Image: Memoria de un premio

Image: Memoria de un premio

Letras

Loewe: Memoria de un premio

El primer ganador, Juan Luis Panero; el último, Juan Vicente Piqueras, y dos reincidentes, Azaústre y Gallego, explican qué supuso en sus obras el Loewe

8 marzo, 2013 01:00

Vicente Gallego, Joaquín Pérez Azaustre, Juan Vicente Piqueras y Juan Luis Panero, historia viva del Loewe

No es fácil ser poeta en un país con tan buena y malvada memoria, y tan poca compasión: Juan Luis Panero (Madrid, 1942) era en 1988 el hermano mayor de Leopoldo María el Loco y de Michi el Dipsómano; el primogénito del poeta fascista, maltratador y borracho Leopoldo Panero, y uno de los protagonistas de un filme escandaloso sobre su familia, El desencanto. Juan Luis había pasado muchos años en Francia y México, a la sombra, entre otros, de Cernuda y de Octavio Paz, pero el regreso a España no fue fácil y el primer premio Loewe le reconcilió con el mundo de la cultura española: “Todavía lo recuerdo con ilusión, porque fue una sorpresa enorme, y una satisfacción personal y económica muy importante. Se vendió sorprendentemente bien, tuvo muy buenas críticas, e incluso hay quien considera Galería de fantasmas como uno de mis mejores obras, aunque luego mi poesía evolucionara en otras direcciones”, dice hoy el poeta. Para Vicente Gallego (Valencia, 1963), marcado también por otra etiqueta, la de compaginar entonces la escritura con su profesión de basurero, lo del Loewe podría ser descrito como la historia de un amor doblemente correspondido. En 1990 conquistó el premio a la Creación Joven por Los ojos del extraño, y en 2001 se convirtió en el primer Loewe del siglo XXI con Santa deriva. Dice que jamás permitió que la etiqueta de outsider y de basurero le superaran porque éstas “sólo se prenden de aquel que consiente en quedar limitado” y que se agotó “de ser esto y lo otro a cada rato, y vi que es más sencillo ser sin más a cada instante”.

Reincidentes sin remordimientos

Ahora, sin embargo, el poeta asegura que “la trayectoria poética sólo se debe a sí misma, a la escucha interior” y que “ningún premio puede alterarla”, aunque sabe que el Loewe facilitó “el acceso de mi obra a los lectores, y es ahí donde la Fundación Loewe, a través de la generosidad y la eficacia de su director, Enrique, ha hecho una gran labor por la poesía”. Un caso similar, por la constancia, es el de Joaquín Pérez Azaustre (Córdoba, 1976), premio a la Creación Joven en 2005 por El jersey rojo, y Loewe en 2010 por Las Ollerías, y también lo tiene claro: “Los dos premios -destaca- me permitieron volver a publicar en una gran editorial, Visor. El jersey rojo tuvo una escritura más festiva, con esos ‘materiales novísimos', como definió mi admirado Gimferrer. Escribir Las Ollerías me ayudó a dialogar con el recuerdo. Ambos Loewe fueron un estímulo y una gran alegría”. Para el último Loewe, en cambio, ha supuesto mucho más: Juan Vicente Piqueras (Valencia, 1960) lo había intentado en varias ocasiones, de hecho ésta era la tercera ocasión en que se presentaba (“y la última”, dice entre risas), así que ahora se siente feliz, porque “el premio es mucho más prestigioso que yo, mil veces, y era un sueño mío ganarlo. Ahora mismo supone también una ayuda económica que me viene como agua de mayo, la edición en Visor, la confianza en uno mismo que da un reconocimiento así y, last but not least, haber conocido a personas estupendas como Carla Fernández-Shaw o Sheila y Enrique Loewe”. Curiosamente, si Piqueras dice que no volvería a intentarlo, reincidirían por tercera vez Vicente Gallego (“Precisamente porque sé lo que sé)” y Azaústre (“En un mundo que tiene por costumbre vapulear y denostar el hecho cultural, es increíble el cariño con que la Fundación trata a los autores”). Algo muy distinto es saber qué queda del poeta que fueron cuando se presentaron y ganaron el premio. De Panero casi nada, sólo el desengaño, la anécdota, porque ahora se describe ajeno y abandonado por la poesía, “fuera de ella como poeta, porque sigo leyendo, pero no tengo proyectos y me siento, más que nunca, un poeta póstumo, rodeado de fantasmas. Llega un momento en que si eres honesto no puedes sino repetirte hasta convertirte en un ser patético. Para mí ya no existe la inspiración, y así no vale la pena intentarlo. No quiero convertirme en un payaso patético, como el Alberti de los últimos años, capaz de publicar versos espantosos por un puñado de alabanzas”.

La electricidad de la palabra

Vicente Gallego , entonces considerado un poeta del sufrimiento , afirma que ahora “no ve ese dolor que le decían que le caracetrizaba por ninguna parte” y que espera que quede algo más del libro que del autor, “porque el autor no es nadie fuera de la escritura”, mientras que Azaústre se identifica con el poeta que fue, porque “la literatura ha de estar rabiosamente en la vida y hoy como entonces la indignación debe moldear el nervio en la escritura: no como tema, sino como electricidad de las palabras, su emoción, su pulso”. Sin embargo, apostilla, “mi poesía más inmediata está en mi novela Los nadadores”. El mayor mérito del premio, con todo, es haber superado guerrillas y banderías desde el principio: se dice que Ángel González fue apartado del jurado por intentar vetar un libro encabezado por unos versos de Jose Ángel Valente, y Panero, poco amigo de amigarse con nadie, destaca ahora cómo el Loewe ha logrado “no mantener una línea poética férrea ni apostar por una sola tendencia excluyente sino que los distintos jurados han discutido sin frivolidad ni amiguismo”, lo que ha permitido que surgieran y se revalorizasen nuevan voces. Es más, en el Loewe, como reconoce Pérez Azaústre, “están representadas las principales corrientes de los últimos veinticinco años. La poesía está en la vida, no en la riña vecinal. La relación de los poetas con el premio varía: he conocido a autores que lo criticaban y luego se han presentado. El Loewe premia estéticas distintas y ensancha el territorio poético. Ha sido y es el premio referencial porque tiene un gran jurado, con poetas de sensibilidades diversas, que garantizan su apertura a tendencias variadas. La Fundación Loewe da al acto de entrega un protagonismo ciudadano del que se beneficia todo el marco poético. Esto no tiene que ver con la escritura en sí, sino con la dignidad social que se le da. La poesía no está sola en el mundo, aunque lo parezca. El Loewe hay que leerlo porque marca una respiración de la poesía española”.

La hora de la verdad

El mejor ejemplo de esta amplitud de miras lo dan sus galardonados, que van del propio Panero a Piqueras, de Carlos Marzal a Valverde o Vicente Valero, pasando por Duque Amusco, García Montero, Jenaro Talens, Lorenzo Oliván, José Luis Rey, Peri Rossi y Álvaro García... La lista (más de veinticinco si añadimos los ganadores del premio a la Creación Joven) mueve al asombro, porque, como afirma Vicente Gallego, “hay tanto donde elegir sin salirse de la excelencia, que uno se queda mudo”. Él, sin embargo, “y para que no se diga que me escabullo” apuesta por “los libros de dos grandes amigos que hoy ya no están entre no- sotros, aunque nos hayan dejado en compañía de su tremenda verdad poética: Templo sin dioses, de César Simón y La miel salvaje, de Miguel Ángel Velasco”. El favorito de Pérez Azaústre, en cambio, es Barroco, de José Luis Rey, aunque destaca que “el premio Loewe puede leerse como una obra en marcha a través de sus 25 títulos, un gran libro de libros con un sabor de época”. Y Panero, que no sigue a los autores más actuales, recuerda el impacto que le causó en su momento González Iglesias, porque a Marzal, por ejemplo, lo conocía ya”. Más prudente, o más sensato quizás, Piqueras no se moja. El poeta, que trabaja en el Cervantes de Argelia y que recibió allí la noticia del premio, dice conocer “demasiado bien España y sus envidias. Escribo para no pertenecer a ningún grupo. No quiero ser adscrito a nada ni a nadie, ni tampoco enemistarme con nadie”. Escribió el libro, Atenas, entre 2007 y 2012 en la capital griega, pero el tema no es Atenas ni la crisis de Grecia “sino la crisis mía, y tal vez la de quien lea, el desierto que atraviesa un hombre hoy entre las cenizas de un mundo que murió y la esperanza de que renazca. No son poemas sociales, son más bien plegarias y preguntas lanzadas al viento como pavesas de otros poemas que ardieron y no verán la luz”. A fin de cuentas, proclama, “ha llegado el momento de acabar con la edad de oro de la estupidez y la vanidad en la que vivimos. Es la hora no de indignarse sino de ser dignos y de vivir con dignidad.”