Bernstein durante un concierto para las tropas israelíes en 1948. Foto: Filarmónica de Israel

Bernstein durante un concierto para las tropas israelíes en 1948. Foto: Filarmónica de Israel

Música

Beethoven y Mahler bajo las alarmas antiaéreas

Ana Arambarri novela en 'Música contra los muros' los conciertos de figuras como Barenboim y Metha en varias guerras como las de los Seis Días, el Yom Kippur y el Golfo Pérsico

5 marzo, 2020 06:32

Hacer un repaso del papel de los músicos en la guerra ofrece contrastes llamativos. La manera más popular de levantar el ánimo de las tropas era en los tiempos previos al #MeToo mandar al frente a cantantes de hechuras turgentes. Un buen ejemplo fue la actuación de Marta Sánchez en uno de los buques de la Armada Española desplazados a la primera guerra del Golfo Pérsico, muy en la línea de la escena de las playmates en Apocalyse Now, casi devoradas por la una soldadesca henchida de testosterona. Pero hay otras fórmulas más refinadas y elegantes de insuflar moral a través de las notas musicales. Un ejemplo paradigmático nos lo recuerda Ana Arambarri en Música contra los muros (Galaxia Gutengerg), absorbente narración en la que reconstruye la implicación de figurones como Daniel Barenboim, Jacqueline du Pré, Leonard Bernstein, Zubin Mehta e Itzhak Perlman en los conflictos israelíes contra sus vecinos árabes.

Se centra particularmente en la Guerra de los Seis Días, cuando Israel asombró al mundo noqueando en apenas unos asaltos al Egipto de Nasser aliado con Jordania, Irak y Siria. En los prolegómenos del enfrentamiento, Barenboim, ya por entonces una estrella de la clásica afincada en Londres, no dudó en salir zumbando hacia su patria espiritual para aportar sus dones melódicos al servicio a la causa hebrea.  “Lo hizo a pesar de que tenía muchos compromisos apalabrados”, explica Arambarri a El Cultural. Entre ellos, dirigir Così fan tutte en la capital británica. En la sala de espera del aeropuerto de Heathrow, a punto de coger el último vuelo comercial a Tel Aviv, no estaba solo. A su lado tenía a la violonchelista Jacqueline du Pré, que tampoco se pensó mucho lo de acompañar a su pareja en tan incierta aventura. “Ella también tuvo faltar a algunas citas, como el Festival de Bath, con el consiguiente mosqueo monumental de su director, Yehudi Menuhin”. Los dos jóvenes prodigios habían conocido sólo unos meses antes por mediación del pianista chino Ts’ong. Cuando se pusieron a tocar juntos, surgió entre ambos una suerte de amour fou avivado por la sensación de complicidad inmediata que sintieron durante un improvisado ensayo.

Du Pré estaba tan abducida por la poderosa personalidad de Barenboim (igual se podría decir a la inversa) que incluso se convirtió al judaísmo. “Esos días tocaron por todo Israel. A veces dos conciertos al día, en kibutzs, campamentos del ejército, salas de concierto y escenarios improvisados al aire libre. Lo hicieron en Tel Aviv, Haifa, Beersheva y Jerusalén”, rememora Arambarri, autora también de la biografía de Ataúlfo Argenta. Algunos conciertos los dieron con la Orquesta Filarmónica de Israel, una agrupación intrínsecamente ligada a la fundación del pequeño Estado hebreo en tierra palestina. Queda patente en la novela, articulada mediante algunos personajes ficticios (periodistas, espías, músicos). En su primera parte, que compendia el proceso que desembocó en el alumbramiento de Israel –traiciones y engaños a los árabes incluidas, léase Tratado Sikes-Picott-, evoca el acto de su proclamación, el 14 de mayo de 1948, tras la votación favorable en la Asamblea de la ONU. Ben Gurion sólo invitó a doscientas personas. Conservó el secreto del lugar (auditorio del Museo de Tel Aviv) y la hora con el mayor celo posible para evitar el boicot de los árabes, que ya afilaban el hacha de guerra. Pero a ese selecto grupo sumó los cincuenta integrantes de la Filarmónica de Palestina que, tras la ceremonia, en la que interpretaron el himno israelí (Hatikva), pasó a llamarse la Filarmónica de Israel.

Músicos de la Filarmónica de Israel en el Sinaí durante la Guerra de los Seís Días. Foto: Filarmónica de Israel.

“La formación original la había amalgamado el violinista judío polaco Bronislaw Huberman. Sus primeros miembros eran sobre todo alemanes y polacos llegados a la tierra prometida escapando de pogromos y persecuciones. Lo curioso es que todo ellos tenían a Wagner muy interiorizado”, continúa Arambarri. Luego el autor de Tristán e Isolda acabaría proscrito en Israel, por sus inclinaciones antisemitas. Sería Barenboim –inconformista siempre- el que lo devolvió a la esfera pública, gesto que le valió el anatema de persona non grata en Israel. Lo habían intentado anteriormente otros maestros, incluido Zubin Mehta, su ‘hermano mayor’,  que vio arruinado su empeño de acometer el Preludio de Tristán por un acomodador, superviviente de los campos nazis: este salió al escenario, se abrió la camisa y mostró las cicatrices de su periodo en el infierno. El viceministró israelí declaró: “Mehta debe volver a la India”. La repuesta de la gerencia de la Filarmónica de Israel fue nombrarle director vitalicio.  

Barenboim, decíamos, consiguió colarlo en una velada ya en el tramo postrero de los bises. Avisó a la concurrencia antes de alzar la batuta. “Algunos se marcharon, veinte, treinta, quizá cincuenta. Otros lo increparon. Una parte del auditorio reaccionó con entusiasmos. Otros con insultos: ‘¡Vete a tu casa! Esa es la música de los campos de concentración’. Pero la mayoría aplaudió con fuerza y hasta arrojaron flores”, evoca Arambarri.  Por entonces (2001), Baremboim, que también había estado en el Yom Kippur y en la primera Guerra del Golfo, andaba muy desengañado con el afán de ocupar territorios de los dirigentes israelíes. Algo que les espetó en su cara cuando recogió el Premio Wolf, el más prestigioso de Israel, liando otra buena trifulca. Baremboim les recordó que en la declaración de independencia los padres fundadores hicieron constar expresamente el compromiso de “buscar la paz y las buenas relaciones con todos los Estados y pueblos vecinos”.

Él no ha parado de trabajar para que esa intención programática no acabara en papel mojado. La iniciativa más importante en este sentido fue la creación de la West-Eastern Divan Orchestra junto al intelectual palestino Edward Said. Nació para celebrar la capitalidad cultural de Weimar en 1999 pero la alianza de músicos israelíes y países árabes cuajó. “Lo que deseábamos era crear soluciones humanas en vista de soluciones políticas”, explicaba el hiperactivo director. A la formación se incorporaron bastantes músicos españoles. No en vano, tuvo su sede durante algunos años en Pilas, Sevilla, gracias a los buenos oficios de Bernardino León, especializado en Oriente Medio. Este diplomático consiguió el milagro de tocar en Ramala, otorgando pasaporte a todos sus componentes. Los israelíes estuvieron todo el tiempo escoltados pero pudieron participar en el acontecimiento. Fue otro hito inolvidable. La tercera parte de la novela se centra en este proyecto, radicado hoy día en Berlín, donde ha encontrado una mayor seguridad financiera (otra oportunidad perdida de la cultura en España). La música como redención de realidades opresivas. Enemigos conociéndose y colaborando. Incluso enamorándose. Esa es su grandeza. Arambarri la describe a la perfección cuando narra el efecto de los conciertos durante el Yom Kippur: “Para algunos, la música era la manera de olvidar, para otros, un momento de esperanza que les evitaba pensar en la noche siguiente y el dramático sonido de las alarmas aéreas”.

@albertoojeda77