El primer acto, de una frialdad en la puesta en escena que recuerda a los trabajos de ficción del ucraniano Serguéi Loznitsa, nos narra la huída de Aleksei desde su país natal a Francia acompañado por su compinche Mikhail (Michal Balicki), que morirá al atravesar un río que dibuja una frontera europea. Sin papeles, Aleksei se verá obligado a alistarse en la Legión Extranjera para obtener la nacionalidad francesa tras cinco años de servicio.

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Ese pacto casi fáustico conducirá el relato a Nigeria, donde la cámara de Giacomo Abbruzzesse de repente abandona a Aleksei para enfocar al líder de unos guerrilleros que secuestran a unos empresarios franceses. Optando aquí por una estética de videoclip a lo Romain Gavras o Gaspar Noé y por recursos visuales utilizados de manera poética como la cámara térmica, el director hace colisionar de manera violenta a ambos personajes en otro río, borrando la distancia entre África y Europa.

De regreso a Francia, en el tercer acto, el hierático protagonista al que da vida el siempre magnético Franz Rogowski empieza a frecuentar una elegante discoteca parisina, donde se obsesiona con una bailarina negra en la que parece depositar sus esperanzas para poder cerrar las heridas del pasado, con una estilo más onírico que nos conduce hacia la catarsis final.

Dominando el trabajo de cámara, la creación de atmósferas y la elipsis (el metraje apenas supera los 90 minutos), Abbruzzese se muestra en su primer filme como un director capaz de abrazar con riesgo una oscura belleza y una mística profunda para denunciar los estragos del colonialismo y de la inmigración. Habrá que seguirle la pista.