
David Lynch. Foto: Stephanie Cornfield / Filmoteca de Cataluña
David Lynch, el fuego que nunca se extingue
Fue el hombre de las llaves. El que nos abrió el corazón y la mente a un cine que no existía antes de él y que no existirá después. Qué vacío tan colosal.
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Si algo nos ha demostrado David Lynch, una y otra vez, es el poder que tiene la mente para dar forma al mundo. Para hacerlo propio, intransferible. Basta encender un fósforo o cruzar una cortina roja o conducir en una carretera oscura y solitaria o tararear una canción y todas las posibilidades se bifurcan en espirales infinitas que nos llevan dentro y fuera de nosotros al mismo tiempo. Al universo de David Lynch.
Su filmografía es eterna porque no tiene con quien equipararse por muchos imitadores que lo hayan intentado. Como máximo se han acercado a evocarle, es decir, a que le echemos de menos. Es eterna porque sus ideas, como dijo tantas veces y dejó escrito en su ensayo Atrapa el pez dorado, no eran suyas, siempre han estado ahí en el cosmos y él se encargaba de “pescarlas”.
Fue el artista-médium que hablaba desde un lugar extremadamente personal (qué hay más personal que los demonios de la psique y el deseo y la muerte) y también extremadamente universal. Era un creador de intuiciones, un cineasta que pensaba en imágenes, más como un pintor y como un músico que como un escritor, aunque sus guiones y tramas laberínticas nunca tuvieron competidores.
Solo desde esos lugares recónditos de la creación podemos encontrarle la lógica (im)precisa a la monumentalidad creativa de Cabeza borradora (la primera midnight movie, la que alumbró ese fenómeno que hoy conocemos como cine de culto), de Terciopelo azul (la radiografía más alucinante del reverso oscuro del sueño americano), de Corazón salvaje (su particular viaje al mundo de Oz a través del amor indómito), del universo Twin Peaks (no solo la primera gran serie de calidad, que se adelantó quince años en el tiempo, sino un agujero negro de resonancias infinitas al que siempre volveremos), de Inland Empire, que directamente inventó el postcine, aquello tan fantasmagórico que hoy nos devora y que hizo renacer de las ruinas digitales justó después de matarlo (el cine) con la sobrehumana, inagotable Mulholland Drive.
Incluso su cine de encargo y sus grandes fracasos, como El hombre elefante y Dune (que le llevaron siete años de su vida), son tan lynchianos que resultaba imposible evadir la energía de su creatividad, de su personalidad. No hay nadie que pueda definir lo ‘lynchiano’ y cuando tuve ocasión de preguntárselo contestó que su doctor le desaconsejaba intentarlo.
Nadie lo diría por la apariencia de su obra, pero odiaba el estereotipo del artista torturado que se adentra en sus pesadillas para crear obras maestras. Era todo lo contrario. Confiaba en que la felicidad, la vida desde el humor (y la comedia siempre estaba en sus trabajos), era el único lugar posible desde el que crear.
Se convirtió en una suerte de evangelista de la meditación trascendental, que practicaba todas las mañanas y tardes durante quince minutos. Era su llave a la creatividad de las abstracciones, de los laberintos y los sueños ininteligibles que, sin embargo, él lograba convertir en imágenes y sonidos (nadie cómo él ha sido tan innovador con el trabajo sonoro) completamente inolvidables, como si efectivamente siempre hubieran estado ahí. Su arte conectaba, y seguirá conectando, con algo muy profundo de la psique humana.
Su trabajo en apariencia más clásico, Una historia verdadera, era para él sin embargo su película más abstracta. Tan sencilla, tan mínima, que solo podía aspirar a la pura abstracción. El vínculo fordiano de aquel filme tan conmovedor lo rescató Steven Spielberg en su última aparición en pantalla, emocionante, encarnando al propio John Ford. Pudo haber sido también un actor extraordinario, como demostró en su aparición en la serie Louie interpretando a un gurú de los late night shows.
Como un arte de otra época, un encuentro en la pantalla grande con cada una de sus películas representa un acontecimiento inigualable. Hizo diez largometrajes en treinta años, los que van de Cabeza borradora a Inland Empire, pero su obra no puede comprenderse sin los cortometrajes, los trabajos para televisión y para internet, incluso sin sus spots publicitarios, sus creaciones musicales, escultóricas, fotográficas, pictóricas… La mente de Lynch funcionaba fuera de cualquier parámetro o convención. Era un artista total.
Produce vértigo imaginar un Hollywood sin Lynch. Ese Hollywood que lo marginó, que lo denigró, que nunca le recompensó. Dio el discurso más corto de cuantos han recibido el Oscar de Honor. No tenía nada que agradecer a los académicos, nunca le habían premiado antes. Lo cierto es que su cine llegó y cambió Hollywood para siempre, no solo la historia del cine americano, sino la historia del cine en mayúsculas. Es más, transformó para siempre nuestro modo de percibir el universo, incluso de estar en él, incluso de nuestras pesadillas.
Se antoja el fuego de Los Ángeles como el único escenario posible en que este creador, todo llamarada, podía despedirse del mundo. El fuego caminaba con sus imágenes y esas llamaradas en la retina ardieron y quemaron el cine que había antes de él, que ya no pudo ser el mismo.
El humo, tan simbólico y esencial en su filmografía, el que ha venido tragando a razón de 60 cigarrillos diarios, cristalizó en enfisema. Su adicción al tabaco y al café era monstruosa. Cuando organizamos una master class en su primera visita a Madrid, en el año 2013, en un auditorio poblado de estudiantes de cine, me dio libertad absoluta para preguntarle lo que me viniera en gana. Solo puso una condición: tomarse un descanso de quince minutos para el cigarro y el café.
Lo que ocurrió en esos quince minutos a solas en el camerino, lo que escuché de aquel hombre de ojos claros, me lo guardo como si fuera el contenido secreto de la cajita azul de Mulholland Drive. Lynch fue el hombre de las llaves. El que nos abrió el corazón y la mente a un cine que no existía antes de él y que no existirá tampoco después. Qué vacío tan colosal.