Thomas Mann, por Gusi Bejer

Thomas Mann, por Gusi Bejer

Letras

Thomas Mann. La vida como obra de arte

8 enero, 2004 01:00

Hermann Kurzke

Traducción de Rosa Sala. Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2003. 763 páginas, 39 €

Una biografía de Thomas Mann (Löbeck, Alemania, 1875-Zurich, 1955) ha de serlo de su personalidad, de su familia, de su país y de su época, de su obra y de su creación y de la cultura occidental y de Europa. Después de Goethe no hay una figura que sea superior a la de Mann: que sea tanto y que signifique tantas cosas.

Su paralelo en lengua inglesa sería Eliot, pero Mann lo supera; y su homólogo español sería Ortega, al que tanto se parece: sobre todo, en su “antifascismo prematuro” y en su papel de praeceptor Hispaniae, aunque a Ortega le falte el aplomo moral de Mann. El libro de Kurzke es, tanto por su rigor como por su exhaustiva documentación, excelente; pero aún lo es más por la valentía de sus planteamientos y la bienintencionada honestidad de su interpretación.

Esta biografía es un equilibrado ejercicio de hermenéutica que sopesa los datos y métodos de la filología incorporando a ellos un sentido que el texto -y sólo el texto visto a la luz determinante de la época- puede y sabe dar. En la página 761 casi pide permiso por “tomar las ficciones” como si fueran “hechos biográficos”, aunque reconoce que, en el caso de Mann, “es precisamente la obra literaria” la fuente biográfica “más rica en información”. Explica que Mann “quería que su vida estuviera ordenada”, que fuera “una obra de arte vital cerrada en sí misma”, y que ello le obligó a entablar “un desesperado combate contra el caos”. Como él mismo anotaría en su diario el 20 de septiembre de 1953: su vida resultó toda ella “embarazosa” y fue una mezcla “de tormento y de esplendor”. Optó por encontrar más que por inventar y en las lecturas de Schiller aprendió el distanciamiento reflexivo como para fabricar una máscara que le protegiera de sí mismo tanto como de los demás. Su infancia transcurrió “abrigada y feliz” en su casa patricia; su experiencia de la escuela fue traumática, y sus primeros escritos surgen junto con el primer amor. Kurzke no elude describir la clase de amor de que se trata y, a lo largo del libro, llega a explicarla muy bien tanto en lo que es como en sus distintos motivos y actantes. Lo que no le impide afirmar que “Thomas Mann no llevó una doble vida”, porque para él “el reino límpidamente irreal y onírico de las satisfacciones imaginarias era más importante que el contacto real, que siempre resulta insatisfactorio”. A los 14 años se ve a sí mismo como “poeta lírico-dramático”, a los 16 escribe Los sacerdotes, un drama anticlerical en versos blancos, del que se conocen sólo los finales de un acto. Empieza a interesarse por la prosa de los simbolistas vieneses.

La caída del mundo burgués hará de él un artista: la pérdida de rango social lo reafirma en su sentimiento de “elegido” y aprende a sublimar en estética determinadas formas de conducta. La primera época de Munich la califica de “ebriedad metafísica” y considera el erotismo de la muerte como un “sistema de pensamiento lógico-musical”, nacido de la tensión entre la sensualidad y el espíritu. A partir de octubre de 1898 el poeta más citado en su correspondencia es August von Platen, al que imita. Empieza a sentir “el miedo a la pasión” y a la consiguiente pérdida del equilibrio que “el retorno a lo reprimido” comporta. En 1904 su pensamiento político es más conservador que reaccionario y así lo expone en Un poeta nacional, donde defiende la monarquía, el amor a la patria, la religión y la familia. Un viaje a Italia le permite liberarse de todo lo demasiado alemán, en un adelanto de lo que será su visita en 1953 al papa Pío XII, del que escribirá: “No me arrodillé ante un hombre y un político, sino ante un ídolo espiritualmente clemente que encarna los dos mil años de historia”. La idea de la muerte es lo religioso para él, y “la verdadera religiosidad” le parece antiburguesa. El praeceptor Germaniae que, en lucha con G. Hauptmann, quiere ser, le lleva a desarrollar el principio de “moralismo contra sensualidad” que atraviesa su obra. El estallido de la I guerra mundial lo distancia de su hermano Heinrich. Se considera “por completo nietzscheano” y la crítica al pathos de Tonio Kröger le enseña que la ironía permite convertir “un apuro en superioridad”.

Practica la autocensura de los propios sentimientos y el control de su estilo para no “deformarse”y construye sobre ello su personalidad. Su matrimonio con Katia Pringsheim le aporta lo que tanto necesita, una combinación de riqueza y cultura que le obliga “a someterse a la felicidad”. Alfred Kerr, el crítico que aspiraba a la misma mujer, no se lo perdona. Mientras su nueva familia se reafirma, la antigua se descompone. Su defensa del judaísmo como “imprescindible estímulo cultural europeo”, escrito en 1907, le atrae las críticas de quienes lo consideraban demasiado intelectual e internacionalista. Los años de 1914 a 1918 son un enigma en lo que se refiere a su pensamiento político que roza lo reaccionario tanto como la ingenuidad: él mismo los definirá después como “los años más duros de mi vida”. Cree que su protestantismo “es mera cultura, pero no religión”. Comprende que “en cuestiones sociales, la opinión y los dichos de un hombre tienen muy poca importancia”; lo decisivo son “su ser y sus acciones”. Se abstiene de votar en las elecciones del 6 de junio de 1920 y su visión es sombría después de la experiencia de la república soviética de Munich en abril y mayo de 1919. Desde el verano de 1917 sueña con un estado dictatorial mandado por Hindenburg y no sabe aún cuál es su enemigo: si el comunismo o el fascismo. Cree que “la misión alemana es inventar algo nuevo en política, a medio camino entre el bolchevismo y la plutocracia occidental” y afirma que “el antisemitismo es la infamia de toda persona educada y amante de la cultura”.

Su disciplina y sentido del orden le facilitan “poner una gigantesca cantidad de material en relación con un diminuto núcleo de experiencia propia”; siente la atracción del espiritismo considerado una “metafísica práctica”; se reconcilia con Heinrich e inicia su reorientación republicana. La inflación alemana abona el crecimiento del nazismo y Mann sabe reaccionar: en 1932 es un antinazi que ve la amenaza de una inminente “barbarie cultural”. Su politización es contundente. Cree que la verdadera Alemania es él, pero se equivoca: la verdadera Alemania son los otros, y él, como los otros perseguidos y exiliados, una excepción. Las páginas -casi 300- que Kurzke dedica a desentrañar todo esto son un análisis histórico y político, social y moral de las angustias de la inteligencia.

Esta biografía tiene el mérito de mostrar el esqueleto de Europa, sus abismos y la hipocresía y el cinismo que a partes iguales componen su realidad. Su autor lo ha escrito desde una postura moral insobornable y ha construido sobre ello un monumento literario que invita tanto a la reflexión literario-histórica como a admitir el peso de la verdad. El último Mann es -y no sólo como escritor- un gran ejemplo.

Mann y la guerra
La actitud de Thomas Mann ante la guerra refleja el siglo XX europeo. Así, el autor de La montaña mágica “se unió en 1914 al entusiasmo bélico generalizado en torno a lo que luego sería conocida como I Guerra Mundial. Declarado inútil para el servicio militar por unos médicos, quiso prestar un servicio intelectual. Para este fin escribió diligentemente, en agosto y septiembre de 1914, las Reflexiones durante la guerra; después, en septiembre u octubre, Las buenas cartas del frente...” Muchos no entendieron su entusiasmo, pero Hermann Kurzke lo justifica porque la guerra “le libraba de su desorientación y le otorgaba un nuevo sentido a su vida; le libraba de su crisis creativa; le autorizaba a un odio abierto entre hermanos; le ofrecía una oportunidad para satisfacer su ansia de grandeza y convertirse en poeta naiconal alemán; le permitía mostrarse como un hombre frente a todos los que lo habían despreciado por afeminado y sedentario, y, de un modo muy sutil, la guerra parecía ofrecerle una solución al conflicto entre espíritu y vida, entre el matrimonio y la homosexualidad...” El Thomas Mann que se enfrenta a la II Guerra Mundial es radicalmente distinto, ya que se opuso al fascismo desde 1921, y fue enemigo declarado del nazismo. En 1936 se hizo ciudadano checo, y en 1944 adquirió la nacionalidad norteamericana. Expulsado de Europa, luchó además contra la persecución, la desposesión de derechos y el exterminio de los judíos, ya que en 1933 se enteró (y denunció) de la existencia de los campos de concentración. Llegó a afirmar que “sólo una estúpida y corrupta clase dirigente, un atajo de traidores para el que lo único sagrado es el dinero y el beneficio propio” trabajaba en comandita con los nazis. Cuando acabó la guerra, exigió que Alemania fuese castigada, y decidió no volver jamás. La sola idea le horrorizaba profundamente. Tal y como escribió el propio Mann a un amigo, “quien me quiera bien me advertirá en contra de cualquier posible idea mía de regresar”

Contemporáneos
Ernst Jönger (1895-1995) no sólo no atacó a Mann, sino que le defendió como “uno de los pocos que demostró tener responsabilidad para con la lengua emana”. Mann, en cambio, definiría a Jönger como “libertino de la barbarie”.

Las investigaciones de Sigmund Freud (1856-1939) se publicaron de forma contemporánea a las novelas de Mann. De1900 es La interpretación de los sueños; en 1938 se refugió en Inglaterra huyendo del nazismo.

Brecht odiaba a Mann, al punto de cuestionar cómo el pueblo alemán podría justificarse no sólo por haber soportado “las barbaridades del régimen de Hitler sino también las novelas del señor Mann, sin que lo arrollaran las SS”

Robert Musil también huyó a Suiza empujado por el nazismo, aunque en su caso desde Austria. Su novela El hombre sin atributos ha sido a menudo comparada con Los Buddenbrook, de Mann: ambas narran el proceso de desgaste de su sociedad.

En 1905 Einstein presentó su teoría de la relatividad. Mann se interesó por la filosofía de época que quería reflejar en La montaña mágica pero, según Kurzke, no entendió gran cosa.

Mann no tuvo compasión con sus contemporáneos. La prosa de Hermann Broch le parece un “noble aburrimiento”. El suicidio de Stefan Zweig en Petrópolis fue, según él, una muerte “estúpida, débil, vergonzosa”.