Image: Keenlyside defiende el Wozzeck de Marthaler

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Escenarios

Keenlyside defiende el Wozzeck de Marthaler

31 mayo, 2013 02:00

Un momento del montaje de Christoph Marthaler. Foto: Christian Leiber / Opéra de Paris.

Sylvain Cambreling dirige un reparto de primera para la ópera de Alban Berg, que se estrena en el Teatro Real el 3 de junio.

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  • Puede que resulte ligeramente redundante el programar Wozzeck de Alban Berg en el Teatro Real cuando hace seis años que visitó esas tablas en un montaje firmado por Calixto Bieito, recordémoslo, bastante polémico. Pero es algo habitual en Gerard Mortier, que quiere ofrecer en Madrid algunas de las más recientes producciones que han venido jalonando su andadura como gestor en distintas sedes. En este caso nos trae, en ocho funciones del 3 al 20 de junio, una creación escénica de un regista tan cualificado y a menudo rompedor como Christoph Marthaler, que sitúa toda la acción en una cantina. Una mirada que tiene muchos puntos de interés. Esperemos que no defraude.

    El reparto es de primera. La parte del soldado cobaya está a cargo de un barítono tan sólido y versátil como Simon Keenlyside, que posee la tesitura ideal para el zaherido y frágil personaje de Büchner; incluso la apariencia física. Marie, soñadora y débil, es Nadja Michael, una soprano lírico-spinto cumplidora. El Capitán y el Doctor, dos figurones que se ensañan con el protagonista, son, respectivamente, Gerhard Siegel y Franz Hawlata, ambos ya conocidos por estos pagos y que cuentan con suficientes dotes para pintar el histrionismo de sus personajes. Jon Villars es el fatuo Tambor mayor. Roger Padullès, Scott Wilde, Tomeu Bibiloni, Francisco Vas y Katarina Bradic completan este capítulo.

    El siempre seguro y templado concertador, aunque de alicorta fantasía tímbrica y fraseológica, que es Sylvain Cambreling, un hombre fijo en el Real, se sitúa en el foso y desde ahí tratará de pintar los subidos colores orquestales de esta auténtica tragedia contemporánea que hace desfilar ante nuestros ojos todo un cúmulo de situaciones, servidas por una música fulgurante, enjuta, de una claridad expositiva única y dotada.

    Asombra la habilidad del compositor para calar en el drama y dibujar tan certeramente a los personajes, lo que hace desde unos planteamientos y unas reglas que acaban por edificar una arquitectura de un refinamiento y de una destreza extraordinarios. Cada uno de los tres actos y cada una de las cinco escenas que los estructuran poseen una construcción propia que se inspira, en un dispositivo de endiablada perfección, en formas musicales antiguas. Las escenas son a veces cortísimas, de no más de dos o tres minutos. Y todo ese mosaico está envuelto en un ropaje de base atonal, con ciertos toques dodecafónicos (la primera música de Schönberg escrita con esta técnica, dedicada al piano, era de 1924, solamente un año anterior): así en la Passacaglia, inserta en la cuarta escena del acto I, que desarrolla un tema con veintiuna variaciones. Los ritmos, a veces simétricos en distintas danzas, tienen evidente procedencia mahleriana. A este soporte orquestal, sinfónico, se suma una escritura vocal que explota, muy estilizadamente, todos los estilos: coloratura, canto spianato, declamación rítmica, recitativo melódico...