Letras

Hermanita

Espido Freire

24 octubre, 1999 02:00

Después de dedicarse a la música clásica, a la pintura, al derecho y la filología, Espido Freire (Llodio, álava, 1974) acaba de conquistar el premio Planeta. Con apenas veinticinco años, la autora de "Irlanda" resulta ser una de las voces más interesantes -e inquietantes- de la nueva narrativa española. Horas después de obtener el galardón envió a EL CULTURAL su último relato, aún caliente, y el collage que ilustra estas páginas

Jugaba a disfrazarse de princesa, en pie ante el espejo, y se enjoyaba con los collares y los brazaletes de su madre. Sin embargo, ya no era una niña, no al menos la criatura que en pasados tiempos se pintaba círculos de colorete en las mejillas y se delineaba los labios con carmín. Había aprendido a maquillarse, trabajaba en un salón de belleza, y conocía los artificios de la seducción. Alargó el trazo negro bajo sus ojos, y, en dos saltos, llegó hasta la ventana. El calor, la luz intensa que convertía la casa en un manchón de sombras, cedía poco a poco. Las hiedras se adherían a las paredes con menos saña que en el mediodía, cuando lamían la humedad del muro. Eva acarició las piedras cercanas a la ventana y arrancó con las uñas las ventosas de las plantas.

No se preparaba para una fiesta, no pensaba dejar la casa. Era domingo, el único día en que podía comer con su familia; aún mucho tiempo le separaba del trabajo, y si en las horas de la siesta (la cama abierta, las sábanas frescas y aún sin arrugar, un camisón muy usado y ya casi transparente bajo la almohada) cedía al placer infantil de maquillarse para ella sola se debía precisamente a la seguridad de gozar de suficiente plazo para despedirse de la mujer creada ante el espejo, antes de regresar a la Eva viva, la suave, y graciosa y sensata Eva de los lunes.

Sujetó un broche con una perla sobre la frente, y en el camisón viejo (había estado desnuda, y la piel se alzaba levemente ante el roce de la tela) modeló pliegues y ató frunces. De puntillas, caminó ante la puerta, y se deslizó por el pasillo en penumbra hasta la habitación de su hermano.

-¿Estás dormido? -preguntó. Se acercó a la cama, y se inclinó sobre él. ¿Duermes?

él se desperezó y la miró.

-Pareces una princesa oriental.
- Soy la hija del Sultán -dijo ella, bailando frente a la cama-, y si dejo de girar, parará el mundo.
Elevó el dobladillo del camisón hasta la boca, para tapar la mitad de su rostro, e hizo oscilar la tela, como si fuera un velo; pero el tejido, más grueso, no le permitió el juego. Se arrojó sobre la cama, riendo, y Luis también rió.

-Estás loca -dijo, y alargó la mano para retirarle el pelo de la cara. Le rozó la boca con los dedos, y se apartó, vagamente turbado. Eva le observaba, sonrosada y con el aliento entrecortado, y se dejó hacer. Atrapó la mano en el aire.

- Fíjate... -señaló, y apoyó su palma contra la de Luis-. Las mismas manos. Hasta nuestras manos son idénticas.
El hermano, ya desvelado del todo, se incorporó y abrió la ventana.

- Vete...

Luego se volvió a ella y esperó unos instantes. Eva se puso en pie y, tras besar su mejilla, dejó la habitación.

Escuchó los ruidos, y adivinó los movimientos de Luis. En unos momentos comenzaría a arreglarse. Trabajaba en un bar del pueblo cercano, y despertaba al llegar la noche. Eva devolvió los collares que su madre ya no usaba al joyero, y se limpió el maquillaje con un algodón. La crema se detenía en las pestañas y el pelo, y le confería un vago aspecto angelical, desdibujado. Después extendió loción sobre sus manos y las acarició largamente.

Su madre se quejaba, especialmente desde que Eva se veía con Mario, de que gastaba el dinero en prendas de ropa que nadie vería, en lencería delicada e inverosímil. Cuando ordenaba sus cajones colocaba los conjuntos sobre la cama y contra su cuerpo, y se sentía envuelta en papeles de seda, hasta que le invadían deseos violentos de rasgar con las uñas y los dientes aquellos pedazos de nube. Achacaba aquellas pasiones a su mal carácter y a su odio hacia el orden; también hubiera deseado arrojar por el suelo sus maquillajes y los frascos de perfumes, para que formaran una pasta de colores en el suelo, cristal y polvos, sobre la que caminar y herirse los pies. Cuando se calmaba, cuando la lencería regresaba a su cajón y la sangre a su ritmo normal, se avergonzaba de pensar tan siquiera en destrozar sus posesiones más lindas y costosas.

Muchas de ellas se las había regalado Carmen, la dueña del salón de belleza en el que Eva trabajaba. Ya madura, desordenada, como ella, amiga de la fiesta, costaba creer que el negocio aún no se hubiera ido a pique. Se entendían bien. A menudo Carmen hundía sus manos en la cabellera de Eva, una mata fuerte y lisa de pelo claro, y lo olía y acariciaba.

- A tu edad, yo hubiera matado por este pelo -exclamaba, con amarga intensidad.

Eva entrecerraba los ojos; ronroneaba, y sentía que adoraba a Carmen, por su admiración, por no excluirla de las charlas como ellas hacían con Rosa, la aprendiza, a quien, por no ser mayor de edad, excluían de los detalles escabrosos que, en voz baja y muy cercanas la una a la otra, les convertían en amigas y cómplices. En la cabina central, rodeadas de espejos de aumento que revelaban sin piedad las imperfecciones de la piel o los dientes, Carmen le contaba, en los momentos libres, las últimas hazañas de su marido.

Se había casado dos veces, y presumía de poseer mucha experiencia con los hombres. Eva se limitaba a escuchar, y, de vez en cuando, si Carmen condescendía a interesarse por ella, hablaba de su novio. Así, las tardes en las que Mario pasaba a recogerla a la salida del trabajo, Carmen le embromaba con alusiones veladas, y Mario, confuso, trataba de zafarse de las frases con doble sentido de las mujeres.

Al contrario que en el trabajo, en casa miraban con malos ojos a Mario. Luis le había demostrado hostilidad desde el primer día, avisado de su fama de conquistador, y su madre confiaba ciegamente en el criterio del hijo. Eva le defendía con poco calor. Había comenzado a verse con él por consejo de Carmen, porque Mario era guapo, y todas las chicas de su edad consideraban imprescindible mostrarse emparejadas. Se encontraban por las tardes, y tomaban algo en cualquier bar. Mario la tachaba de fría, y, si era sincera, debía reconocer que obtenía mayor placer de las horas que pasaba frente al espejo, pintándose de modo exagerado, o de los ratos perdidos con Carmen.

Con él, con Mario, había descubierto la verdad. Fue en una noche, el año anterior, en que se besaban en su coche. Eva contemplaba el cielo tras la ventanilla, y pensaba en que no debía llegar tarde de nuevo. Su mirada bajó y encontró sus ojos en el espejo del coche. Al pronto no se reconoció, y le resultaron extraños, fieros y vagamente deseables. Mordió suavemente el labio de Mario, que gimió, y continuó observándose en el espejo, hasta que, temblorosa y alterada, cayó en la cuenta de que era hora de regresar.

Durante una semana caminó como sonámbula por la casa, cobijada del calor ardiente de las calles. Se fingió enferma; desenterró en los armarios ropas sutiles y el camisón que en su tiempo fue bonito, y espió su reflejo en las ventanas y alacenas de cristal. A veces, en pie frente al espejo, acariciaba su cintura por encima de la ropa, y el calor intuido contra la piel le turbaba de tal modo que salía a encontrarse con Mario, con tal de percibir otro tacto que no fuera el suyo propio.

En uno de los días bochornosos descubrió el otro espejo que era Luis. Eva había abandonado su habitación, y buscaba algo de comer; abrió la nevera, y se sentó en la sala, con el plato en el regazo. Su hermano dormitaba en el sillón; de pronto Eva tuvo la certeza de que era así como ella dormía. Se percató de la imposibilidad de verse durante el sueño, del parecido (siempre lo había mantenido) con su hermano, y la misma inquietud que sentía al contemplarse surgió ante Luis. En verdad, Luis era ella, con la mandíbula apenas más marcada, las cejas escasamente más pobladas, la frente más espaciada y masculina.

Desde entonces le espió. Encontró en cada uno de sus gestos un mensaje secreto, y halló goces impalpables cada vez que se rozaron. Como si llevara a cabo una labor minuciosa, se entrenó en sentir, y adiestró su imaginación para que toda su vida comenzara a depender de la de Luis; se volvió cariñosa y frágil, y, al mismo tiempo, malhumorada. Las charlas en el salón le aburrían si no versaban sobre seducciones y conquistas, pero no se le ocurría un modo mejor de agotar el tiempo.

Carmen la notó distante, y adivinó un amor no correspondido. Eva no asintió ni negó nada, de modo que se dio por sentado. Mientras Rosa, la jovencita callada, calentaba la cera para depilar, ellas languidecían con una conversación siempre idéntica. Eva suspiraba, y dejaba caer la cabeza mientras su amiga jugaba con el cabello enredado. Se limitaba a disfrutar con el peinado y con la delicada angustia de la espera.

Luego regresaba a casa, con las manos suaves por las cremas que empleaba con las clientas, y devoraba con los ojos a Luis, que descansaba en el sillón, que marchaba con la noche para atender a otras mujeres en el bar. Y ella se conformaba con contestar mal a Mario en el teléfono, y con permanecer despierta toda la noche, enroscada entre las sábanas que arrugaba pisoteándolas, encendida con el pensamiento de que unos metros más allá se encontraba su habitación, su cama, y que por la mañana él la ocuparía, medio desnudo, como ella, preso en las mismas manos, y la misma boca y la misma forma de ojos que a Eva le encarcelaban. Terminó con malos modos la relación con Mario. él suplicó otra oportunidad, una explicación, al menos, pero Eva se encontraba demasiado agotada, y le despachó con cajas destempladas. Carmen, Rosa, y su propia madre, pese al considerable alivio que sentía al pensar que Mario ya no alcanzaría a disfrutar de la lencería fina de los cajones, la consolaron, creyéndola deshecha. No lo estaba; ahora dedicaba los domingos, frente al batiburrillo de maquillaje y frascos que cada vez sentía más deseos de romper, a la creación de nuevos personajes, a enmascarar sus ojos repetidos, y a enumerar más tarde los logros que con ellos conseguía, si Luis se había alterado, si sospechaba algo o simplemente la tomaba por una hermanita jugando con la bisutería de mamá.
Uno de aquellos domingos, sin saber ya qué inventar, dibujó con lápiz el trazo de sus cejas. Recogió su hermosa melena, y buscó una americana que, desde la muerte de su padre, se guardaban como reliquias. Hacía calor, y el tejido le lastimaba el cuello. Luis, aún adormilado por el fulgor de la siesta, se quedó atónito; por un momento, Eva vio que se había reconocido, y sonrió. Contaba con ello. Se arrodilló sobre la cama, y, antes de que pudiera retroceder, le besó en los labios, algo torpe, sin la pasión que había imaginado.

Luis fue tardo en responder. La apartó de sí y miró con estupor.

-Quita. Estás loca. ¡Estás loca!

Ella, súbitamente, sintió vergöenza. Se encerró en su habitación, con el estómago lleno de aire, y desarraigó todas las raicillas de la hiedra de su ventana. Esa semana evitó a su hermano. él no la miraba, y a Eva llegaron a incomodarle incluso los espejos de aumento en el trabajo. De alguna manera, el encanto se había roto, y ella comenzaba a entender el alcance de su fantasía.

El domingo siguiente aún dormía cuando su madre entró a despertarla; Carmen llegaba con ella. Lloraba con el rostro hinchado y enrojecido. Había sorprendido a su marido con Rosa, la muchachita del salón. Ella regresaba de una cena con sus amigas (la propia madre de Eva entre ellas), y ellos ni siquiera se molestaron en negarlo. Durante el resto de la madrugada había vagado por las calles del pueblo, dispuesta a contarlo a todo el mundo, y con la idea de que moriría si alguien lo sabía. Eva le acarició la cabeza.

-Y pensar... -decía ella- pensar que todavía la semana pasada le di la tarde libre porque le dolía la cabeza... ¿Qué haría esa tarde, qué haría?

Le invitaron a comer, porque Eva temía el primer domingo después de lo ocurrido con Luis, y se sentía más segura teniéndola al lado; pero sus quejas y los lloros resultaron tan constantes y molestos, que a media tarde le prepararon una valeriana y le instaron para que se acostara a descansar. Eva se asomó a la calle con aprensión; el sol calentaba con saña, pero lo prefería a continuar en la casa. Cuando marchaba a llamar a una amiga, se cruzó con Mario. él la detuvo con timidez. Le pedía esa tarde, que le dedicara tan sólo esa tarde. Después, si ella así lo deseaba, no volvería a verla.

Caminaron junto al río, contaron tonterías, y Eva reveló la historia de Carmen. él ya lo sabía... de hecho casi todo el mundo lo sabía. Se sentaron a la sobra; le vio como por primera vez, mientras él buscaba afanosamente margaritas para regalarle un ramo, y al fin logró encontrar belleza en algo que no fuera ella misma.

-Ven -le llamó, y él se acercó humilde, con la fuerza de las manos contenida al cortar florecitas.

Regresaron cuando ya el sol se ponía, y quisieron verse otra vez esa noche. Ella pasó por casa, y se preparó ante el espejo, más nerviosa que en cualquier otra ocasión anterior. Escogió entre su ropa interior algo sedoso, y apretujó el resto contra el cajón mal cerrado. Su madre refunfuñaba; ya que Eva no cuidaba de Carmen, ella iría a hacerle compañía, pero ella no le prestó atención, temerosa de que descubriera su nueva compañía e inventara una excusa para retenerla. Mario esperaba con el coche, y los dos marcharon para el pueblo cercano, que era mayor y pródigo en entretenimientos. Con la práctica de las semanas anteriores, Eva provocó y hurtó su cuerpo, espoleada al ocultar el juego al resto de la gente: Mario trató de retenerla junto a él, pero ella se escabullía, hasta que el deseo ahogado pugnó por salir, y quiso marchar a un lugar tranquilo donde pudieran esconderse por un rato.

Mario la llevó a un bar oscuro, amueblado con mesas y veladores, que frecuentaban parejas y gente mayor. Arrinconados contra la pared, rieron en voz baja; musitaron leves amenazas, repitieron sus nombres, y descubrieron los traicioneros pliegues de la ropa.

Entonces apareció Luis. Separó, con una violencia imprevista para su dulce rostro, al hombre de su hermana, y logró que los guardas de seguridad se involucraran en la pelea. Eva, con los ojos muy abiertos, se acurrucó en el banco. Quiso seguir a Mario, pero Luis aferró su brazo.

- Tú... ven aquí. Te vas a enterar cuando lleguemos a casa.

Habló un momento con el dueño del local, y se llevó de allí a su hermana. Mientras conducía rechinaba los dientes, lleno de furia, y permanecía silencioso. Como esa tarde ante Mario, Eva creía encontrar una persona extraña.

- Mamá -gritó, al llegar a casa-. ¡Mamá!

Recorrió la casa a grandes zancadas, dejando que las puertas golpearan contra las paredes. Luego se enfrentó a ella.

-¿Qué te pasa? -chilló Eva, y calló, al verle acercarse.

¿Qué es lo que quieres? ¿Ser otra muñequita de su colección? ¿Cómo se te ha ocurrido volver con él? ¿Qué hacías con él?

Ella levantó la cabeza. Su propio rostro le gritaba, deformado por la ira.

-¿Qué te importa?

Luis cerró la boca y dio dos pasos por la sala. De pronto se le acercó hasta que sintió su aliento en la cara, la tomó de la mano y la llevó casi a rastras hasta su habitación. Luego, cerró la puerta.