Fernando Aramburu. No sé si la denominación de “España vacía” es obra tuya o la hallaste en algún texto ajeno. Me atrevería a asegurar que hará fortuna en el imaginario colectivo de nuestro país. La oí, por cierto, no hace mucho en uno de tantos debates broncos a los que nos tienen acostumbrados nuestros desasosegados parlamentarios de la cepa hispana, aunque vete tú a saber si el diputado que lo empleó sin mencionarte ha leído tu ensayo o lo ha leído hasta el final. Me llama la atención el subtítulo que le pusiste al libro: Viaje por un país que nunca fue. No parece que te merezcan especial interés las esencias patrias, tampoco que te duela poco ni mucho España ni concibas España como problema; antes bien, como campo interesante de estudio. Quizá mi miopía me impide ver en ti un heredero de Ganivet, de Unamuno, de Joaquín Costa. Yo diría que das la imagen de un ciudadano instruido, irónico, clarividente, que se mete debajo de la mesa de su país y reúne migas, detalles, curiosidades y datos que estaban ahí sin que el ciudadano común, nublado por las noticias del telediario, hubiese reparado en ellos. Manuel Vilas, que como tú ha respirado largamente el aire de Aragón, aún muestra en sus libros una relación dolorida con España. La aborrece, la ama y a veces la aborrece y la ama al mismo tiempo. En ti se percibe una aceptación mayor sustentada en una escritura serena. A menos, claro está, que secretamente estés tocando el violín en la orquesta del Titanic.

Sergio del Molino. La expresión “España vacía” se me ocurrió para titular el libro. No me extrañaría que alguien la usase antes en algún contexto, pues no es una imagen recóndita o difícil de concebir, pero no la he tomado de nadie. Creo que defines bien mi posición de paseante curioso: no me siento cercano a los Unamunos ni a los Ganivets. De hecho, su obsesión nacionalista me suena antipática y poco legible hoy. Tendría más cosas que hablar con un Machado o con un Azorín, que eran paseantes y paisajistas. Para mí, España es, sencillamente, el lugar en el que vivo, y los lugares que se habitan tienen que estar desdramatizados, o no hay forma alguna de habitarlos. Sucede también con las casas: uno no puede vivir con fantasmas en las habitaciones, es insoportable. Si me permites, creo que tú has escrito mucho sobre eso. ¿No es, acaso, el tema dePatria? Yo nací en 1979 en el mismo hospital donde murió Franco y entiendo que la generación de mis padres no pueda quitarse el franquismo de encima en su vida, pero los que no hemos crecido manchados por ese tiempo de pequeñez y miseria moral debemos alegrarnos por vivir en un país que se esforzó por abrir las ventanas y sacudir un polvo de siglos, algo que, en buena medida, consiguió. Quiero creer que no toco el violín en el Titanic. Si es así, no soy consciente de que se está hundiendo, lo cual sería mucho más terrible.

"No me siento cercano a los unamunos ni a los ganivets. Su obsesión nacionalista me suena antipática y poco legible hoy". Sergio del Molino

FA. No quiero presumir de viejo, pero quizá por edad yo podría pertenecer a la generación de tus padres. Te aseguro que, fracasada la intentona de golpe de Estado de 1981, que me pilló en Zaragoza, donde tú resides, Franco, su régimen, sus huesos, desaparecen del debate público, lo que en el fondo es la mayor derrota que se le podía infligir. El franquismo ya no nos servía para elegir casilla en nuestro tablero ideológico. De forma razonable entendemos que la partida se juega en Europa. El deseo colectivo de desprenderse del pelo de la dehesa dio a España una cosa rarísima en su historia: una tarea común. El canon literario sufre un cambio radical. Caen en el olvido las viejas glorias habituales en los libros escolares (Palacio Valdés, Gregorio Marañón, Eugenio d'Ors...) y hasta se pone de moda detestar a Galdós. Yo llego a Zaragoza en 1979, por los días en que tú estás ocupado en tu nacimiento. Aquello, ciertamente, no era Venecia. El edificio de la facultad de Filosofía y Letras me pareció cutre; pero, significativamente, allí trabajaba un elenco de profesores que frisaba en la treintena. En clase se habla de jazz, de cine internacional, de escultura moderna. Aún no hay AVE ni se ha celebrado la Expo, pero Zaragoza también ha empezado a abrir las ventanas. Ignoro si Zaragoza es hoy día un barrio de las afueras de Madrid o de Barcelona al que vas a pernoctar. Me gustaría conocer la relación del autor de Lugares fuera de sitio con esa ciudad a la que me vinculan recuerdos imborrables.

SdM. Hace poco que me he mudado a un piso antiguo de techos altos en un lugar privilegiado de la ciudad, y desde mi ventana la veo hormiguear: los zaragozanos son muy paseantes, siempre están en la calle pese a que el clima es horroroso, y gracias a esas vistas llevo un tiempo en paz y armonía con todas sus zaragozadas. Creo que aún está lejos de ser un barrio de las afueras de Madrid, aunque podría serlo perfectamente. Yo voy todas las semanas al menos un día a Madrid, y no me cuesta nada plantarme allí, pero no siento necesidad de irme a la corte: Zaragoza es un refugio que me da distancia y me permite esconderme cuando quiero esconderme. A menudo, en la prensa local, se refieren a mí como “el escritor madrileño afincado en Zaragoza”, y cuando escriben eso me siento un poco hacendado cafetero, sentado en el porche de mi finca, cebando una pipa. Lo cierto es que me gusta mucho meterme con Zaragoza, en plan incordión, porque hay cuatro o cinco (no más) guardianes de las esencias que se enfadan enseguida, y es divertido verlos saltar, pero, más allá de algunos provincianismos más o menos tópicos, soy muy feliz aquí. Ahora anda un poco aburridota. Han cerrado librerías, como bien sabes, se ha achicado la vida cultural y está el panorama tristón, pero he vivido años espléndidos y vibrantes donde escritores, poetas y músicos nos mezclábamos mucho. Félix Romeo brillaba en aquella Zaragoza ya pretérita. Aunque ahora haya cierta depresión, siempre me ha sorprendido la potencia literaria de la ciudad, su capacidad para parir escritores. Conozco bien España, me la he recorrido del revés y del derecho, y ni en ciudades de tamaño similar o mayores, como Sevilla, Valencia o Bilbao, he visto una escena literaria tan agitada como la zaragozana. No enumero autores para no olvidarme nombres y que no se enfaden.

FA. Poco me cuesta otorgar a Zaragoza la categoría de mito positivo. Viví en la ciudad un total de tres años con la condición de estudiante, dispensado de responsabilidades incómodas. Allí exprimí la juventud, allí me licencié y conocí a la persona con la que, transcurridas más de tres décadas, sigo conviviendo en Alemania. Para ti Zaragoza ha sido también lugar de tragedia, como bien saben quienes hayan leído La hora violeta, donde testimonias la pérdida de tu hijo Pablo antes de cumplir dos años. Como resarciéndose de la muerte del suyo, Umbral anuncia en Mortal y rosa que se transformará en una escritura incesante, en una inundación de artículos y libros redactados a chorro. En tu libro le dedicas a Umbral una reflexión lúcida. Más cerca de tu tentativa de fijar una experiencia dolorosa en texto veo a Piedad Bonnett, quien en Lo que no tiene nombre traza una crónica de un desnudamiento sin concesiones sobre el suicidio de su hijo. No me siento autorizado a sentarme a vuestros respectivos escritorios. No sé hasta qué punto tú negociaste con la lengua escrita y la convenciste para que se dejara modular de la manera más adecuada posible, sin frivolidad, sin ornamentos superfluos, sin excrecencias de estilo, con altura literaria y con las palabras requeridas por una confesión llevada a cabo con propósito de veracidad. Luego te llega un éxito que juzgo apenas gozoso, te expones a la simplificación del reseñista, te ves comentando confidencias penosas en los medios de comunicación y me dijiste que algunos amigos tuyos no se atrevieron a leer el libro. Difícil, difícil.

"¿Acaso la España vacía no es un país cuyos habitantes corren a amontonarse en las ciudades?" Fernando Aramburu

SdM. Con La hora violeta me han pasado muchas cosas que no sé manejar. Una de las más frecuentes, encontrarme reseñas muy elogiosas del libro con las que estaba rotundamente en desacuerdo: las que utilizaban palabras como “superación” y otros psicologismos baratos, por ejemplo. Como el libro nunca ha dejado de reeditarse, no he podido distanciarme de él. No pasa un mes sin que me inviten a algún sitio a hablar sobre el duelo y la muerte. Lo he presentado hasta en China. A veces he pensado que ya estaba bien, que no podía hablar de él constantemente, que ya no iba a aceptar más invitaciones y que sería elusivo en las entrevistas. Porque me agota. Físicamente, me agota. Cuando termino un encuentro con lectores o cualquier acto en cualquier ciudad, me siento exhausto y arrasado y solo quiero volver al hotel y encerrarme. Ya sé que nada me obliga, que me lo busco yo solo y que no tengo derecho a quejarme, pero, al día siguiente, siento que ha merecido la pena.

»No tanto por el libro y sus lectores, sino por mí: es una suerte que La hora violeta siga encontrando lectores (como tú, sin ir más lejos), porque me permite mantener el recuerdo de mi hijo muy presente y pegado al cuerpo, y eso es algo que no quiero perder. Además, a pesar de la exposición pública, que tiene su frivolidad y su acartonamiento, no tengo la sensación de haber malbaratado el libro: siempre he controlado el discurso, nunca he sentido que me despeñaba por una pendiente de morbo y sentimentalismo. Siempre he hablado de literatura y siempre me he enfrentado a lectores que lo han entendido como una obra literaria. Cuando me han invitado a foros donde eso no estaba claro, como algunos platós de televisión, he rechazado las invitaciones. En cualquier caso, por no salirme de tu reflexión sobre la negociación con la lengua escrita, sí, su escritura fue una batalla contra los adjetivos y contra las subordinadas: buscaba una expresión esencial y directa que ahuyentase cualquier resquicio de melodrama. Creo que eso es lo que resulta insoportable a algunos lectores, incluso a algunos amigos míos.

Sergio del Molino. Foto: Asís G. Ayerbe

FA. A mí no me habría sorprendido que el impacto emocional de un libro como La hora violeta hubiera sido menor si los lectores hubiesen constatado que lo que se cuenta en sus páginas es ficción novelesca y no cosa vivida. Imagino el morbo de conocer de cerca al autor. Porque, claro, en el sentir popular no es lo mismo escuchar a quien inventó una historia que a quien la protagonizó. Voy a aventurar aquí una tesis. Esa especie de pena deleitosa ante la desgracia ajena constituye, desde luego, un rasgo humano por antonomasia; pero creo que en España es inducida de forma incesante, sobre todo por los medios de comunicación. Miro a diario los noticiarios de televisión alemanes y españoles. En mi país de residencia, casos como el del padre que se supone que mató a sus hijos y los quemó o el del niño que permaneció durante trece días atrapado en el fondo de un pozo apenas merecerían una breve atención mediática. Después, los interesados pueden acudir a la prensa amarilla a saciar su curiosidad. A mí me deja boquiabierto el tratamiento pormenorizado que la prensa española concede a accidentes mortales, cogidas de toros y crímenes de toda índole, particularmente si en ellos están implicados como víctimas niños o chicas. Esto quizá no estaría mal si nos diese la ocasión de aprender algo que nos mejorase como personas, cosa perfectamente esperable de un libro meditado y bien escrito como el tuyo. ¿Pudiera ser que la sangre de los otros tenga efectos culturales que a mí se me escapan? Ignoro hasta qué punto aquel palo que te sacudió la vida intervino en la conformación del hombre y el escritor que ahora eres. Se te ve, eso sí, cuidadoso de tus palabras y ponderado en tus declaraciones.

SdM. No creas que soy tan cuidadoso, me tengo por bastante impulsivo y un tanto bocazas. Soy un entrevistado agradecido porque siempre doy algún titular fruto de una incontinencia verbal que no ajusto bien (y que, a estas alturas, no me voy a molestar en ajustar). Fíjate que yo no he percibido morbo en los lectores ni creo que lo hayan buscado. Desde luego, los que se han acercado a mí lo han hecho siempre con un pudor enorme y con cierta torpeza, porque quieren hablar conmigo pero no saben cómo hacerlo. Al contrario, creo que un relato como el de La hora violeta intimida y asusta. Yo no percibo esa sed morbosa, me llega mucho más un rumor condenatorio. Lo he debatido muchas veces con Manuel Vilas, cuando hemos hablado del carácter testimonial de nuestros libros: hay un poso católico en la sociedad española que hace que nuestros libros suenen indecentes. Lo decoroso sería comportarse como se espera de un creador: sublimar nuestros traumas, embutiéndolos en nuestra obra con símbolos, metáforas y alegorías, nunca utilizando esa primera persona impúdica que habría que reservar para el confesionario. Por supuesto, la indecencia llama al morbo, pero ese reproche me ha llegado de diversas formas y desde diversos ámbitos, y me ha inquietado más que el público que se ha acercado con interés. En cuanto a mi transformación, aciertas. La muerte de mi hijo me cambió tanto que no me reconozco en el que fui. Es un cambio interior, tal vez inapreciable en los gestos y en el comportamiento, pero rotundo e irreversible para quien sabe verme.

"El reto democrático es que la gente elija dónde vive por razones distintas a la pura necesidad". Sergio del Molino

FA. De hecho, el debate de estos últimos años sobre la pertinencia de la autoficción no tiene correlato en Centroeuropa, donde desde hace siglos se han cultivado con notable intensidad los géneros del yo: la literatura diarista y epistolar, la autobiografía, el Bildungsroman, etc. Goethe, Thomas Mann, Thomas Bernhard, Canetti y tantos otros no han tenido empacho en legarnos cientos de páginas descriptivas de su privacidad, abundando incluso en aspectos pecaminosos desde la perspectiva de la religión o inmorales o de interés clínico, que en España, como dices, se reservaban tradicionalmente a la rejilla del confesionario. Ahora bien, asistes en una ciudad española a la expresión de lo espiritual, de lo más íntimo, de aquello en que se supone que se asienta nuestro ser, y pronto ves la llaga y el quejío que yo, quizá erróneamente, veo prolongado en la exhibición de desgracias, crímenes y hechos de una carnalidad tan primitiva como insufrible en los medios de comunicación. Todo esto apunta a una sociedad en la que está muy difundido el instinto gregario, avezado a la letanía compartida; un espacio social donde uno, por el mero hecho de salirse de la norma, debe pedir disculpas, justificarse o arrimarse a toda pastilla a una opción política que le procure un salvoconducto. ¿Acaso la España vacía no es la de un país cuyos habitantes corren a amontonarse y a perder perfil propio en centros urbanos? Desmiénteme, por favor.

SdM. No tengo forma de compararlo, pues mi conocimiento del extranjero es muy superficial. Solo soy viajero, aunque me gusta viajar mucho, pero nunca he vivido en otro país, más allá de algunos meses al año que pasaba en Francia. A quienes tenéis la suerte de contemplar España desde cierta lejanía os hieren cosas que a los que vivimos en medio de su ruido cotidiano nos pasan inadvertidas. Yo no creo que haya una expresión trágica o barroca o desgarrada sustancialmente distinta a la que se puede contemplar en el paisaje social y mediático de cualquier país desarrollado, ni creo que la individualidad y la transgresión de la norma se penalicen aquí más que en otros países. Incluso yo, que siento una animadversión patológica por los excesos folclóricos y las manifestaciones públicas religiosas, y me pongo enfermo de verdad cuando me cruzo con una procesión de Semana Santa, me siento libre y desahogado, en absoluto constreñido por liturgias morbosas. Una de las autoras que mejor ha estudiado cómo la opinión mayoritaria anula al individuo es precisamente alemana, Elisabeth Noelle-Neumann, que acuñó el concepto de “la espiral del silencio” al estudiar la sociedad supuestamente liberal de la Alemania de los años 60, y no creo que haya habido una expresión histórica más extrema de gregarismo que el nazismo. Ir por libre siempre ha merecido un castigo social en todas partes, y una ventaja que tienen las aglomeraciones urbanas con respecto a la España vacía es que el amontonamiento genera espacios de libertad imposibles en los pueblos, donde el control social es mucho más fuerte (qué te voy a contar que no hayas escrito tú). Pero la gente no ha huido del campo para encontrarse a sí misma en la ciudad. Simplemente, ha ido a buscar trabajo.

FA. Resido en un país cuyos habitantes cambian a menudo de ciudad por motivos diversos, sin la consecuencia del amontonamiento ni de la “Alemania vacía”. Esta conformación demográfica semeja la de mi País Vasco natal. Todo lo contrario de Aragón, donde algo más de la mitad de sus habitantes os apretáis en un solo municipio. Claro, tenéis AVE, colegios, hospitales... Si me sirvieras el concepto de “espacios de libertad” con un poco de guacamole, te lo agradecería.

SdM. Sí, necesita guacamole y muchas especias para tragar el concepto, porque es reduccionista y tópico, lo reconozco, pero apunta a una verdad: si Aragón no tuviera esa hidrocefalia que es Zaragoza, no habría prensa ni cultura ni pluralidad política. Dicho esto, el reto democrático es que la gente elija dónde vive por razones distintas a la pura necesidad de disponer de un colegio o servicios básicos que deberían estar al alcance de todos.

FA. ¿En qué descampado de España fundarías una ciudad de ochocientos mil habitantes?

SdM. Pobres habitantes si dependen de mí como fundador. Ojalá nadie sufra tal destino, pero me los llevaría a los Arribes salmantinos, que son perfectos para un falansterio.

@FernandoArambur