El hombre que camina, de Giacometti

Traducción de Núria Petit. Acantilado Barcelona, 2019. 144 páginas. 12 €

El hombre que camina es una de las esculturas más conocidas de Giacometti y una de las más singulares de la escultura moderna. Se trata de una figura alargada, filiforme, que avanza a grandes zancadas, inclinada hacia delante, parece que apresuradamente. Esa inclinación expresa algo como un obstinado deseo de seguir. De avanzar sobre sus piernas rígidas y angostas. Su rostro, marcado por la edad o la aflicción, pertenece a una cabeza que piensa. Es un hombre sin duda solo. Rodeado de un gran vacío. Alguna vez Giacometti dijo que sus figuras eran pequeñas porque las veía desde muy lejos. Pues bien, corroído por la lejanía, este ser endeble camina llevándose a duras penas a sí mismo, por lo demás, lo único que tiene.



La primera versión de esta escultura data de 1947, apenas terminada la guerra mundial. Es difícil dejar de pensar que no se trataba del retrato de un superviviente de la misma. Durante el tiempo de la ocupación, Giacometti abandonó París y se instaló en Ginebra. Parece que en aquel tiempo, el escultor se dedicaba a hacer figuritas de yeso tan pequeñas que cabían en una caja de cerillas. "Empezaba a hacerlas grandes pero terminaban siendo minúsculas. Me parecía que sólo lo minúsculo reflejaba la realidad". Es difícil no otorgar a estas declaraciones una dimensión filosófica, difícil no leerlas como un juicio sobre la humanidad y su insignificancia.



Pues a esta escultura y a sus variantes dedica Franck Maubert (1955) un libro tan breve como intenso, que reúne todo lo que de interesante se ha dicho sobre ella, traza su biografía y la de otras figuras familiares. También indaga en sus orígenes formales. En el interés de Giacometti por las figuras fuera de escala de Tintoretto. Giacometti reconocía como maestros a Velázquez y sobre todo a Cézanne. Una curiosa combinación, en la que se compensa el vuelo con la estructura. Y esa no es una mala descripción de sus propias esculturas. También realiza Maubert una serie de comparaciones. La más extrema, con otro artista al que, más que figurativo tendríamos que llamar "desfigurativo": Francis Bacon. Nada más opuesto a los cuerpos centrífugos y sanguinolentos del irlandés que los secos y esquemáticos del italiano. Si embargo, ambos han sido considerados como la mejor representación de la angustia que atenaza al hombre del siglo XX. En concreto Giacometti, sobre el que escribió un texto canónico Sartre, se vincula al existencialismo. Sus personajes también podrían figurar por derecho propio en el teatro de Beckett, al que le unió "una amistad hecha de silencios".



Es difícil no pensar que el hombre que camina no es el retrato de un superviviente

Algunas de las páginas más interesantes de este libro son las dedicadas a desgranar los métodos de trabajo del escultor. En un estudio de anacoreta, trabajaba sus yesos o bien a partir de un modelado de arcilla o bien cubriendo unas varillas que su hermano Diego disponía según un esquema inicial. Luego trabajaba con los dedos o con espátula. Posteriormente se fundirían en bronce y les sería aplicada una pátina. En cualquier caso, Giacometti sacaba de lo informe una figura que apenas organiza los rasgos de lo humano, que aglutinaba lo menos que se puede ser para ser algo. Algo parecido cabe decir de sus dibujos, tan característicos. Esas madejas de líneas duras como alambre con las que era capaz de cercar una expresión y un estado de ánimo.



En una famosa fotografía de Cartier-Bresson vemos a Giacometti cruzar una calle lluviosa. Con la gabardina sobre la cabeza y su seriedad imperturbable, parece refugiarse más bien del destino que de la tormenta. Maubert dice que ese es el hombre que camina. Que su escultura no es otra cosa que su retrato. A mí en cambio me ha parecido verdaderamente reveladora otra anécdota: cuando Giacomietti tenía 14 años tuvo que pasar un curso interno. Cuando en Navidad regresó para visitar a su padres entró a curiosear en una librería y allí tropezó con un libro de Rodin. Al hojearlo tuvo la certeza de que había encontrado un maestro. Pero el precio era el del trayecto del tren. Giacometti gastó en el libro su dinero y abrazado a él salió a la noche nevada y recorrió a pie los kilómetros que le separaban de su hogar. Rodin realizó también una impresionante escultura titulada El hombre que camina. Me atrae ese juego de espejos entre unos caminantes y otros, el viejo escultor que tuvo que abrirse paso en un clima hostil. El nuevo, en otro que lo es también, meteorológicamente. Y entre años, como una contraseña, un libro en el que hay una imagen de un hombre que camina.



Maubert conoció por primera vez la escultura a la que está dedicado el libro con poco más de veinte años. Y ya no dejó de indagar sobre ella. Aunque su relación fue más emocional que erudita en el libro hay más de acumulación que de interpretación. Sin embargo, como esa figura es sobre todo la nuestra, no está de más mirarnos en ese espejo.