Image: Gigantes en la calle 45

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Escenarios

Gigantes en la calle 45

17 diciembre, 2015 01:00

Something Rotten

Al Pacino estrena en Broadway el último David Mamet. Shakespeare se adelanta a sus fastos conmemorativos. Un fundador de la patria baila a ritmo de hip-hop

Sábado, una menos cuarto de la tarde. Faltan 75 minutos para que empiece la primera de las dos funciones que ofrecen hoy los teatros de Broadway. En la calle 45, frente al Schoenfeld Theatre, se aglomera una pequeña multitud de señoras. "¿A qué están esperando?", le pregunto a una de ellas. "¡A Al Pacino!", me responde, incrédula de que yo ignore el advenimiento que está a punto de ocurrir. En efecto. Precede un revuelo a la llegada de un coche negro con cristales ahumados. Un portero del teatro corre a abrir la puerta. Desciende Al Pacino envuelto en una gabardina oscura, que pasa a toda velocidad, con gafas oscuras y la cabeza gacha, y desaparece por la puerta de artistas del teatro. Ni siquiera diez metros. Las fans le aclaman con más educación de la que era previsible. Él ni siquiera las mira. No parecen ofenderse. La multitud se deshace y todo continúa como antes. "Ni siquiera se ha parado a saludar", observo. "Algunos no lo hacen", responde, indiferente, la misma señora de antes. Y algunos sí, pienso yo, recordando a un Daniel Radcliffe rodeado de una verdadera multitud a la salida de un espectáculo, hace unos pocos años, firmando autógrafos y atendiéndolos a todos con una sonrisa digna de elogio.

Al Pacino regresa a Broadway cada tres años. Es toda una declaración de intenciones de quien hoy es uno de los responsables del mítico Actor's Studio. Allí estudió, protegido por Lee Strasberg y recibiendo lecciones de auténticas leyendas, como Charles Laughton. Hoy la leyenda es él. Quince semanas improrrogables con todo vendido desde pocas horas después de salir las entradas a la venta. No logro explicarme cómo conseguí comprar una, por 186 dólares, un precio nada exagerado para el teatro estadounidense. La señora que se sienta a mi lado, una neoyorquina casada con un canadiense que detesta el teatro, y que como yo acude sola, me dice que ella tampoco lo entiende: "En cuanto vi la reseña en el New York Times corrí a hacerme con una entrada. Nunca hasta hoy lo había conseguido. En los últimos quince años", me cuenta.

El espectáculo es un lujo por partida doble. Por supuesto, no es cualquier texto, sino la última obra de David Mamet, China Doll, cuyo estreno absoluto tuvo lugar el pasado 21 de noviembre. Se trata de una obra escrita para el actor y dedicada a él (la primera edición, de Theatre Communications Group, salió a la venta el 1 de diciembre). Aunque es un texto para dos personajes, el segundo actor no es más que un contrapunto, alguien necesario para que el protagonista se luzca y soliloquice, un personaje apenas esbozado, que no aporta nada a la historia, salvo un pequeño giro en el desenlace. China Doll podría, pues, haber sido un monólogo cuya acción ocurre siempre fuera de escena, en el que el protagonista -Mike Ross, un magnate multimillonario-, habla por teléfono sin cesar mientras la trama -y la vida- se le va embrollando. El tema -muy mametiano- es el poder, pero también las consecuencias que tiene todo cuanto hacemos. La vida, en definitiva. Hay un tono de balance existencial muy interesante. Hace balance el protagonista antes del último asalto. Mamet, aunque más joven, parece hacerlo también.

Al Pacino estrena en Broadway China Doll, el último David Mamet

El texto es un brillante compendio de reflexiones demoledoramente lúcidas sobre quién gobierna, de qué modo y con qué fin. Por supuesto, aplicables a la clase política de todo el mundo: "¿Tú sabes qué es la política?" -pregunta Ross a su ayudante a mitad de la obra. Y responde-: "Escarbar en la mierda. Buscar dinero para otros." El argumento nos sitúa ante un hombre muy rico y bien relacionado cuyo avión privado acaba de ser retenido en Toronto por causas poco claras. La situación es grave porque en el avión viajaba su prometida, por supuesto varias décadas más joven que él, que es también su última oportunidad. Sus planes se hundirán pronto. Por desgracia, sus enemigos conocen su punto débil.

Al Pacino mide sólo 1,70, pero en el escenario es un gigante. Impresiona su dominio del espacio, sus gestos, las distintas modulaciones de su voz grave. Su físico no es imponente, pero él logra serlo. No puedes dejar de mirarle. Incluso cuando no está haciendo nada. A mi vecina de asiento le ocurre lo mismo. En el intermedio, se preocupa por él. Se pregunta (y me pregunta) cómo aguantará este hombre las dos funciones de hoy. Comento algo sobre su edad y ella me interrumpe: "¡Es más joven de lo que parece! Roza los sesenta. Pero va muy caracterizado". No me atrevo a llevarle la contraria. Después de todo, es su compatriota, no el mío. Pero juraría que Al Pacino supera de largo los setenta (tiene 75, confirmo más tarde). Y no parece caracterizado en absoluto. Pero mi vecina de butaca calcula, guiándose por el rodaje de El padrino y confirma su primera teoría con una seguridad incontestable.

La obra termina como era previsible: todo el teatro de pie y Al Pacino saludando muy brevemente antes de que otro coche de cristales tintados se lo lleve casi por arte de magia por las calles del Midtown.

Shakespeare como una estrella de rock

Pero en Broadway no todo es Mamet para leyendas vivas. A sólo una calle del Schoenfeld, en una sala algo más pequeña, el St. James Theatre (conocida por el gran público por haber servido de plató a Birdman, la película de González Iñárritu), Shakespeare revive en un musical que se adelanta a la conmemoración mundial en 2016 del cuarto centenario de su muerte: se titula Something Rotten (Algo podrido).

El actor Christian Borle encara a un William Shakespeare con maneras de estrella de rock pasada de vueltas, perseguido por las fans y admirado hasta el desmayo por los jóvenes dramaturgos. El papel le valió a su intérprete el premio Tony a mejor actor de musical en la última edición de los galardones, celebrada el pasado mes de junio. El argumento de Something Rotten nos sitúa en el Londres isabelino, con Shakespeare triunfante tras el éxito de Ricardo II y Romeo y Julieta, pero aquejado de una preocupante falta de ideas. Mientras tanto, una joven compañía necesita un éxito urgente, y lo encontrará después de que un futurólogo más bien torpe -y sobrino de Nostradamus- les vaticine que el futuro del teatro son los musicales. Con estos mimbres se construye un desternillante homenaje a los musicales clásicos, plagado de momentos brillantes, personajes estupendos y canciones pegadizas que dejan a los espectadores literalmente rendidos a los pies del vigoroso elenco.

Fun Home en Broadway

La música es de los hermanos Wayne y Karey Kirkpatrick, dos veteranos compositores nacidos en Louisiana que han dedicado toda su vida a trabajar para grandes estudios -como Disney- y componer para otros y que han empleado diez años en dar forma a este proyecto. El libreto tal vez sólo podía escribirlo un inglés. Y no uno cualquiera, sino John O'Farrell, novelista, columnista y guionista de programas satíricos, como el muy célebre Spitting Image. En nuestro país tiene traducida una novela divertidísima que es una estupenda aproximación a su trabajo: El hombre que olvidó a su mujer (Alevosía, 2013).

Una casa nada divertida

En Broadway siempre hay otra cara de la moneda. En este caso es Fun Home, un musical con maneras de drama, o de teatro de texto, que fue el gran triunfador de la última noche de los Tony, en la que consiguió 5 premios, incluidos mejor musical, mejor director (Sam Gold) y mejor actor protagonista (Michael Cerveris). En realidad, el espectáculo parece una obra del off-Broadway, que es lo que era cuando se estrenó en octubre de 2013. El éxito obtenido le hizo valedor de un estreno unas pocas calles más allá, ya con todos los honores del circuito teatral de máximo prestigio, pero en una sala muy poco convencional, la Circle on The Square de la calle 50, el único con escenario central de cuantos programan musicales.

El espectáculo está basado en la novela gráfica homónima de Alison Bechdel (publicada en España por Random House bajo el título Fun Home. Una familia tragicómica), unas memorias con regusto amargo que cuentan el despertar sexual de su autora, gay, en una casa sometida a la dictadura de un padre cuya homosexualidad nunca reconocida terminó en suicidio. La música, de Jeanine Tesori, subraya con una orquesta minimalista el dramatismo de la historia y a ratos se acerca a las piezas menos comerciales de Stephen Sondheim. El resultado es un musical intimista, emotivo hasta la lágrima, que invita a reflexionar sobre cuál es el legado que recibimos de la familia y hasta qué punto puede condicionarnos. Una estación de parada obligatoria.

Aunque si hablamos de espectáculos de visión obligada, no se puede dejar de nombrar la sensación de la temporada. Se llama Hamilton y algunos ya lo consideran el mejor musical de la última década, y eso que apenas lleva tres meses en cartel. Lo firma Lin-Manuel Miranda, neoyorquino de orígenes portorriqueños, que ya sorprendió con su primera obra, In The Heights, en 2008. Ahora repite, mejorada, fórmula musical, con el atrevimiento de contar la vida de un héroe nacional a ritmo de hip-hop.

Alexander Hamilton, su protagonista, fue uno de los hombres más leales a George Washington, muerto tras un duelo injusto por quien después sería vicepresidente del país. Hoy se le recuerda, sobre todo, por ser la cara que aparece en los billetes de diez dólares. Miranda concibió el espectáculo tras leer en una playa una biografía de 800 páginas sobre el personaje. Parece que acertó: a la muy americana exaltación por el fundador de la patria unió ritmos populares y callejeros.

La buena estrella del espectáculo comenzó tras su estreno en el off-Broadway en febrero de este año, cuando el propio autor cantó algunos fragmentos en la Casa Blanca ante el matrimonio Obama, que lo bendijo de inmediato. Fue transferido al Richard Rodgers Theatre, ya en el corazón de Broadway, en el mes de junio. Se dice que Michelle Obama ya lo ha visto tres veces y que su marido va por la segunda pero piensa volver estas navidades. El resultado es un éxito rotundo: todas las entradas vendidas hasta junio de 2016 y unos precios en la reventa que superan los mil dólares por entrada.

No conviene inquietarse si no se consigue verlo ahora: es fácil augurarle una larga vida sobre el escenario de la calle 46. Del mismo modo, es fácil predecir que será la gran triunfadora de los premios Tony de 2016. Por fortuna, aún quedan cosas previsibles en el mundo, ni que sea entre las calles 40 y 50 de la isla de Manhattan.

@CareSantos