La indiferencia es casi peor que la maldad. "Prefiero a la mala gente. La maldad del que manda tiene una explicación", piensa en un arrebato de indignación León Egea, protagonista de Alguien dice tu nombre (Alfaguara), la tercera incursión en la novela del poeta Luis García Montero. Corre el año 1963, pero el tiempo parece haberse detenido. El muchacho estudia Filosofía y Letras, aspira a ser escritor y la sangre le hierve en el pecho ante una España gris que camina arrastrando los zapatos y con la mirada gacha para evitar problemas. "La indiferencia es una realidad por desgracia muy común. A veces se piensa que en los sesenta todo el mundo era militante antifranquista, pero lo que dominaba en realidad era una grandísima indiferencia que nacía del miedo", recuerda el autor.



El miedo, esa era la justificación de aquel mirar para otro lado, pero hoy no la tiene. "Conviene recordarlo, porque la indiferencia es también un problema actual. Muchos cierran los ojos. Por mal que estén las cosas, por muchos derechos que nos quiten, hay muchos que prefieren no meterse en problemas. Si acaso se convierten en furibundos de barra de bar o de asiento de taxi, pero no dan un paso más para cambiar la realidad".



Alguien dice tu nombre transcurre en un espeso verano. El curso ha terminado, pero León no vuelve a su pueblo. Ha conseguido un empleo temporal vendiendo enciclopedias en la Editorial Universo. La experiencia le vendrá bien para su vocación de escritor. Se tiene bien aprendido el consejo de su profesor de literatura: hay que aprender a mirar. León le hace caso. Mira a su compañero Vicente, un epítome de esa sociedad encogida y resignada cuya frase más recurrente es "eso no necesito saberlo". Él será su mentor en el sufrido arte de vender enciclopedias. En la misma línea, Consuelo, la secretaria, le parece "una mujer indeterminada" y convencional "con peinado de señora".



Pero poco a poco, León aprende una valiosa lección al descubrir que sus compañeros no se ajustan en absoluto a la primera impresión que se había hecho de ellos. Ni Consuelo, ni Vicente, ni siquiera los clientes que visitó junto a su compañero durante el verano merecen el calificativo de indiferentes. Lo primero que descubre León es que Consuelo es en realidad una mujer más joven, más atractiva y más abierta de lo que pensaba. "Consuelo ha vivido en Francia, conoce costumbres distntas a las de la educación opresiva de la posguerra española y, con mucha precaución, intenta abrir ámbitos de libertad", explica el escritor. Entonces toma forma un asunto tantas veces tratado por la literatura: el amor entre un joven inexperto y una mujer madura.



El compromiso del escritor

Como advierte García Montero, "aprender a mirar es aprender a admirar", entendiendo la literatura como un ámbito de compromiso con la vida. "Yo no entiendo la literatura como una tecnocracia. Como dice Vargas Llosa en La civilización del espectáculo, la literatura no es una reunión de técnicas para escribir, sino un compromiso con la realidad. Tiene una dimensión social como cualquier oficio, porque el primer compromiso que tenemos los ciudadanos es con nuestro propio trabajo en su utilidad social".



Gracias a este compromiso, y aunque García Montero no se considere en absoluto un optimista, "el grifo de la esperanza siempre gotea", por gris que sea el presente, el de la España de los sesenta o el nuestro: "Vivimos una época de descrédito que no sólo llama la atención sobre lo que está mal, sino que invisibiliza lo que está bien. Por eso es tan importante admirar y tratar con respeto a quienes demuestran el lado positivo de la sociedad y que se pueden conseguir cosas. Para salir de esta cultura de la denuncia, del desprestigio, del cinismo, hay que reivindicar la admiración".



Pregunta.- ¿Cree, como dijo Muñoz Molina causando un gran revuelo, que faltan más intelectuales comprometidos?

Respuesta.- Yo, por el mundo en el que vivo, conozco a muchos intelectuales comprometidos. Muchos profesores, muchos jueces, muchos economistas, muchos profesionales de la medicina comprometidos. Lo que sí creo es que la cultura ha aprendido que comprometerse no es reproducir como un papanatas la consigna de un partido. El intelectual tiene en primer lugar un compromiso con su propia independencia y su propia conciencia. En segundo lugar, creo que hay mucha gente dispuesta a desacreditar a los intelectuales porque son una parte de la conciencia crítica y rebelde de la sociedad y por eso quieren inutilizarla. Por eso extienden la idea de que los intelectuales son unos pesebreros acostumbrados a vivir de subvenciones, cosa que no es verdad.



P.- En Alguien dice tu nombre vuelven a aparecer los que son quizá los temas más representativos de su literatura: el amor y la revisión de nuestro pasado histórico.

R.- Me gusta tener en cuenta que las historias de amor y las historias políticas corren en paralelo. Es el amor por los demás lo que sostiene un discurso político. Como escritor he aprendido que la intimidad es un ámbito de compromiso tan importante como una plaza pública y que la reflexión sobre lo que significan los sentimientos amorosos, la sexualidad, la vida privada... todo eso forma parte de un debate ideológico e histórico. Por eso en mis poemas el amor ocupa un lugar importantísimo en la trama de la libertad y por eso esta novel he querido que coincidan en la vida del protagonista el descubrimiento de la política, la sexualidad y el amor.



Imaginación moral

P.- En este libro se dan muchas definiciones de literatura: ajuste de cuentas, tabla de salvación, estudio de la condición humana... ¿Cuál es la definición que considera más suya?

R.- La literatura es un ejercicio de imaginación moral. Se mira, se observa la realidad, se ven las precariedades y se imaginan alternativas. Por eso defiendo tanto la educación en humanidades y en literatura. Rousseau decía que sólo la imaginación moral permite ponerte en lugar del otro para comprender su dolor. Yo empecé a escribir cuando quise hacerme dueño de mis propios finales. Mi padre me leía Las mil mejores poesías de la lengua castellana y un día, después de oír muchas veces El tren expreso de Ramón de Campoamor, escribí una última estrofa alternativa en la que su amada no moría. Eso es ajustar cuentas con la realidad y tener imaginación moral para ofrecer alternativas.



P.- Elogia, a través del personaje de Ignacio Rubio, la figura del profesor. ¿Es fundamental para un escritor en ciernes tener un tutor que guíe sus pasos?

R.- Yo tuve la suerte desde muy joven de contar con la amistad generosa de autores como Rafael Alberti, Jaime Gil de Biedma o Ángel González... El origen de quien se dedica a la literatura es sentirse lector en primer lugar, haberse deslumbrado con un libro de otro. Yo sospecho mucho de los escritores que desprecian la tradición y hacen bromas sobre Cervantes, o dicen que Borges no era tan bueno, o hacen chistes sobre García Lorca. Y ya me parece tonto de remate quien dice "yo no leo para no tener influencias" porque no conozco nada que conduzca a la libertad que no sea el conocimiento.



P.- El protagonista de la novela pone en práctica los consejos de su maestro. ¿Cuáles son los más valiosos que le han dado a usted?

R.- Mis maestros me han enseñado a mirar, a leer, a tomarme en serio la vida, a dudar de la simple moda, a conocer la historia y a comprender que uno no crea el mundo de la nada, sino que mira con sus propios ojos y con su propia conciencia un patrimonio que es de todos. Me han dado consejos de todo tipo. Recuerdo que cuando estudiaba en los escolapios, un profesor nos puso en un tocadiscos un disco de un joven cantautor, Joan Manuel Serrat, que había musicado poemas de Antonio Machado. Me enganchó de tal modo que con el dinero de un cumpleaños me compré el disco. También recuerdo que Jaime Gil de Biedma me recomendó que me grabara con un magnetofón mientras leía mis propios poemas. Así aprendí a recitar y me ayudó mucho a la hora de escribir. Y Alberti me enseñó otra cosa muy importante: tratar a los jóvenes con respeto. Lo conocí cuando era un muchachito, estaba para mí en un altar y se bajó de él para tratarme con respeto y con verdadera amistad. Me enseñó a bajarme de todos los altares. Ahora que mis mayores se me han ido muriendo y que cada vez me quedan menos, a mí me calienta tener jóvenes a los que admirar y de los que aprender.