mis problemas a la tecnología y tampoco a la gente, pero que, en mi caso y probablemente en el de otras personas, internet y la salud mental estaban íntimamente relacionadas", reflexiona en Desconexión. Un viaje personal por internet (Alpha Decay). Para entonces, Kiberd ya llevaba unos años escribiendo sobre la relación entre internet y la vida real. "Pero la vida ya no me parecía muy real. Gran parte de mi tiempo lo pasaba a solas con mi portátil, contemplando cómo una cultura nueva y turbulenta hacía aparición en la pantalla", describe.

En este ensayo, con traducción de Albert Fuentes, la escritora irlandesa disecciona, a partir de su propia experiencia, cómo la vida online se ha convertido en una fuente de insatisfacción inagotable para muchos de nosotros, hasta el punto de llegar a cambiar nuestra forma de relacionarnos con el mundo real y nuestras rutinas más personales. En un recorrido que va desde el uso de las redes sociales, la música o los hábitos del sueño hasta las aplicaciones de citas, Kiberd nos alerta sobre los peligros de una excesiva interconexión y de nuestro consumo de tiempo en la red, alentado por un capitalismo voraz, que vive de comercializar nuestros datos más privados.

"Hemos adoptado unas tecnologías que manipulan nuestras emociones y limitan nuestra visión del mundo –escribe–. Las redes sociales, en especial, nos animan a escribir antes de pensar o comprobar la veracidad de la información, y a ver la vida de la misma manera que una máquina categoriza los datos: en pares binarios, lo que deja poco margen para la complejidad".

Trata de personas versión web

Su experiencia "como queso en internet" le abrió en parte los ojos. "Si pides a tus seguidores que hagan algo –dar un like, compartir o suscribirse–, es muy probable que lo hagan", dice. Con un sueldo medio-bajo y un horario ininterrumpido, debía estar pendiente de las redes día y noche, llegaba pronto a la oficina y siempre salía tarde. Aquello repercutió en su propia salud. "Era una bulímica practicante y transformaba el asco que yo misma me daba en un comportamiento autolítico en vez de atacarlo como es debido", comparte ahora.

Portada de 'Desconexión'. Alpha Decay

Aquel panorama se transformó aún más cuando las redes sociales más importantes de la época –Facebook y muy por detrás Twitter– permitieron la publicidad dirigida y geolocalizada, a partir de los me gusta y las fotos de los usuarios. "Era como dedicarse a la trata de personas: gráficos de sectores y tablas numéricas, y los propios usuarios empleados como publicidad", asevera la escritora.

Las agencias publicitarias y los medios tradicionales habían sido eclipsadas por las plataformas de las redes. "Nadie podía llevarles la contraria porque todo el mundo las necesitaba por los clics. Los clientes nos daban dinero y nosotros se lo dábamos a Facebook y Twitter para acceder a los datos que atesoraban. Era como poder espiar por un instante la visión cenital, divina, que las redes sociales tienen sobre sus usuarios; nosotros también podíamos llegar a ellos, pero con la condición de que estuviéramos dispuestos a pagar a las plataformas el billete de entrada", explica la columnista que, al cabo de un año, dejó su trabajo en Londres y volvió a Dublín, donde empezó a escribir artículos para páginas webs y publicaciones varias.

Consumidores de emociones

El mundo con el que Kiberd se encontró era casi una distopía en sí misma. Al entusiasmo inicial por las redes sociales como herramientas para cambiar el mundo siguió un panorama donde los propios filtros y las burbujas de estas plataformas capitalizaban nuestros datos y nos mantenían en un continuo estado de vigilancia.

"No siempre tuvo por qué ser así –cuenta–. Al principio, las redes sociales eran un lienzo para la expresión personal, en toda su extrañeza y diversidad. Avatares, pseudónimos y personajes cuidadosamente diseñados según las reglas del juego eran moneda corriente en la vida online, y la cultura de los foros y de los blogs en la década de 1990, e incluso las redes sociales de principios de la de 2000, se basaban en que los usuarios emplearan nombres inventados".

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Bajo este panorama, "internet era un sitio para reinventarse, en el que se daba más valor a la creatividad que a la verdad. Los videojuegos multijugador online, los blogs y las fotos anónimas animaban a sus usuarios a experimentar con la identidad, permitiéndoles formas de expresión personal que no podían practicar en la vida fuera de la red, lo que incluía la experimentación con el estilo, las dinámicas de poder, la sexualidad y el género".

Nada que ver con aquel idílico inicio, sin embargo, lo que comparten los usuarios de Facebook hoy, según la experta, "es que todos ellos generan datos, contenido audiovisual e interacciones, de los que la empresa obtiene dinero. Por su parte, lo único que preocupa a Facebook es continuar sacando beneficios de este modelo de negocio sin asumir ninguna responsabilidad por lo que ocurre en su plataforma".

Bajo esta premisa, alerta, "los ingresos de Facebook provienen de nuestros 'me gusta' y de lo que nos disgusta, de las relaciones que tenemos, de nuestras conductas y de nuestros contactos. En este sentido Facebook es una máquina que mercadea con lo que nos hace humanos, y, si de verdad pudiéramos comprender cómo funciona, veríamos que vende nuestra humanidad al por mayor".

Al contrario que la red social original de Zuckerberg, en Instagram "lo visual tiene prioridad sobre las publicaciones de texto o la adhesión a grupos, de ahí que la burbuja en la que esta plataforma atrapa a sus usuarios sea estética. Para muchos usuarios, especialmente las mujeres, ello ha dado pie a la aparición de la 'cara Instagram', un look creado con maquillaje y, cada vez más, con intervenciones quirúrgicas, a fin de recrear el de las celebridades que son populares en este medio. Para otros usuarios, lo que atrapa son las fotos de riqueza –coches, vacaciones, noches de fiesta y ropa cara–. En todos los casos se activa la misma dinámica: la persona que aparece en la imagen siempre estará ahí, viviendo, posando, disfrutando de una vida digna de Instagram, mientras tú, a solas con el móvil, consumes vicariamente su emoción".

Netflix: fuente interminable de insomnio

Más allá del uso de las redes, una parte importante de los ensayos de Kiberd en Desconexión están dedicados a sus particulares trastornos del sueño, lo que impacta directamente sobre sus problemas de salud mental. "Gran parte de la ansiedad que experimento de noche se debe a las redes sociales en vez de a la vida real –alega–. Internet ha preparado mi mente para las distracciones, hasta el punto de que dormir parece algo distante, por no decir imposible".

Sin embargo, el suyo no se trata de un caso aislado, ni mucho menos. En los últimos años, España se ha convertido en el país del mundo que más consume benzodiacepinas, los medicamentos que ayudan a conciliar el sueño, un mal endémico que parece ir en cierta consonancia con las tecnologías.

Y es que, para la propia Kiberd, la historia de la tecnología moderna es, de hecho, una historia del insomnio. "En 1877 –explica–, Thomas Edison creó el fonógrafo, el primer dispositivo que permitía a un usuario grabar y reproducir sonidos cómodamente con una lámina metálica. Dos años después, en 1879, el mismo Edison patentó la primera bombilla incandescente, que desarrolló con la ayuda de un equipo al que llamó la 'Brigada del Insomnio'. Es bien sabido que Edison era reacio al sueño; trabajaba hasta bien entrada la noche, intercalando breves cabezadas para recargar pilas. Conjugó su misión de popularizar la bombilla con la causa de dormir menos y trabajar más, como dejó escrito en su diario", sostiene.

España registra las cotas de sueño más bajas de Europa occidental. Pablo García Santos

Sin irnos tan atrás en el tiempo, varios estudios recientes han señalado, por ejemplo, que el uso de dispositivos móviles antes de ir a la cama afecta negativamente a nuestras rutinas nocturnas. La explicación científica se encuentra en que la luz azul que emiten nuestros teléfonos interfiere con la melatonina, la hormona encargada de vigilar nuestro ciclo de sueño, e impide que podamos descansar adecuadamente. Sin embargo, las redes sociales están pensadas precisamente para lo contrario.

"El desplazamiento infinito fue popularizado por Facebook y Twitter, a los que se sumarían más tarde Pinterest, TikTok, etc... Las plataformas están enamoradas del desplazamiento infinito porque mantiene enganchados a los usuarios. Ello obedece a la naturaleza de nuestro cerebro, que tiene un hambre insaciable de novedades. Lo que queremos siempre está escondido, justo fuera de los bordes de la pantalla", analiza la escritora.

Para Kiberd no solo las redes sociales operan en contra de nuestro descanso. Plataformas como Netflix, sostiene, son usadas a menudo para aplacar el insomnio con contradictorios resultados. Como ocurre con todas las actividades online compulsivas, explica, "también parece que las maratones de series –especialmente las de Netflix– están relacionadas con una mala salud mental. Una encuesta realizada a espectadores compulsivos llevada a cabo por las universidades de Michigan y Leuven en 2017 relacionó esta práctica con la fatiga, un sueño de mala calidad, el insomnio, la depresión, la ansiedad y los sentimientos de soledad".

En este sentido, alega, "los estudios científicos sobre Netflix y el sueño, y los medios de comunicación y el sueño en general, se centran en las relaciones entre ver vídeos y el insomnio", sin embargo, "no es fácil saber qué fue antes, si emplear estos servicios provoca insomnio o si los insomnes tienden a gravitar hacia ellos".

Ligar en tiempos de Tinder

Y si las redes sociales y las plataformas han determinado de algún modo el tiempo de nuestra vida privada, el uso de aplicaciones para ligar, como Tinder o Bumble, ha cambiado nuestras formas de relacionarnos de un modo que puede resultar irrevocable. "Me parece evidente que las aplicaciones de citas han cambiado los hábitos para encontrar parejas –sostiene la autora–. También me parece obvio que estas aplicaciones, que se basan en los datos y las probabilidades, y que exigen una aptitud igualmente fría y estadística, así como la disposición a hacerse selfies que sean sugestivos pero sin pasarse para poder tener éxito en ellas, han creado una determinada mentalidad en sus usuarios".

Relaciones rápidas y esporádicas que buscan paliar nuestros deseos sexuales y nuestra soledad más inmediata es el nuevo paradigma que desdibuja la escritora. "Los anuncios de las aplicaciones de citas siempre hablan de nuevos principios, pero casi nunca aseguran que una relación vaya a durar. Son perfectas para una generación a la que se ha negado la estabilidad: tener una casa en propiedad, seguridad laboral y la posibilidad de madurar", afirma.

Sin embargo, reconoce, "la realidad sobre el sexo esporádico y la tecnología sin duda es mucho más compleja. Los datos indican que la gente usa estas aplicaciones para encontrar pareja estable, así como ligues de una noche". Bajo esta premisa, aunque la mujer, mantiene, se halla "en la infrecuente posición de tener una ventaja intríseca" con respecto a los hombres, al haber muchos más usuarios masculinos, estas prácticas, señala, representan también un problema mucho más amplio.

Imagen de un aplicación de citas. iStock

"En los medios online, se habla sin cesar de lo desagradables que son estas aplicaciones para las mujeres, de los insultos machistas que tienen que aguantar, de las fotopollas no solicitadas y de los mensajes insistentes de asquerosos desconocidos. Nadie lo discute. En este sentido, los problemas que sufren las mujeres en las aplicaciones de citas son el reflejo de su experiencia general en internet. Las aplicaciones de citas, y las dificultades que plantean, nos hablan de la breve y, sin embargo, complicada historia de un mundo online dominado por hombres, un mundo en el que, durante los primeros tiempos del internet moderno, se asumía por defecto que los usuarios de los foros eran hombres".

Y si la realidad ha cambiado, el lenguaje también se ido adaptando a los "comportamientos extraños e inhumanos frecuentes" que se dan en estas aplicaciones con conceptos como el ghosting, benching –cuando aparcas a alguien a un lado- o zombieing –cuando reaparece un match aparentemente muerto-. "La gente no suele emplear estas expresiones en voz alta, aunque estoy segura de que las sufre y practica personalmente. De forma discreta, nos hemos acostumbrado a tratarnos los unos a los otros de la misma manera que nos trata Silicon Valley: como sujetos de datos, como nodos en un sistema".

Síntomas y cura transitoria de un problema moderno como la soledad, si algo reprocha Kiberd a las aplicaciones de citas es "aprovecharse de la situación, no haberla creado". Lo que desarrolla un poco después. "Toda relación es una promesa de futuro. Incluso un rollo de una noche, para una persona con la dosis indicada de romanticismo desatinado, puede servir a tal efecto. Lo que hacen las aplicaciones es dedicarse a traficar con futuros, seduciéndonos con un mundo de posibilidades para inmediatamente después lanzarnos a toda velocidad al siguiente match, la siguiente interacción, de la que extraerán más datos con los que engordar sus cuentas de resultados. Estas aplicaciones sacan partido del tecnocapitalismo en su versión más invasiva, más apremiante e insistente, mientras nos ocultan su afición a tratar al usuario como un objeto de usar y tirar".

Una práctica a la que nos acostumbra un mundo digital vívidamente diseccionado en este estremecedor e imprescindible ensayo.