Talavante en la Feria de San Isidro el año pasado. Foto: Alberto Cuellar

'La geometría y el sueño' (Vandalia) es una muestra de poesía taurina, seleccionada por Carlos Marzal, que prescinde de los autores más clásicos y obvios para presentar una selección que sorprende tanto por el autor del texto como por la visión de la fiesta que ofrece. José Hierro, Claudio Rodríguez, Ángel González, Pablo García Baena, Julio Mariscal, Vicente Núñez o Benítez Reyes son algunos de los autores reunidos con el fin de que la poesía taurina sea más poética y menos taurina.



A continuación se pueden leer algunos poemas de 'La geometría y el sueño'.




El torero

Para Guillermo Infante, director de RCA,

primer editor de mi poesía




De ti me fío, redondo,

seguro azar.



Pedro Salinas



Con amplitud de palacio

y rigor de minutero,

debe ajustar el torero

su tiempo por el espacio.

Ni de prisa, ni despacio.

Y un tanto como el azar,

al aire de su persona,

como Fuentes o Gaona,

maestros del bien andar.

Entre osar y precisar

está el juego en que culmina

-no en la rígida doctrina-

la gracia de torear.

Saber ver, saber ver.

Y el diablo del oficio

transportado a sacrificio

por la pasión de crear.

Que todo venga a quedar

con la capa y la muleta

como lo dijo el poeta:

perfecto, seguro azar.



José Alameda




Entre la magia y la sabiduría (Antoñete)

Es esta sinfonía

del capote, que suena,

¿a qué? He aquí el misterio.

Todo, la tela, el aire

de la distancia, toda la embestida,

agresiva y solemne,

y cuando el temple llega, ya es un canto.

He aquí el toro, que aunque tiene nombre,

él se lo da ya más, y quiere, y salva.

Esa manera a solas andándose en la plaza,

el movimiento interno, el del tanteo,

se maciza,

y se hace tacto y aire al mismo tiempo,

cuando llega el embroque.

Aparición sin tiempo.

¿Frontal o circular? ¿Es movimiento o reposo?

La lejanía, la proximidad,

helas aquí. Él bien sabe

la religiosidad del humo y de la sangre:

lo más vivo. Y le llega

una revelación oscura, por la izquierda

o bien por la derecha, y está el cuerpo

ofrecido, total, aquí en su pecho, en poderío y mármol,

entre la magia y la sabiduría.



Claudio Rodríguez




Oda a la plaza de toros de la Real Maestranza de Caballería de Ronda

Cráter de luna donde todo es luna,

era donde el trabajo es fiesta y rito,

rueda de la fortuna

petrificada contra el infinito,

esfera de reloj, cero absoluto,

que resume lo eterno en un minuto.



Todo empezó a dar vueltas una tarde:

velador en lo oscuro, negra nube,

la pantera enjaulada en el Botánico,

la columna que sube

al cielo soledad, y el pánico

del caballo asombrado en el alarde

agrícola y marcial de la Maestranza.



Trilla en que la pezuña, el casco, el viento,

el juego de la caña y de la lanza,

el lance alado y el pitón cruento

separaban el oro de la granza.

Era de oro, círculo amarillo.

Arena en que quedaba soterrado

el juramento de oro de un caudillo

por un señor perjuro desterrado.



Oro que luego de Ultramar trajeron

dríadas de la Sierra de las Nieves

que en mástiles pinsapos convirtieron

para llevar hasta las tierras de oro

de Ultramar y en los términos más breves

el caballo, el aceite, el vino, el toro

y traer de lastre un mítico tesoro

para acuñarlo en el troquel del ruedo.

Quien pisa ese oro no conoce el miedo:

ostensorio del sol, crisol de luna,



ojo de arena, pétrea corona,

pozo de sombra y luz, tambor del cielo,

fondo agostado de laguna

que atraviesa la tarde, de amazona,

terciado el marsellés de terciopelo.



La que fue luna helada es sol ardiente,

y ante la media luna de una frente,

caliente el corazón y el pulso frío,

envuelto en luces, un valiente

la media luna encela

desplegando un cartel de desafío

de seda, de percal y de franela.



La peonía y el romero,

la orquídea, la romúlea, el torvisco,

el jaguarzo morisco

y el verbasco,

los diamantes que levanta el casco

del caballo en que viene caballero

con su luna a la grupa el bandolero.

Si esta luna va al sol, otra en la sombra

toma asiento del brazo de un maestrante.

Todos conocen, pero nadie nombra

al pregonado que entra con su amante,

y en torno al redondel giran, despacio,

la luna del algar, la del palacio.



Se abre el portón de las cuadrillas,

tímpano roto y pétreas barreras.

Bajo el escudo y el balcón de herraje

se paran carruaje y carruaje:

faetones, calesas, jardineras

desbordantes de peinas y mantillas.

Se desdobla un estribo, crujen muelles,

en una rueda se enganchó una falda,

y en lo alto, en su palco rojigualda,

saludan los retratos de los reyes.



Chupa de paño azul y vueltas rojas,

áureos galones y botonaduras,

los jinetes deshojan y monturas

un trébol inicial de cuatro hojas

en cuadrillas, parejas, carruseles,

la geometría de la contradanza,

aspas, elipses, ruedas y luneles...

Así se adiestra contra los infieles

y los herejes la Real Maestranza.



Porfía del caballo y el olivo:

la paz, la guerra y una sola fiesta.

Cintas, coronas, ramos, alcancías,

el sombrero que baja hasta el estribo,

la banderilla que tremola enhiesta

y una paloma en las balconerías.



Lo perfecto en el mundo es lo redondo,

y es vertical lo grande, lo imponente.

Ronda, que tiende sobre lo más hondo

del tajo la osadía de su puente,

alzó frente al vacío y su amenaza

la perfección redonda de su plaza.



¿Quién aprendió de quién? ¿La arquitectura

a imagen nació en Ronda del toreo?

¿O fue el toreo el que en la mesura

y en la severidad del coliseo

su genio descubriendo y su figura,

en arte mucho y en esfuerzo poco,

dio un quiebro grácil a la línea pura,

clásica gravedad a lo barroco?



El horror al vacío

y el horror a la informe muchedumbre

dieron a Ronda estilo y señorío,

y su centro de arena, cumbre a cumbre,

en círculos calizos, onda a onda,

sierra a sierra, se abrió en la lontananza,

ganando altura y gravedad, redonda

y rotunda y profunda la Maestranza,

plaza, corona y corazón de Ronda.



Aquilino Duque




El paseíllo

A Ricardo Cadenas



La tarde extiende un oro soñoliento.

Calor en los tendidos, y en las gradas

un bullicio de gentes malhabladas

que miran el reloj cada momento.

Ha sonado el clarín. En un jumento

de crines sin color y desgreñadas

el alguacil se da unas galopadas

hasta el palco que ocupa el estamento



presidencial: deán, veterinario,

dama de la belleza y comisario.

Los abanicos baten la calima.



Envueltos en capotes con rocallas,

avanzan las figuras: Curro el Bayas,

Pedrín de Utiel y el Vendaval de Lima.



Felipe Benítez Reyes