Gabriel Von Max: Monos como jueces de arte, 1889

Traducción de Fernando Almansa. Atalanta. Girona, 2017. 195 páginas. 19 €

Este libro me pareció raro desde el principio. Para empezar, porque Atalanta no tiene en su catálogo libros de arte (excepto uno sobre Remedios Varo, que es tan visionaria como pintora). Luego, porque el autor no me sonaba de nada y la información que se ofrecía de él en la solapa eran sólo diez palabras. Finalmente, porque las imágenes de cubierta y contracubierta no podían ser más distintas, aunque supuse que ilustraban ese arte contrapuesto al artificio al que aludía el título. Y cuando me adentré en sus páginas comprobé que mi primera impresión era acertada.



Este es un libro raro, sí, en su doble acepción: por inusual y por original. Aunque su centro de gravedad es el arte, atañe profundamente a dos temas: el espíritu humano y la anestesiada sociedad contemporánea. El punto de partida de Martel es que debemos considerar la creación artística como condición universal de lo humano. Menos un producto de la cultura que la manifestación de un proceso natural a través de la esfera cultural. Si lo artístico nos constituye como seres humanos es porque somos el único animal con la capacidad de interrelación simbólica que lo hace posible.



El autor manifiesta así una concepción esencialista del arte, eludiendo el hecho de que su definición ha ido variando a lo largo de los siglos. Sin embargo, al distinguirlo de lo que llama arte falso o artificio podemos aceptar ese carácter intrínseco. Mientras que el arte verdadero nos deja paralizados, abandonados a nuestra propia suerte en un sentido emocional o intelectual, el artificio siempre nos conduce hacia acciones, pensamientos o sentimientos preconcebidos. Como resume Martel: "El verdadero arte nos conmueve, el artificio trata de movernos". Llegados a este punto, no sé si tenemos claro en qué consiste el arte, pero desde luego sabemos qué quiere decir con artificio y basta con mirar alrededor: estamos rodeados.



El alegato de Martel pude parecernos ingenuo, romántico o sesentayochista (son sinónimos). Señala que el arte no es una fuente de entretenimiento, ni la vía de expresión de un artista. Y mucho menos un objeto de lujo. Es, y fue desde su origen, la única herramienta eficaz para acceder a la psique humana. Si esto le parece una exageración, recuerde que los primeros exploradores de la mente, Freud y Jung, emplearon los sueños y las grandes obras del pasado como mapas con los que orientarse en sus investigaciones.



Leyendo este libro confirmo la idea de que todo análisis de la realidad debe empezar por un análisis del lenguaje. Porque del mismo modo que debemos acordar a qué nos referimos cuando decimos arte, tenemos que hacerlo al hablar de belleza. Martel distingue dos tipos: la belleza ordinaria, que se da cuando lo que propone se ajusta a nuestra conceptualización de cómo deben ser las cosas. Y otra, que surge cuando nos encontramos con algo que excede nuestra capacidad de conceptualización. Sí, en efecto, esta segunda belleza es la que la estética clásica denomina sublime. Pero según Martel es la que corresponde al arte verdadero que él defiende. En realidad no hace más que dar la razón a Rilke cuando escribió: "La belleza no es sino el comienzo de lo terrible, en un grado que aún podemos soportar".



Una belleza sobrecogedora, que seguro que alguna vez hemos experimentado ante creaciones artísticas. Alguna vez hemos visto una exposición o hemos terminado un libro y nos hemos dado cuenta de que algo profundo de nosotros había sido tocado. Sabemos que hemos percibido algo que nos acompañará durante un tiempo. Que en adelante veremos el mundo con unos ojos diferentes.



Esta es una experiencia real y nos la ha proporciona el arte. Cuadros, películas y libros nos proporcionan también distracción y diversión, pero creo que hay una diferencia entre obra de arte, en sentido fuerte, y producto artístico. Martel va un paso más allá, cuando señala que el artificio inunda nuestros espacios privados y públicos con el objetivo de generar un ámbito artificial donde emociones y deseos respondan únicamente a claves mercantiles y políticas. Y aquí el pensamiento de Martel confluye con el de una serie de autores, desde Guy Debord y su Sociedad del Espectáculo (1967) a Jonathan Crary y su 24/7. Capitalismo tardío y el fin del sueño (2013) que desde hace medio siglo vienen advirtiendo de la colonización de nuestra vida, sí, de nuestra vida personal, por el mercado y el estado.



El proceso empezó en serio cuando, en los 60, la televisión ocupó las veladas que antes se dedicaban a la conversación, el relato del día o la trasmisión de la memoria colectiva con productos inmensamente más sugestivos. Luego llegaron décadas de marketing invasivo para impulsar el consumo, con lenguajes que tomaron del arte los recursos más efectivos. En este milenio nos alcanzó una marea de imágenes y sonidos digitales omnipresentes. Y la novedad de una infraestructura de comunicaciones, las redes sociales, que se ha convertido en el mediador universal de toda relación humana. Cuando nos damos cuenta de que cada vez más obligaciones profesionales o cívicas sólo pueden hacerse a través de Internet, y cuando comprobamos que necesitamos cambiar de dispositivo electrónico cada poco tiempo, porque de otra manera nos quedamos aislados y nuestro trabajo se pierde, despertamos a la realidad.



La tesis de Martel es que sólo el verdadero arte puede sacarnos de ese hechizo de forma duradera. Sacarnos de esa seductora dispersión para ponernos en contacto con nosotros mismos. La singularidad del arte despierta nuestra propia singularidad y a través de ella, la de otros. Parece que es la única posibilidad que nos queda. Pero este breve libro es más que un alegato unidireccional. En él encontraremos descripciones convincentes de muchos términos que suelen ser evanescentes: inspiración, kitsch, realidad. Efectivamente, era un libro raro. No sé si ha habido algún otro que haya subrayado tanto.