La detención en su país del popular escritor chino Liu Yongbiao, acusado de un asesinato múltiple cometido veinte años atrás, remueve algo profundamente oscuro que se esconde a veces tras el talento literario y que, quizá, forme incluso parte de él. Porque este no es el primer caso de un escritor cuyas manos están manchadas no sólo de tinta.

Parecería el argumento de una novela negra o algún vulgar episodio de una serie televisiva de procedimiento policial: el pasado viernes 11 de agosto, según indica la web de noticias china The Paper, Liu Yongbiao, de 53 años y conocido autor de best-sellers en su país, alguno de los cuales ha llegado a convertirse en popular serie de televisión, miembro desde 2013 de la Asociación de Escritores de China, que por supuesto supervisa el Partido Comunista, y ganador de varios premios literarios, era detenido por la policía tras una investigación que, cerrada durante años por falta de pruebas, se había reabierto en junio pasado gracias a nueva evidencia proporcionada por los inevitables análisis de ADN que, tanto en la realidad como en la ficción, tan radicalmente han cambiado el panorama de la criminalística. Con deje a melodrama barato demasiado propio de escritor, Yongbiao ha declarado: "He estado esperando este día desde hace veinte años y ahora finalmente ha terminado. Ahora puedo liberarme al fin de este tormento espiritual que he cargado tanto tiempo." Cabría pensar, por supuesto, que podría haberse liberado mucho antes entregándose a la policía.



Sin embargo, para ser justos, había hecho algo ya muy significativo: en el prólogo a su obra de 2010 titulada El secreto culpable -igual va a ser verdad lo del tormento espiritual-, explicaba su intención de escribir a renglón seguido una novela policíaca sobre una autora de éxito que conseguía burlar la ley pese a cometer una serie de asesinatos, y que habría de titularse La bella escritora que mataba. Ahora puede que tenga tiempo en la cárcel para dedicarse a este proyecto, siempre que le queden ganas... y el gobierno chino no aplique la pena de muerte que contempla su código penal para el asesinato múltiple y que, por lo general, no tarda mucho en ejecutarse tras el veredicto final. Sea como fuere, el caso de este escritor asesino cuyos remordimientos asoman -aunque sea tímidamente- de cuando en cuando en sus obras, tiende a despertar en nosotros asociaciones peculiarmente morbosas y románticas e incluso un poco glamurosas, que evocan la elegancia aforística del Lord Henry Wotton de Dorian Gray o el expresivo título del clásico de Thomas de Quincey Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes. Por supuesto, la realidad se niega a plegarse a nuestras fantasías literarias.



El crimen cometido por Liu Yongbiao, junto a un cómplice también ya detenido y de apellido tan poco imaginativo como Wang, quien ahora, a sus 64 años, era próspero representante de fondos de inversión en Shanghái, carece tanto de cualquier glamur o elegancia como era de temer: una noche de noviembre de 1995, en la provincia de Zhejiang, ambos amigos se alojaron en un hostal de Huzhou con la intención de desvalijar al resto de huéspedes. Por desgracia, cuando uno de éstos les descubrió robando, lo asesinaron y, seguidamente, a fin de no dejar testigos, acabaron a golpes con la vida de la pareja que regentaba el local y con la del nieto de trece años de ésta. La falta de pruebas y supervivientes así como el hecho de que se tratara de dos perfectos desconocidos, sin ninguna relación personal con las víctimas, llevó a la policía a un callejón sin salida... del que han logrado escapar veintidós años más tarde gracias a los recientes progresos en ciencia forense y análisis genético. En definitiva, un asesinato casual, múltiple y brutal, sin ninguna imaginación, que cobra ahora relieve singular gracias al hecho de que uno de sus autores se convirtiera en popular autor y que su obra, de una u otra forma, haya sido escrita a lo largo de estos años con una pluma ensangrentada.



Crímenes del corazón

Una imagen de Criaturas celestiales

No sabría uno si pensar que los escritores asesinos -o que han cometido un asesinato, que no es lo mismo- carecen de imaginación creadora a la hora de matar y la reservan sólo para sus esfuerzos literarios, o si más bien somos nosotros incapaces de admirar el talento en bruto de una realidad que no siempre supera a la ficción pero a menudo la pone en su lugar. Anne Perry fue durante mucho tiempo conocida y respetada por sus entretenidas, bien documentadas y elegantemente escritas novelas de misterio victorianas, protagonizadas por personajes como el Inspector Pitt o el investigador William Monk... Hasta que la película de un Peter Jackson felizmente anterior a la Tierra Media, Criaturas celestiales (1994), trajo a la actualidad un viejo pero escandaloso crimen que conmoviera a la sociedad neozelandesa de los años 50. Tras el seudónimo de Anne Perry se escondía Juliet Marion Hulme, quien a la edad de 15 años, confabulada con su amiga y compañera de fantasías adolescentes más reales que la vida misma, Pauline Parker, asesinara a la madre de ésta última, cuando parecía inminente que Pauline se vería obligada a mudarse a Sudáfrica con ella. Horrorizadas por la separación que pondría fin a su íntima complicidad -que no era sexual, insiste Perry, pero sí profundamente obsesiva-, planearon y ejecutaron la muerte de la Señora Rieper, a quien condujeron a una calle solitaria y golpearon con un ladrillo enfundado en media de seda. Aunque estaban convencidas de que un único y certero golpe acabaría con su vida de forma misericordiosa, hicieron falta más de veinte. Detenidas y juzgadas, su corta edad les libraba afortunadamente de la pena de muerte aún vigente en Nueva Zelanda, siendo encarceladas por separado y condenadas a no volver a verse más. Tras cumplir cinco años de prisión, Juliet Hulme volvió a su Inglaterra natal, trabajó como azafata, se convirtió a la fe de los mormones y, finalmente, se estableció en Escocia bajo el nom de plume de Anne Perry transformándose, de entre todas las posibles cosas, en escritora de novela policíaca. Por supuesto, los complicados casos que describe en la mayoría de sus libros poco o nada tienen que ver -salvo la muerte- con aquel homicidio adolescente que cambió su vida para siempre, pero a uno le queda la duda de si al fin y al cabo el asesinato literario no sería para ella, de una u otra forma, catártico remedo de aquella sangre derramada, que ahora lo es ya únicamente en forma de ficción criminal igualmente terapéutica y urgente.



¿Crimen y castigo?

Las historias de Yongbiao y Juliet Hulme, salvando todas las distancias posibles, tienen algo de tranquilizadora cautionary tale o cuento moral: en ambas, el crimen cometido posee trazas de triste error de juventud, de inconsciencia y mal cálculo vital. En ambos casos, antes o después, el crimen recibe su castigo, y la literatura constituye terapia confesa y hasta inconsciente confesión impresa del mismo. La captura del primero y la reforma indiscutible de la segunda, mitigan nuestra inquietud ante la impía alianza entre el talento literario y el talante asesino. Mucho más siniestro se aparece el caso del japonés Issei Sagawa, de sabor peculiar para el amante de la crónica negra. Hijo de un rico hombre de negocios, con 27 años Sagawa se estableció en París para doctorarse en literatura por la Sorbona, mientras en su tiempo libre seguía dando vueltas a una vieja obsesión que le acompañaba desde su adolescencia: asesinar, violar y devorar mujeres hermosas. Finalmente, el 11 de junio de 1981, unos cuatro años después de su llegada a la ciudad del amor, Sagawa invitó a su apartamento a una compañera de estudios, Renée Hartevelt, a quien disparó en la garganta por la espalda, violentando su cadáver y despedazándolo después con cuchillería de carnicero. Durante días devoró partes del cuerpo de la desdichada, deshaciéndose de los restos en el Bois de Boulogne, donde fue descubierto con las manos en la masa. Declarado mentalmente enfermo, sería condenado a internamiento indefinido en una institución psiquiátrica, desde la cual su caso se convirtió en objeto de atención internacional, especialmente cuando el talentoso caníbal publicó en su país Kiri no Naka (En la niebla), relato autobiográfico donde narraba con toda suerte de suculentos detalles su hazaña. Los franceses, hartos de la popularidad del interno, decidieron deportarlo a Japón, donde pasó un tiempo en otro hospital para ser puesto, poco después, en libertad sin cargos en 1986, debido a la incompetencia y desinterés tanto de las autoridades francesas como niponas.



Desde entonces, aunque hoy su fama se halla en horas bajas y poco sabemos de sus actividades actuales, los nuevos crímenes de Sagawa se han limitado a la publicación de libros sobre asesinatos reales, a trabajar durante un tiempo -no es broma- como crítico gastronómico y aparecer en documentales... y películas de sexploitation japonesas. El sádico Sagawa, dotado tanto de talento literario como de talante antropófago y necrófilo, es personaje de eroguro digno de las películas de Takashi Miike o Sion Sono, una ominosa muestra de que el crimen no siempre paga... si lo escribes mejor que lo perpetras.



Confesiones verdaderas

Krystian Bala. Foto: East Way Pictures

No es imposible que la imaginación del escritor se encuentre peligrosamente próxima a la del esquizofrénico o, más aún, al delirio del paranoico que funde y confunde realidad y fantasía. Quizá sea una condición intrínseca de la mentalidad artística y creativa, que no siempre somos capaces de mantener bajo control. De hecho, control es lo que le faltó, sin duda, al fotógrafo y escritor polaco Krystian Bala cuando en 2003 publicó su novela Amok -la bonita palabra de origen malayo que viene a significar "atacar y matar con ira ciega"-, donde describía con todo lujo de detalles un homicidio que guardaba ciertas -demasiadas- similitudes con el que ocurriera tres años antes cuando el cuerpo del pequeño empresario Dariusz Janiszewski fuera encontrado flotando en aguas del río Oder, con señales de haber sido no sólo brutalmente asesinado sino torturado con saña durante horas. Y, oh casualidad, Janiszewski era pareja de la exmujer del escritor, quien le había regalado una bonita cornamenta antes de su divorcio. No, Bala no era un hombre paciente o controlado. Sumando sus naturales sospechas iniciales, algunas pruebas físicas y el golpe de efecto final de una novela que parecía más bien el relato ficcional de la muerte del pequeño hombre de negocios reflejando información y datos que sólo el autor de la misma podía conocer, la policía no tardó en detener a Bala, quien fue condenado a veinticinco años de prisión mientras su libro se convertía en, sí, lo han adivinado: un best-seller. En 2007, la defensa de Bala presentó una apelación, que llevó a un nuevo juicio... y a un nuevo veredicto de culpabilidad en diciembre del siguiente año. Mientras, Bala puso manos a la obra, comenzando la escritura de una segunda novela, titulada De Lyrik, hasta que la policía descubrió en su ordenador evidencia de que estaba planeando al tiempo otro asesinato que coincidiera con el descrito en su nuevo esfuerzo literario. El primero, sin duda, fue pasión, venganza, odio... ¿Pero ahora? Un toque de locura.



Asesinos, ladrones, criminales... Criaturas violentas, camorristas, gánsteres, traficantes, duelistas, violadores, drogadictos, suicidas, maltratadores, sociópatas. De Mallory, François Villon, Marlowe, Raleigh, Casanova o Sade a Verlaine, O´Henry, Chester Himes, Jean Genet, Eldridge Cleaver, Althusser, William Burroughs, James Tiptree, Jr., Ken Kesey, Ellroy, Jimmy Boyle o Jim Goad. Escritores todos y de los buenos. Sacar una conclusión apresurada sí que sería un crimen, pero quizá haya suficiente evidencia para suponer que, en cierto modo, la mente creadora es también una mente criminal. Aunque sus crímenes sean de ficción... Casi siempre.