Image: Una reina en el estrado

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Letras

Una reina en el estrado

Destino publica el libro con el que Hilary Mantel ganó su segundo Premio Booker

8 marzo, 2013 01:00

Hilary Mantel

1535. El rey Enrique VIII ha roto con la Iglesia católica y ha contraído matrimonio con Ana Bolena, madre de la futura reina Isabel I. Pero el monarca ya se está cansando de su consorte y ha puesto los ojos en Jane Seymour. Además, sus decisiones han conducido a Inglaterra a un peligroso aislamiento del resto de Europa. El primer ministro Thomas Chromwell se percata de las intenciones del rey y decide despejarle el camino por la seguridad de la nación. 'Una reina en el estrado' (Destino) es la segunda parte de la trilogía que Hilary Mantel dedica a Thomas Chromwell. Con esta historia sobre el final de la vida de Ana Bolena la autora se convirtió en la primera escritora británica en ganar por segunda vez el prestigioso Premio Booker. Antes lo había conseguido por 'En la corte del lobo', el libro que da comienzo a la trilogía.

A continuación se pueden leer las primeras páginas.



I Halcones

Wiltshire, septiembre de 1535

Sus hijas caen del cielo. Él observa desde la silla del caballo, atrás se extienden acres y más acres de Inglaterra; caen, las alas doradas, una mirada llena de sangre cada una. Grace Cromwell revolotea en el aire tenue. Es silenciosa cuando atrapa su presa, y silenciosa cuando se desliza en su puño. Pero los ruidos que hace entonces, el susurrar y el crujir de plumas, el suspiro y el roce del ala, el pequeño cloqueo de la garganta, ésos son sonidos de reconocimiento, íntimos, filiales, casi reprobatorios. Tiene franjas de sangre en el pecho y le cuelga carne de las garras.

Más tarde Enrique dirá: «Tus niñas vuelan bien hoy». El halcón Anne Cromwell salta en el guante de Rafe Sadler, que cabalga al lado del rey en tranquila conversación. Están cansados; cae el sol y regresan cabalgando a Wolf Hall, las riendas flojas sobre el cuello de las monturas. Mañana saldrán su esposa y sus dos hermanas. Esas mujeres muertas, sus huesos sepultados hace mucho en el barro de Londres, han transmigrado ahora. Se deslizan ingrávidas por las corrientes superiores del aire. No dan lástima a nadie. No responden a nadie. Llevan vidas sencillas. Cuando miran abajo no ven más que su presa, y las plumas prestadas de los cazadores: ven un universo revoloteante en fuga, un universo ocupado todo él por su comida.

Todo el verano ha sido así, un torbellino de desmembramiento, piel y pluma volando; pegando a los perros de caza para que se retiren y fustigándolos para estimularlos, acariciando los caballos cansados, los cuidados, por los gentilhombres, de contusiones, torceduras y ampollas. Y durante unos cuantos días al menos, ha brillado sobre Enrique el sol. En algún momento de antes del mediodía, llegaron presurosas nubes del oeste y cayó la lluvia en grandes gotas perfumadas; pero volvió a salir el sol con un calor tórrido, y tan claro está ahora que si miras arriba puedes ver hasta el Cielo por dentro y observar lo que están haciendo los santos.

Cuando desmontan, entregando los caballos a los mozos de establo y aguardando al rey, su pensamiento está ya trasladándose a los asuntos del gobierno: despachos de Whitehall, traídos al galope por las rutas de correo que se trazan por dondequiera que la corte va. Durante la cena con los Seymour escuchará respetuosamente cualquier historia que sus anfitriones quieran contar: cualquier cosa que el rey pueda aventurar, desgreñado, feliz y cordial como parece estar esta noche. Cuando el rey se haya ido a la cama, empezará su noche de trabajo.

Aunque ha terminado ya el día, Enrique no parece inclinado a entrar en la casa. Se queda inmóvil mirando alrededor, aspirando el sudor del caballo, con la ancha franja rojiza de una quemadura del sol cruzándole la frente. Ese día, a primera hora, perdió el sombrero, así que, siguiendo la costumbre, los otros cazadores de la partida se vieron obligados a quitarse el suyo. El rey rechazó todos los sombreros que le ofrecieron para sustituir el perdido. Mientras la oscuridad invade furtiva bosques y campos, habrá sirvientes buscando el temblor de una pluma negra entre la hierba oscura, o el brillo de su enseña de cazador, un san Huberto con ojos de zafiro.

Se siente ya el otoño. Sabes que no habrá muchos más días como éstos; quedémonos pues así, los caballerizos de Wolf Hall hormigueando a nuestro alrededor, Wiltshire y los condados del oeste extendiéndose en una bruma de azul; quedémonos así, con la mano del rey en el hombro, la expresión vehemente de Enrique mientras recorre hablando el paisaje del día, los verdes sotos, las rápidas corrientes y los alisos de la orilla, la niebla temprana que se alzó a las nueve; el breve chaparrón, el viento suave que amainó y se asentó; la quietud, el calor de la tarde.

-¿Cómo es que vos no os habéis quemado, señor? -pregunta Rafe Sadler. Pelirrojo como el rey, se ha vuelto de un rosa pecoso y moteado y hasta parece tener llagados los ojos. Él, Thomas Cromwell, se encoge de hombros; le echa un brazo por encima de los hombros a Rafe mientras se encaminan al interior de la casa. Recorrió toda Italia (tanto el campo de batalla como la sombreada palestra de la contaduría) sin perder la palidez londinense. Su infancia rufianesca, los tiempos del río, los de los campos: le dejaron tan blanco como le hizo Dios.

-Cromwell tienen una piel de lirio -proclama el rey-. El único detalle en que se parece a ésa o a cualquier otra flor.

Se encaminan a cenar bromeando con él.

El rey había dejado Whitehall la semana de la muerte de Thomas Moro, una semana de julio desdichada de lluvia constante en que las huellas de los cascos de los caballos del séquito regio se hundían profundamente en el barro mientras seguían su camino hasta Windsor. Han hecho luego un recorrido de los condados del oeste; los ayudantes de Cromwell, tras cumplimentar los asuntos del rey en Londres, se reúnen con el séquito a mediados de agosto.

El rey y sus acompañantes duermen seguros en casas nuevas de ladrillo rosado, en casas viejas cuyas fortificaciones se han desmoronado o han sido derribadas, y en castillos fantásticos como de juguete, castillos de imposible fortificación, con muros que una bala de cañón atravesaría como si fuesen de papel. Inglaterra ha disfrutado de cincuenta años de paz. Ése es el pacto de los Tudor; lo que ellos ofrecen es paz. Todos se esfuerzan por mostrar al rey su mejor aspecto, y hemos visto estas últimas semanas enyesados rápidos fruto del pánico, trabajos de mampostería precipitados, en que los anfitriones se apresuran a desplegar la rosa de los Tudor al lado de sus propias divisas. Buscan y borran cualquier rastro de Catalina, la reina que fue, destrozan a martillazos las granadas de Aragón, sus segmentos fragmentados y sus aplastadas semillas diseminadas. En vez de eso (si no da tiempo a tallar) se pinta toscamente encima de los blasones el halcón de Ana Bolena.

Hans se ha unido a ellos en la excursión, y ha hecho un dibujo de Ana, la reina, pero a ella no le complació; ¿cómo se la puede complacer en estos días? Ha dibujado a Rafe Sadler, con su limpia barbita y su boca firme, su sombrero a la moda, con un disco emplumado en precario equilibrio sobre la cabeza trasquilada.

-Me hicisteis la nariz muy chata, señor Holbein -dice Rafe.

Y Hans dice:

-¿Y pensáis, señor Sadler, que voy a tener yo el poder de arreglar esa nariz vuestra?

-Se la rompió de niño -dice él- en las justas. Yo mismo le recogí de debajo de las patas del caballo, hecho una lástima, llorando y llamando a su madre. -Aprieta el hombro del muchacho-. Vamos, Rafe, anímate. Yo creo que estás muy guapo. Acuérdate de lo que Hans me hizo a mí.

Thomas Cromwell tiene ahora unos cincuenta años. El cuerpo de un trabajador, fornido, útil, con tendencia a engordar. El cabello, negro, le empieza a encanecer, y debido a su piel pálida e impermeable, que parece hecha para soportar la lluvia además del sol, la gente dice, burlándose, que su padre era irlandés, aunque en realidad era un cervecero y herrero de Putney, y también tundidor, un hombre que sabía hacer de todo, amigo de pendencias y peleas, un hombre al que llevaban a rastras a menudo ante los jueces por pegarle a alguien, por engañar a alguien. Cómo el hijo de un hombre así ha alcanzado su eminencia actual es algo que toda Europa se pregunta.

Unos dicen que subió con los Bolena, la familia de la reina. Otros que fue sólo a través del difunto cardenal Wolsey, su patrón; Cromwell gozó de su confianza e hizo dinero para él y conoció sus secretos. Otros dicen que frecuenta la compañía de hechiceros. Estuvo fuera del reino desde la niñez, fue soldado mercenario, mercader de lana, banquero. Nadie sabe dónde ha estado y a quién ha conocido, y él no tiene ninguna prisa por contarlo. Se entrega siempre sin reserva al servicio del rey, conoce su valor y sus méritos, y se asegura de que se vean recompensados: cargos, emolumentos y títulos de propiedad, mansiones rurales y granjas. Sabe conseguir lo que quiere, tiene un método; hechizará a un hombre o le sobornará, le persuadirá con lisonjas o le amenazará, le explicará cuáles son sus verdaderos intereses, y presentará a ese mismo hombre aspectos suyos que él ignoraba que existiesen. El señor secretario trata todos los días con grandes que, si pudiesen, le aplastarían con un revés vindicativo, lo mismo que a una mosca. Sabedor de esto, se distingue por su cortesía, su sosiego y su dedicación infatigable a los asuntos de Inglaterra. No tiene la costumbre de explicarse. Ni la de comentar sus éxitos. Pero siempre que la buena suerte le ha visitado, estaba allí, esperando en el umbral, dispuesto a abrir la puerta a su tímido golpe en la madera.

En casa, en su hogar de Austin Friars, en la ciudad, su retrato cavila colgado en la pared; está envuelto en lana y piel, la mano cerrada alrededor de un documento, como si lo estuviese estrangulando. Hans había empujado una mesa detrás para tenerle atrapado y había dicho: «Thomas, no debes reírte»; y habían operado sobre esa base, Hans tarareando mientras trabajaba y él mirando ferozmente a la media distancia. Cuando vio el retrato terminado dijo: «Dios mío, parezco un asesino»; y su hijo Gregory dijo: «¿No lo sabías?». Se han hecho copias para sus amistades, y para sus admiradores entre los evangélicos de Alemania. No se separará ya del original (no ahora que ha conseguido acostumbrarse a él, dice) y sucede así que entra en su vestíbulo y se encuentra con versiones de sí mismo en varias etapas de elaboración: un perfil esbozado, coloreado parcialmente. ¿Por dónde empezar con Cromwell? Los hay que empiezan por sus ojillos penetrantes, hay quien lo hace por el sombrero.

Los hay que eluden el problema y pintan su sello y sus tijeras, otros eligen el anillo de turquesa que le dio el cardenal. Empiecen donde empiecen, el impacto final es el mismo: si tuviese un agravio contra ti, no te gustaría encontrarte con él una noche sin luna. Su padre Walter solía decir: «Mi chico, Thomas, mírale mal una vez y te sacará los ojos. Si le pones una zancadilla, te cortará una pierna. Pero, si no te interpones en su camino, es muy caballeroso. Y le pagará un trago a cualquiera».

Hans ha dibujado al rey, benigno, en sedas estivales, sentado después de cenar con sus anfitriones, las ventanas abiertas a los últimos cantos de los pájaros, las primeras velas llegando con las frutas escarchadas. En cada etapa de su recorrido, Enrique para en la casa principal, con la reina Ana. Su séquito duerme abajo, con la nobleza local. Es una cortesía usual que los anfitriones del rey, una vez al menos durante la visita, agasajen a estos invitados que lo acompañan, lo que introduce tensión en el orden doméstico. Él ha contado los carros de aprovisionamiento que llegan; ha visto las cocinas sumidas en un torbellino y ha estado abajo en esa hora gris verdosa de antes de amanecer, cuando se friegan los hornos de ladrillo, dejándolos listos para la primera tanda de hogazas, y se clavan en los espetones las piezas abiertas en canal, se asientan las ollas en las trébedes, se despluma y despieza la volatería. Su tío era cocinero de un arzobispo, y él andaba de niño por las cocinas de Lambeth Palace; conoce todos los entresijos del asunto y no se puede dejar nada al azar tratándose del bienestar del rey.