Leonardo Padura

Creo tener la certeza de que ya Leonardo Padura se ha reconciliado con la idea de que no será nunca un jugador de las Grandes Ligas. Ya no será el suyo el destino del gran Orestes Miñoso. Al menos con eso soñó en un tiempo, con el béisbol y los jonrones y los estadios repletos. Esa ambición es de hace muchos años, cuando lo conocí. Entonces trabajábamos los dos por las mañanas en la oficina de la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana, y estudiábamos por la tarde. Él tenía diecinueve años; yo, veinte. Y no puedo negar que a veces me resultara un poco irritante aquel compañero que, para mi gusto, hablaba demasiado de pelota. Su vitalidad no cazaba bien con el concepto romántico, casaliano (de Julián del Casal), que yo tenía de lo que debía de ser un escritor.



Como era natural, en aquel tiempo Padura admiraba el vitalismo de Hemingway, su lenguaje conciso, su pasión por la aventura y se iba a los estadios de béisbol. Y yo le decía que se dejara de tanto deporte y que leyera La montaña mágica. Él, supongo, pensaría que yo era demasiado nostálgico y que así no se escribía con verdadera fuerza. Quizá deba aclarar, en mi descargo, que mi inexperiencia estaba llena entonces de lugares comunes. Cuesta mucho acabar con los prejuicios en un sentido o en otro. Porque la verdad es que poco a poco, con una voluntad de acero, el carácter de un jugador que se prepara la gran temporada de las Grandes Ligas, Leonardo Padura fue levantando aquella catedral que todo escritor desea alzar, según la opinión de Marcel Proust. El entrenamiento se hizo íntimo y la tensión del músculo se hizo vigor literario. Primero, vinieron reportajes periodísticos de los que se convirtió en un maestro. Un periodismo profundo y controversial. Pero fue después, cuando leí Máscaras, me di cuenta de la reconciliación vital de Leonardo: la novela comienza con Mario Conde jugando al béisbol con adolescentes y se desplaza hacia un mundo de muerte, marginación, doble moral y grandes personajes sumidos en la muerte civil.



Años después, quienes participábamos en el jurado del Premio de Novela de Casa de Teatro en República Dominicana, descubrimos cuánto se distanciaba La novela de mi vida de las otras novelas presentadas al concurso. Y había allí el intento de un estudio sobre el exilio y sus consecuencias. Hoy, con más de once novelas escritas y cuentos y ensayos, y varios premios, entre los que destacan el Premio Nacional de Literatura de Cuba y el premio Princesa de Asturias de las Letras 2015 (concesión que ahora mismo celebramos), aquel muchacho apasionado del béisbol, se ha convertido en el más famoso de los escritores cubanos vivos. Con una narrativa intensa, comprometida y tan vigorosa como él mismo. Cómo logró transformar una energía en otra, es algo que siempre quedará un poco, y por suerte, en el misterio. Yo sé que tiene mucho que ver su tozudez, su capacidad de trabajo, su inconformidad, su disciplina. Por supuesto, también con su sensibilidad. También con la compañía de su esposa, que lo acompaña desde aquellos años universitarios, la no menos tenaz Lucía López Coll, y a quien no se puede olvidar en este momento de premios y princesas.



Yo le agradezco a Leonardo su amistad de tantos años y varias novelas que leo y releo cuando quiero espantar un poco mi nostalgia de siempre. Le agradezco que gane premios por nosotros, los que sabemos que además de un gran escritor es, y por raro que parezca, una gran persona. Y los que sabemos que habrá muchos más libros en el futuro. El nombre de Leonardo Padura no estará nunca en el Salón de la Fama del Béisbol. Estará, está, en cambio, en el de la literatura, y hasta donde sé (y él sabrá perdonar la herejía), aunque con menos mármol, este pequeño salón es mucho más perdurable.