El director franco-argentino Gaspar Noé juega con la capacidad de aguante y los nervios del espectador en Climax, su mejor película en años, y demuestra una vez más su asombroso dominio de la cámara.

El nombre de Gaspar Noé (Buenos Aires, 1963) es sinónimo de transgresión. En su escueta filmografía, compuesta por Solo contra todos (1998), Irreversible (2002), Enter the Void (2009), LOVE (2015) y esta Climax que llega ahora a las salas españolas, encontramos momentos de absoluta provocación que los espectadores difícilmente habrán podido borrar de su mente, como aquella escena de Irreversible en la que asistíamos a la agónica violación del personaje al que daba vida Monica Bellucci o la gratuita eyaculación sobre el público, rodada en tres dimensiones, del protagonista de la pseudopornográfica LOVE. En los últimos tiempos, sobre todo a partir de Enter the Void -en la que capturaba la mirada subjetiva de un alma errante por las calles de Tokio-, el director franco-argentino también era sinónimo de cine pretencioso, impactante pero irrelevante, más interesante desde sus premisas que desde sus resultados.



Un viaje lisérgico

En Climax, en cambio, la apuesta formal resulta ideal para el lisérgico viaje al horror que se nos propone, provocando en el espectador un estado tan alterado como el que atraviesan los protagonistas, e incluso una resaca que puede durar varios días. El director, partiendo de un acontecimiento real ocurrido a principios de los 90, nos traslada a un colegio abandonado y aislado en mitad de un paraje nevado en el que una compañía de baile urbano finaliza los ensayos de su próxima gira por Estados Unidos. Para celebrarlo, preparan una pequeña fiesta que se torna en pesadilla cuando descubren que el ponche que han ingerido está aliñado con una potente droga. Así arranca un viaje colectivo hacia el caos y la anarquía, guiado por la música a todo volumen de popes del techno noventero como Daft Punk, Giorgo Moroder, Aphex Twin o Cerrone, que juega con la capacidad de aguante y los nervios de los espectadores.



Pero antes de que la droga haga acto de presencia, Noé se recrea en ciertos rasgos de su estilo, como son esos loquísimos títulos de crédito a los que ya nos tiene acostumbrados. Tras un comienzo de clásica película de terror que anuncia el trágico final, el director sitúa su cámara frente a una televisión que va presentando a los personajes a través de fragmentos de las entrevistas que hicieron para entrar en la compañía. A los lados del televisor hay cintas de VHS, algunos DVD y libros apilados que ahorran al crítico la labor de desentrañar las obras en las que Noé se ha inspirado y que, además, sirven de anunciación de lo que vamos a experimentar a continuación. Saló o los 120 días de Sodoma (Pier Paolo Pasolini, 1975), Un perro andaluz (Luis Buñuel, 1929), Posesión (Andrzej Zulawski, 1981), Suspiria (Dario Argento,1977) o el libro Del inconveniente de haber nacido, de Emil Cioran, son algunos de los títulos que podemos ver en pantalla.



De ahí saltamos a la noche de marras, donde presenciamos un alucinante número musical que pone el punto y final a los ensayos de la compañía. Creada por la coreógrafa Nina McNeely, dirigida por el director de fotografía Benoît Debie y grabada en una sola toma por el propio Noé, esta vibrante secuencia de 15 minutos cautiva por sus composiciones audaces y los movimientos extremos de los bailarines -encuadrados en estilos como el electro, el waacking o el krump-, al son del Supernature de Cerrone. Es aquí donde se produce ese clímax que anuncia el título de la película, una explosión de energía que Noé se encarga de mantener durante todo el metraje y que en la segunda mitad del relato se transforma en un mal rollo pocas veces experimentado antes en una sala de cine.



En algunas entrevistas concedidas en Cannes, donde la película se alzó con el máximo galardón de la Quincena de Realizadores, el director explicaba que había querido rodar un drama psicológico que funcionara como el reverso de 2001: Una odisea del espacio. "Al comienzo de la película de Kubrick vemos monos que evolucionan en humanos y en mi película es como si los humanos volvieran a ser primates, como si volvieran a estar dominados por los impulsos primarios". Así, la violencia y el sexo, la automutilación, el incesto y el abuso sexual, van haciendo lentamente acto de presencia, a medida que los vasos de ponche se suceden y el grupo va entrando en un estado de alucinación e histeria colectivo. A pesar de todo, Noé no es tan explícito ni tan extremo como en ocasiones anteriores, y por ello resulta mucho más eficaz a la hora de turbar la mirada del público. Quizá lo más cuestionable del conjunto sea la inclusión de un niño en la trama, hijo de una de las bailarinas. Efectivo a la hora de crear tensión, pero algo tramposo.



El trabajo de Noé, así como la iluminación de Benoît Debie, es asombroso en esta segunda parte, con largos planos secuencias en los que la cámara flota por el edificio, se gira, rota, se invierte, sin que apenas veamos donde se encuentra el artificio. Y no se quedan atrás los actores que, a pesar de su inexperiencia, resultan creíbles y viscerales e hipnotizan con sus bailes y contorsiones. Sorprende saber que el rodaje se llevó a cabo sin guion y en un plazo de tan solo 15 días, dando rienda suelta a la improvisación.



A pesar de que Climax es una película absolutamente sensorial, no puede evitar el director realizar una crítica subterránea a la fallida convivencia social en la República Francesa. Y, tachado en ocasiones de realizar un cine filofascista, tampoco se resiste a lanzar un dardo a sus críticos insertando en mitad de la película el siguiente lema en letras gigantes: "Una película francesa y orgullosa de serlo". En cualquier caso, es un alivio que se nos pase el colocón inducido por Climax.



@JavierYusteTosi