Marta Rebón. Foto: Ferran Mateo

Caballo de Troya. Madrid, 2017. 396 páginas. 20,90 €. Ebook: 3,99 €

Joseph Brodsky afirmaba que tuvo que contemplar San Petersburgo desde la periferia para comprenderla. Marta Rebón (Barcelona, 1976), por su parte, tuvo que contemplar esa ciudad, y muchas otras que ha habitado, desde una perspectiva simultáneamente periférica y central: la que otorga traducir las voces de escritores extraordinarios. La traducción, a la que Rebón califica como "el arte de la imaginación", permite el acceso a conciencias y experiencias ajenas que se revelan, sin embargo, íntimamente (y legítimamente) apropiables, si se paga el precio de la propia transformación: una forma minuciosa de lectura, en fin. A Rebón le debemos traducciones muy valiosas, y este primer libro suyo, En la ciudad líquida, es en cierto modo un enorme tratado sobre la traducción. Pero lo es de un modo lateral, indirecto; porque su naturaleza es múltiple.



En la ciudad líquida se pasea por las ciudades que Rebón ama sirviéndose de lecturas, biografías de escritores, peripecias de personajes, pasajes de la Historia o, asomando al fondo, la propia biografía de la autora, que con frecuencia dirige su discurso a un interlocutor que la acompaña. Gran indagación/divagación a la europea, aunque su mirada se detenga largo tiempo en la cultura rusa o visite África y Latinoamérica, el libro incorpora numerosas fotografías (algunas de Rebón, muchas de su colaborador Ferran Mateo, otras de fuentes diversas) que no son mero acompañamiento sino parte integral del proyecto. En ellas, como en la prosa elegantísima de la autora, se descubre una capacidad evocadora para el misterio, incluso cuando su estructura es casi matemática. Son fotografías y palabras en las que lo arquitectónico es indiscernible de la memoria, la memoria de lo artístico, la biografía de la literatura. Al leer esa cita de Mandelstam según la cual el ojo es un "órgano que posee acústica", entendemos buena parte del secreto que habita este libro cuyo ritmo remite simultáneamente al paseo distendido, a la memoria reverberante de alguien sabio y anciano, o a un sueño. La idea de la escritura como ejercicio óptico es recurrente en estas páginas.



Por aquí circulan Grossman, Dostoievski, Proust, Tolstoi, Brodsky, Chéjov, Camus, Nabokov, y otros muchos. El paseo es narrativo e íntimo, un acto de amor profundamente serio y generoso: En la ciudad líquida invita al lector a acompañarlo. Pero insisto: estamos ante un libro que reconoce una deuda con la traducción. La poeta y traductora Nicole Brossard se refirió a una "narración sumergida", una "parte invisible" de cada individuo que no es su identidad sino otra identidad posible, aquella otra persona que podría ser. Para Brossard, la escritura y la traducción son las únicas formas verosímiles de hacerla emerger, mediante la creación propia o la recreación de lo emergido por otro.



Y en efecto, bajo la corriente intrincada y diversa de las ciudades líquidas que se engarzan en este libro, se halla sumergida una narración insustituible: un yo hecho de confrontaciones con otros textos, otras vidas, otras lenguas. El capítulo final se apela a la idea de memoria de Nabokov: fijar los detalles para construir con ellos un patrimonio intangible que nos vertebre. En la ciudad líquida se remonta al inicio de una vida individual, cuando la voz narradora "era puro deseo de aprender", y recorre el camino que la llevará a traducirse en este libro por primera vez a sí misma, a conformar una modulación propia del idioma, un instrumento que le permita decir alguna cosa de valor. Decir, por ejemplo, que la empatía le ha llevado a amar la literatura y, con ella, a sobrevivir en un mundo que la querría exiliada. Leerlo reconforta.



@Nadal_Suau